Capítulo 1. La barrera del bosque

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Por una carretera avanzaba un bus amarillo. El camino asfaltado estaban flanqueado por árboles y zarzas que parecían muros. El cielo se veía celeste, era un hermosos día, los chicos del bus se veían bastante entretenidos, al final, era un campamento de verano. Una semana. Tan solo una semana lejos de lo habitual para vivir en el bosque. En el bus. Hubo un traqueteo y uno de los chicos que estaba sentado dio un salto y cayó sobre su asiento, arrugó la nariz en señal de dolor. Quien se sentaba a su lado abrió los ojos.

—¿Qué pasó? —preguntó el que acababa de despertar, miraba confundido y ahora inspeccionaba los alrededores, parecía haberse olvidado que estaba en un bus.

—Nada, solamente reboté —explicó Adriel, que abrazaba su mochila con fuerza.

—¿Tienes miedo de perder tu mochila?

—Hay muchas personas extrañas, podrían, no sé, coger algo.

—No lo creo, míralos, todos parecen querer dormir de una vez, pero tienen que mantenerse despiertos, por suerte, yo ya he dormido —el chico de bufanda roja bostezó y miró a través de la ventana. Sólo habían árboles.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Adriel, un muchacho de cabello alborotado y de un castaño oscuro, iba vestido con una camisa azul y un pantalón negro.

—Dime Dio —contestó el chico, sin prestar atención a quien le preguntaba.

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En otro lugar.
En el Hospital Real de Bethlem, un centro psiquiátrico, era hora de visitas. Un tipo de abrigo largo y negro se acercaba con un maletín de cuero. Se detuvo ante el jardín delantera, observó maravillado las rosas, cuando una doctora se le acercó. El cielo era celeste, pero el sol estaba cubierto por las nubes.

—Buen día, ¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó la doctora, sonriente.

—¿Eh? Oh, hola, vine a visitar a una amiga mía, se llama Charlotte Farrowl —dijo el hombre de cabello largo y negro, que le caía caóticamente sobre su frente. Sus ojos parecían desorbitados.

—¡Oh! La señorita Farrowl, una mujer severa, sin lugar a duda, eso significa que usted es… —la doctora ingresó una mano en el bolsillo de su bata, retiró una hoja recortada —… Seymour Graves. Reservó una visita para esta hora, sígame, lo acompaño.
Graves asintió con la cabeza, sonriente y algo nerviosos mientras cargaba consigo la maleta de cuero, miraba en rededor, la fachada le gustaban sobretodo el reloj en la pequeña estructura que sobresalía de las tejas marrones, la fachada de ladrillos se mostraba brillante. Los dos dejaban el jardín circular de flores naranjas detrás, de vez en cuando, Graves se volvía para verlas una vez más, cuando ingresaron por un espacio entre la pared lateral y un arbusto alto que hacía de muro, la mujer miró la maleta.

—Disculpe, ¿Podría mostrarme la maleta, por favor? —preguntó la doctora, interesada —. Ya sabe, es por cuestión de seguridad.

—¿Eh? Claro, claro —dijo el hombre, nervioso, se detuvo y abrió la maleta frente a él, la doctora inspeccionó el interior: unos libros, un bolígrafo y un panecillo mordido.
Por un momento, hubo un silencio incómodo, la doctora miró al hombre a los ojos y sonrió.

—Parece que no hay nada, gracias, de todas maneras, tendrá que volverla a revisar un guardia, ¿Sí?

—Es por cuestión de seguridad, la seguridad ante todo —dijo Graves, riendo, le dio un ataque de risa que se convirtió en uno de tos.
La doctora le había acompañado al inicio con una sonrisa, ahora era una mueca de incomodidad. Siguieron avanzando por un camino adoquinado y llegaron al patio trasero, donde unos guardias los detuvieron, la doctora saludó a los dos, luego revisaron nuevamente la maleta.

La Tierra de los Mil BosquesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora