Resignación.

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Una seca brisa recorre la planicie alrededor del campamento upülche, bajo un anaranjado cielo crepuscular. Sobre la yerba teñida por la luz de un sol emergente un desgraciado e impulsivo muchacho, Daniel, se aleja del pequeño bosque de toldos, caminando de manera rauda, en su torpe huida de las lubricidades vandálicas de la sociedad elfica. Aquella noche en la que su dueña, con total sadismo, reafirmó tajantemente la inferioridad del doncel, no hizo más que resucitar sus anhelos por escapar. Por lo que el cautivo aprovecha el profundo sueño en el que ha caído su rapto rapara arrojarse en una odisea hacia el norte, con la esperanza de alcanzar alguna de las pequeñas ciudades alrededor de Portuaria, capaz Pejerrey, capaz Almirante Black, y ahí ir hacia el oeste, más allá de las llanuras, de las tierras que controla el Estado de Portuaria, a donde los caudillos aun resisten a los embates del ejército de la metrópolis.

Con persistencia, sube las bajas colinas que se interponen en su camino. Baja por sus laderas de manera torpe. Apenas logra evadir las piedras que se esconden tras los pastos de la pradera. Finalmente, tras un pequeño montículo, emergen ante su vista un gran matojo de cañas, anunciando su llegada a un pequeño juncal apartado de la llanura. La duda se presenta en su mente, ante los elevados yerbajos, siniestros, que se muestran más altos que su frente, pero esta se disipa en cuestión de segundos, ante su ferviente deseo por alejarse de la barbarie de las upülches.

Dentro de aquella verdosa y saturada maraña, el gaucho se esfuerza aun más mantener el naciente sol a su derecha, de forma tal que el norte siempre este delante suya. Pero su anaranjada luz apenas se filtra entre los centenares de cañas y yerbajos altos, los cuales rozan su cara constantemente al apartarlos. Hastiado de toda aquella maleza, la necesidad de un claro, o algún punto alto donde poder orientarse, se manifiesta en la mente de Daniel.

Entonces, de forma repentina, un fuerte hedor asalta sus fosas nasales. En un principio, el doncel no reconoce este aroma, pero algo en él le resulta familiar. Movido por una peligrosa curiosidad, se aproxima al lugar de donde nace aquel olor tan fuerte y persistente. Solo una pequeña pared de yerbajos separa a Daniel del origen de aquella esencia. Una pequeña pared que el muchacho no duda en deshacer.

Una espectral imagen aparece ante sus ojos. Un gran amasijo de carne yace inerte sobre un rojizo charco delante suyo. La sangre que brota de profundas heridas hechas sobre su amarronado cuero aun no se haya del todo coagulada. El joven gaucho, en un principio abrumado por tal escena, logra finalmente reconocer el hedor que se desprende de aquel cadáver. Es el olor de la carne y la sangre del viejo ganado cimarrón, aquellas reces que habían sido introducidas a la provincia hace siglos, y a la que los terratenientes dieron caza de manera desenfrenada. La antigua materia prima que alimentaba la industria del cuero provincial.

Alarmado, el joven se acerca de manera rauda al amasijo, solo para constatar de que se le había dado muerte recientemente. No haya ni gusanos ni rastro alguno de hongos y bacterias. El temor se manifiesta en su espíritu. La sola sospecha de haber tenido la desgracia de ingresar en los terrenos de caza de las elfas lo perturba. Pero un par de pisadas detrás suyo lo arrancan de sus pensamientos.

Un alargado y grueso pico, manchado con fresca pintura carmesí, se asoma entre el muro de plantas. La criatura que lo blande no tarda en manifestarse. La sangre de Daniel se hiela ante la monstruosa ave que aparece de entre la maleza. Una bestia con unas fauces tan grandes como para arrancarle la cabeza. Un monstruo del cual, debajo de su robusto torso, emana unas patas mucho más potentes que las de cualquier caballo, adornadas con garras del tamaño de dagas.

El doncel se congela, incapaz de reaccionar ante el terror que lo invade. La bestial ave pronuncia un sonoro rugido y se abalanza sobre el paralizado fugitivo. Pero, antes de que su monstruoso pico pueda alcanzarlo, un haz de luz, más grueso que una lanza, atraviesa su torso, provocando que la criatura salga proyectada hacia un costado. El persistente engendro rapaz se levanta, entre alaridos, dispuesto a devolver la agresión a su atacante. Daniel, anonadado voltea a verla, y entonces su corazón se encoge.

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