Fuerza

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—¡Por Merlín, Scorpius ¿dónde estabas?!

El rubio casi se sintió mal ante la preocupación en la cara de Albus. Pero estaba muy satisfecho consigo mismo por salir como para dejar de sentirse bien.

—Papá me compró una escoba, Albus —explicó Arturo mostrándole su nueva adquisición—. No tienes por qué preocuparte, yo lo estaba cuidando.

Scorpius notó que Albus se debatía entre reír, preocuparse por él o preocuparse por el pequeño.

—Dijo que si no le compraba una de su tamaño, usaría la mía —se defendió y fue hasta la cocina para pedirles el almuerzo a los elfos domésticos. Regresó y Albus ya estaba inspeccionando la escoba—. Y no podía arriesgarme a que un niño de cuatro años use una escoba para profesionales.

—Tengo casi cinco —apuntó Artie como si eso lo cambiara todo—, y voy a ser profesional muy pronto.

—Claro que sí —dijo Scorpius, y Albus le revolvió el cabello rubio que, quizá por el sol que había dejado entrar ese día, también parecía cobrizo—. Pero tienes que esperar a que te enseñe cómo montarla.

—Y eso tendrá que ser después, espera afuera —interrumpió Albus cuando Artie estaba a punto de expresar su sorpresa. Scorpius no sabía cómo lo hacía sentir que su hijo dudara de que él se encargaría de enseñarle, pero no podía culparlo.

Apenas Arturo había dejado de ser completamente dependiente de él, Scorpius se había recluido en sí mismo el mayor tiempo posible. Le habían caído como un balde de agua fría todos los sentimientos que estuvo aislando para aguantar el abandono, para no hacerse todas esas preguntas que quedarían sin respuesta, para no sentirse insuficiente de nuevo.

»Tengo... noticias —En cuanto Artie salió del vestíbulo, las pocas sombras que quedaban en el salón parecieron reunirse en el rostro de Albus— sobre Rose.

Scorpius perdió el apetito en ese preciso instante. No había sabido nada sobre ella desde la carta, más allá que no había ninguna forma de recuperarla.

—¿Qué-qué pasa con ella?

Su corazón aceleró inconsistente y su cerebro se puso a idear mil razones por las que Albus podría haber vuelto a saber de ella... hasta que, apenas unos segundos después, llegó a pensar que tal vez había muerto, y se puso una represa mental para dejar de herirse a sí mismo.

—Estaba en la Madriguera para el cumpleaños de Jason —Sus ojos adquirieron un tenso brillo—. Volvió.

Dejó de sentir sus latidos.

Albus se dejó caer pesadamente en uno de los sofás de cuero y, aunque Scorpius estaba tentado a imitarlo, sus piernas no, en realidad ninguna parte de su cuerpo, querían moverse. Estaba gastando todas sus fuerzas en respirar. 

¿Qué demonios le pasaba? Esa misma mañana había estado en el callejón Diagon con su hijo como una pequeña familia feliz, y ahora apenas podía existir sabiendo que ella estaba de nuevo en Gran Bretaña.

No podía siquiera pensar en buscar todas las respuestas que quería, que necesitaba.

»Dijo que estuvo viajando, fue aprendiz de un exprofesor de Beauxbatons para ampliar sus oportunidades —Albus dejó caer las palabras tal como Scorpius las sentía: yunques de cristal, muy pesados, pero muy frágiles que, si llegaban a quebrarse, cortarían todo el derredor.

Claro, ella no había sido como él. Ella no se había estancado. Ella había seguido adelante abriéndose para sí todas las magníficas puertas que podría atravesar su grandeza.

Relatos con sabor a menta y canelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora