Un baile con Daddy, parte 1

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Magnolia odiaba la mansión Devereaux de Tallahassee

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Magnolia odiaba la mansión Devereaux de Tallahassee. Para ella, esas paredes eran un facsímil barato de lo que había sido su vida.

Casas gemelas, la propiedad de Florida era una copia exacta de la mansión de renacimiento griego en la cual ella nació. Pero la casa de familiar simetría y altas columnas que protegían el pórtico delantero como a la entrada de un templo, carecía del calor de hogar que relacionaba con sus habitaciones en Nueva Orleans.

En esos pasillos faltaba el retumbar de la voz de Henri Danae, quien siempre llegaba reclamando las atenciones de su hija tras un largo día de trabajo en el centro de comercio de la ciudad. Nunca dejó de mimarla, ni siquiera al borde de la muerte cuando, consumido por la fiebre amarilla, apenas si podía echarle una bendición a distancia, desde su cama de convaleciente.

Su tío Maurice fue prácticamente un desconocido hasta el momento en que su madre le comunicó que quedaría a cargo de los Devereaux de Tallahassee. Al juicio de la chiquilla, era un buen hombre, pero al igual que su madre, era ante todo un Devereaux. Ese lado de la familia se distinguía por mantener sus cartas muy cercanas al pecho. Maurice era amable y accesible, pero nunca abandonaba la formalidad. A pesar de no estar a su pendiente todo el tiempo, le dijo que nunca dudara de que la mansión era también su casa. La niña asintió, no obstante su corazón insistía en que su vida no sería igual, a pesar de las palabras de los adultos a su alrededor.

Las escaleras dobles no se sentían suyas para deslizarse o bajar apresurada de dos en dos, tarareando una rima que hiciera eco a sus pasos. No había nadie esperándola abajo para levantarla del suelo y darle la sensación de seguridad que siempre encontró en su padre.

Ese no era el único pesar de Maggie. Trinidad, de carácter alegre y atento, se encontraba presa de una actitud sombría que solo se alteraba las pocas veces que ambas compartían. Magnolia siempre fue una chiquilla de gran intuición y podía adivinar la tristeza que se asomaba entre las sonrisas que le regalaba su nana. Extrañaba a Jeanine, a su manera.

Ambas habían sido recibidas por Maurice y familia con la deferencia que exigía la buena costumbre y el pedido de ayuda de parte de su hermana. Sin embargo, una vez las aguas se encausaron y el dolor y la confusión inicial ante la pérdida pasaron a ser resignación, la morena libre había sido asignada a la sala este de la casa. Ni esclava ni familia, Trinidad era considerada de forma separada, pero nunca igual.

A la mujer no le molestaba el vedado desplante de Maurice y su esposa Susanne. Ella era consciente de su lugar. Lo único que le concernía era que Maurice había decidido limitar sus interacciones con Magnolia a simples clases de francés y una que otra actividad donde la niña requiriera asistencia.

Susanne Devereaux estaba ahora al cargo de las actividades sociales de Maggie, función que antes caía sobre Trinidad. La nana lo consideró una oportunidad perdida. Jeanine, la madre de Magnolia, solía proyectar una imagen fría y desconectada, pero se debía a las aflicciones que había sufrido desde el nacimiento de su hija. No sabía ser buena madre, no porque su corazón no estuviese inclinado a ello, sino porque su ánimo y su salud no le permitían seguir el paso de una energética chiquilla de cinco años. Era difícil explicar esto a la pequeña sin hacerla sentir culpable, y Trinidad le había prometido que una vez su madre fuera a Savannah a buscar mejorar su salud, las cosas en Florida serían diferentes.

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