Cabalgata de las elfas.

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El oscuro manto de la noche se extiende sobre la llanura que rodea el lof. Una sabana negruzca iluminada por el destello azulado de la luna, moteada por grisáceas nubes. En un principio, reina el silencio, solo interrumpido por el rugir de las blindadas orugas gigantes que se dirigen al pueblo, en un andar lento, pesado y constante.

Y entonces, un haz de luz cae del cielo, impactando contra el costado de una de aquellas monstruosas construcciones. Una gran explosión sacude al metálico insecto, soltando al aire fragmentos de acero, como pétalos de una rosa al marchitarse. Pero el coloso sigue su marcha, al mismo tiempo que el humo se disipa, dejando descubierta una gran cicatriz en el caparazón.

Más conjuros caen desde lo alto: torbellinos de agua y viento, bolas de fuego, proyectiles de roca y saetas de sombras. Los potentes hechizos chocan contra fornida coraza del mismo monstruo, exactamente por el mismo costado, desatando una cadena de estallidos. Una gran masa de fuego, polvo, agua y metal se abre desde la blindada piel de la gigantesca cochinilla, como una flor, la cual no tarda en disiparse. Una gran abertura queda expuesta, a través de la cual se puede divisar los motores y el esqueleto que forman a la bestial máquina.

- ¡Es tal como decías, madre! - Exclama Rayen, mientras vuela hacia la herida criatura al frente de la gran caballería de elfas dispuestas a dar caza a los insectos gigantes.

- ¡Exacto! ¡Si concentramos nuestros ataques en uno solo de esos bichos, serán más fáciles de aplastar! - Declara, deforma enérgica, la cacique. - ¡Son veinte de esos monstruos!¡Acabemos con... !

Un destello pasa cerca del rostro de la madura jinete, aturdiendo uno de sus oídos con un estridente zumbido. Al dirigir su mirada hacia abajo, la madre de Rayen observa como una intensa lluvia de plomo se eleva desde las blindadas alimañas, abatiendo a varias nativas que están a su alrededor en una oleada de salpicaduras escarlatas.

- ¡Sepárense! - Exclama la contrariada cacique al resto de la jineteada. - ¡Mantengan la distancia entre ustedes y terminen de matar al primer insecto!

El gran malón se dispersa en un enjambre de furiosas abejas pardas, que caen sobre las colosales orugas como si fueran una red. Acto seguido, las guerreras lanzan sus hechizos, partiendo a la mitad la primera de las gigantescas máquinas, y arrasando su interior, dejando solo un cascaron lleno de cuerpos calcinados y destrozados.

Las vandálicas brujas inmediatamente cargan contra el siguiente monstruo, tratando de concentrar sus ataques en un mismo punto a pesar de la descarga de las ametralladoras. Sin embargo, el campo de batalla no tarda en volverse un rotundo caos. Por cada insecto eliminado, cincuenta elfas caen. La llanura no tarda en deformarse y en ser iluminada por las llamas. Una sombría tierra de nadie se forma, bañada por los cuerpos de las nativas y de sus caballos. Los mecánicos cascarudos se convierten en enormes cementerios de acero. El hedor metálico de la sangre y el aroma a carne quemada llega hasta las narices de las jinetes, bien alto en el cielo.

En medio del combate, las bestiales cochinillas se detienen. De ellas empiezan a salir entrenados pero amedrentados conscriptos, ataviados con sus azulados uniformes. Los soldados, guiados por la tenue luz del fuego, levantan sus fusiles al cielo y disparan, en un desesperado intento por abatir a las brujas.

A pesar de sus fútiles intentos, los conscriptos captan la atención de Rayen que, formando un resplandeciente orbe en su ósea espada, se abalanza sobre los soldados, fulminándolos con un poderoso haz de luz, como si se tratara del letal aliento de un dragón en vuelo. Pero, sin percatarse de ello, con tal carga la atrevida elfa se ha expuesto.

Repentinamente, una bala envuelta en un potente relámpago atraviesa el cráneo de su alado corcel, salpicando de rojo el semblante de su dueña. El macizo animal se desploma en el suelo junto con su jinete. Afortunadamente, la salvaje guerrera no cae desde tan alto, y su difunto compañero amortigua la caída.

Al impactar contra el suelo, Rayen se desprende del cadáver de su equino, rodando unos metros delante suyo. Al instante, la elfa se levanta, adolorida pero alerta, y, mientras alza su sable, busca a quien la ha derribado. Pero no necesita buscar mucho. Unos pasos, calmados y confiados, resuenan detrás suya. Los pasos de las botas de un oficial. Al voltear a ver a su contrincante, los ojos de la salvaje se encuentran con el rostro fantasmagórico de alguien que le resulta familiar.

- ... Vos...

Ante ella, haciendo gala de su mugriento y rubio bigote de rata, sosteniendo con confianza un pesado revolver rojizo con grabados blancuzcos de rayos en el cañón, se haya el delgaducho y siniestro militar, cubierto de horripilantes cicatrices y quemaduras.

- Vos... - Murmura Rayen. - ¡Perdón! Tu aspecto me suena. Siento como si te conociera de algún lado. ¿No serás alguna antigua pareja de mi madre? - Pregunta de manera burlona.

El milico guarda silencio, observando detenidamente sus cristalinos ojos.

- Deja de joder, rata rubia. ¿¡Cómo mierda seguís convida!? - Pregunta Rayen, dejando al descubierto su cólera al vera aquel coronel parado delante suya.

El oficial le dedica una siniestra y confiada sonrisa a su interlocutora y, mientras levanta su revólver contra ella, declara:

- ¡Es increíble lo que la tecnología medica de Anglonia puede hacer, Rayen! ¡Voy a matarte primero a vos por lo que le hiciste a mi fortín! ¡Luego me encargare de esa perra demoníaca de tu madre!

El resultado más inesperado se ha dado. Aquel oficial que antes había atormentado a Daniel, ahora aparece reclamando la vida de Rayen. Ambos contrincantes se hayan el uno frente al otro, rodeados por el fuego que carcome la llanura.

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