Revelaciones.

137 14 0
                                    

El cielo despejado de la mañana comienza a ser saturado por grisáceas nubes pasajeras. El sol ha alcanzado su punto más alto hace unas cuantas horas, y ahora se haya en declive. La tarde llega al campamento. Contemplando el paso del tiempo, y alarmada por aquellas motas oscuras, la otrora confiada elfa, Rayen, se encuentra delante de una fogata, sobre la cual se haya suspendida una parrilla, tratando de cocinar en ella trozos de carne de aquellas monstruosas aves.

Una sórdida preocupación se ha dibujado en su rostro. Ella aun teme por la salud de su cónyuge. A su vez, una amarga certeza se ha anclado en su cabeza. La vandálica nómada sabe que las cosas ya no pueden seguir así. Algo debe cambiar. La idea de perder, de una u otra forma, a su rebelde marido le genera una tormentosa ansiedad.

De momento, solo puede limitarse a terminar de asar aquellos descomunales pájaros, antes de que una posible precipitación caiga sobre la tolderia. Usando varios platos, lleva uno por uno los grandes pedazos dentro de la vivienda. En el interior, usando un gran cuchillo plateado, los va cortando en porciones del tamaño de un cubo de azúcar. Acto seguido, levanta un ánfora, y deposita su cristalina agua en un vaso.

No muy lejos de ella, acostado sobre la amplia hamaca, se encuentra el empalidecido gaucho, Daniel, sumido en las maquinaciones de su inconsciencia. Su ceño empieza a fruncirse levemente, revelando la incomodidad de su sueño. Al verlo, su autoritaria salvadora no deja pasar un segundo más y lo despierta, tironeando levemente de su brazo. Sus ojos se topan con el resplandor invernal de las pupilas de su dueña una vez más. Sus cejas se relajan. Un imprevisto alivio florece en su mente.

Rayen, dispuesta a borrar la anemia que aqueja a su querido sumiso cuanto antes, le hace beber del recipiente que acaba de llenar. Acto seguido, le acerca uno de los platos, en los cuales se hayan cortado, casi de forma geométrica, las carnes de aquellos monstruos que los atacaron. Daniel prueba un poco y, para frustración de su espontanea salvadora, no tarda más de unos segundos en declarar:

- La carne... está un poco quemada.

- ¡Tch!

- De todas formas se puede comer.

- Leí por ahí que, para recuperar sangre, lo mejor es la carne de órganos como el hígado, pero no supe reconocer esos órganos, así que decidí trocear todo el torso de los kelenken y mezclarlo.

- ... ¿Y eso no es algo riesgoso?

- Hasta donde sabemos, los kelenken no son venenosos.

- ¿Hasta? ¿Si quiera sabes si estos bichos tienen lo que necesita mi sangre?

- ...

- Es tu primera vez cocinando, ¿verdad?

- No, aunque no suelo hacer esto.

- Se nota.

Rayen, avergonzada e irritada, guarda silencio ante los comentarios burlones de su sumiso.

- Bien... ¿Cual será mi castigo? - Pregunta Daniel, luego de tragar los últimos fragmentos que había en el plato.

- ¿Tu castigo?

- Sí. Imagino que debe ser algo severo, ya que realmente te puse en peligro a ti y a mi.

Una caótica y abrumadora duda envuelve los pensamientos de la elfa, haciéndola guardar un silencio casi sepulcral. Desde que volvieron al asentamiento, en ningún momento pensó siquiera en castigar a su rebelde cónyuge. Ahora mismo su mente se sumerge en un limbo, una tierra estéril entre el deseo de castigar a Daniel, y el temor de perderlo si recrudece su trato para con él. Sin percatarse de ello, su puño se cierra, marcando su palma con las puntas de sus uñas.

El CautivoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora