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Amane salió del baño envuelto en su bata, gotas de agua caían de sus mechones húmedos y le ayudaban a disimular el rastro de lágrimas sobre sus mejillas, ensimismado en sus pensamientos, caminó lo mejor que pudo hasta su lecho y entonces abrió los ojos al notar a la figura femenina sentada sobre su cama.

Siendo honestos, no esperaba contar con su madre cuando ese tipo de cosas sucedían y mucho menos verla sostener entre sus manos el botiquín que ocultaba dentro de su armario.

La intromisión de su progenitora en el único lugar de la casa donde se sentía seguro le hacía recordar lo ajenos que eran el uno del otro. Habían pasado ya algunos años desde que sus padres se habían separado y ella se había ido de la casa. Visitándolos en ocasiones especiales y/o cuando alguno de los dos jóvenes necesitaba cuidados y atenciones extra. Aunque eso no significaba que no los llamara cuando tenía tiempo o que no atendiera a sus llamadas, incluso si ya pasaban de las doce de la noche.

Supuso que era de esperarse que debido a la gravedad de sus heridas se le hubiera llamado para atenderlo.

Entendiendo la incomodidad de su primogénito, volteó a la pared mientras el menor se ponía la ropa interior. Ninguno hablaba, no era necesario hacerlo. Las palabras estaban de más en esa situación.

Se sentó sobre la cama y dejó que su madre atendiera sus heridas. Sus manos eran suaves y delicadas, cálidas y también temblaban.

Una vez terminó de curar cada dolencia física del cuerpo de su hijo, lo ayudó para levantarse y así pudiera ponerse la pijama en lo que ella preparaba el lecho de colchas azules con patrones de estrellas. Una vez el pequeño cuerpo se acomodó entre las cobijas, la mayor lo observó, indecisa entre acercarse o retirarse.

¿Qué podría hacer?

¿Cómo podía ayudar a que las heridas en el cuerpo de su hijo dejaran de doler?

Solo tuvo valor para arroparlo y darle un beso de buenas noches en la coronilla.

Lo más normal sería que se fuera de su cuarto; sin embargo, no lo hizo. Se sentía impotente. Probablemente lo mejor fuera retirarse, dejar descansar al muchacho de alma rota; pero... ¿y si la necesitaba?

Optó por sentarse en la silla del escritorio cuando un sonido apenas audible interrumpió su andar.

—¿Dijiste algo, Amane? —preguntó preocupada.

—¿Podrías... abrazarme?

Indecisa, aunque un poco más relajada ante la petición de su pequeño, sonrió mientras se encaminaba a cumplir con el deseo.

Lo envolvió en un abrazo reconfortante mientras entonaba la canción de cuna que cantaba para los gemelos cuando todavía no tenían ni un año de edad.

Dulces recuerdos pasaron por su mente.

La melodía arrulló al zaino hasta que su cuerpo por fin se relajó y sucumbió ante el cansancio.

La mujer acariciaba la cabellera oscura tiernamente mientras guardaba en su mente cada parte de su rostro. Desde las mejillas que empezaban a perder la grasa infantil, afinando sus rasgos, las pequeñas espinillas que apenas y se notaban en su frente y mejillas, hasta sus pestañas, largas y abundantes.

El infante que una vez había cargado entre sus brazos había crecido y poco a poco empezaba a convertirse en un apuesto jovencito, al menos desde el punto de vista materno. Le parecía irreal el solo imaginar que en ese momento, entre sus brazos, descansaba el mismo ser que una vez no la dejaba dormir debido a sus constantes lloriqueos de recién nacido.

Y entonces, la culpa la asaltó.

Se había ausentado por mucho tiempo. Era cierto que solía visitarlos en contadas ocasiones y que trataba a como podía de mantener contacto así fuera a través de llamadas y mensajes; sin embargo, la vida no había sido tan benévola con ella desde que había dado un paso fuera de la casa de los Yugi. Los empleos que había conseguido muchas veces la desgastaban de más a cambio de una mísera paga, haciendo que tuviera que conseguir hasta más de dos trabajos para solventar sus gastos.

Lo que pudo y no fueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora