—Me alegra que hayas venido, de nuevo ¿Cuál era tu nombre? —La pregunta flotó en el aire por un par de segundos, subiendo contra el techo junto con el humo que dejaba una calada.
—No te lo he dicho, me llamo Tom.
Tan pronto como arrojó la mentira vagamente disimulada, como se arroja un canto contra un vidrio, su interlocutor cambió la mirada. Quizá, esperaba Douglas, lo suficientemente rápido como para no notar su nerviosismo, o a lo mejor, para dejar lo más patente posible que dicha mentira le daba absolutamente igual. Después de todo, en este mundo hay pocos que dejen su verdadero nombre a un completo desconocido.
—Maravilloso Tom, como te iba comentando, muy pronto llegaremos al piso al que vamos de esta pocilga, el cual, has de decirle claramente a tu patrón, es el piso donde estilamos las sorpresas.
—No daría a mi patrón nada que no fuera información específica, S.
—¡Oh! Pero es información específica, ya verás. —Dejó escapar una risa gutural fácilmente confundible con el sonido de un cerdo. El personaje que subía junto con Douglas la escalera de la fábrica abandonada no le agradaba en absoluto a su interlocutor, es más, le producía tal mezcla de repelús con fastidio, que hacía que abandonar el edificio fuese coronado como el deseo más intenso de su corazón.
La conversación murió, pero se reanimó torpemente un par de segundos más tarde, haciendo que el silencio se rindiera ante el olor a rancio que cada vez se reafirmaba más como dueño del aire. La escalera se tambaleaba casi imperceptiblemente mientras caminaban, casi como si fuera su manera de rogar porque nadie más viera lo que había tras la puerta y de lo que S se mostraba tan orgulloso. En efecto, ante el olor y la desazón de subir aquellos escalones, aquel silencio de tres segundos había durado vivo lo mismo que duró Jesucristo en su tumba. Las voces que se filtraban desde el otro lado de la puerta lo habían roto para no dejarlo recomponerse jamás. Cuando S abrió la puerta, no solo todo el pútrido olor escapó de un solo golpe, sino que los sonidos se volvieron todavía más fuertes.
—¿Son seres humanos? ¿Están vivos? —La mueca de sobresalto de Douglas hizo que a S se le escapara otra detestable risa gutural.
—Solo si se les considera humanos lo son.
Con esta última frase, quedó claro que el ambiente no soportaba la carga de la otra pregunta, ni de ninguna otra. La fábrica estaba justo entre cuatro edificios, que casi la tocaban por los cuatro costados, defendiéndola de la vista de la urbe. Con esta descripción es en extremo fácil suponer que la edificación no se encontraba en la ruta casual de ninguna brizna de aire, ni siquiera de un soplo diminuto. Caminar por aquellos pasillos no era sino una tragedia satírica, escrita para criticar lo peor del ser humano. Los adultos, muchos pasados de peso, se revolcaban en el suelo y gimoteaban cosas incomprensibles al tiempo que sonreían, vagamente, con la mirada apagada. Dos pasos en ese pasillo bastaban para oír al suelo musitar cantos fúnebres. Y cantos fúnebres componían los muelles de una cama donde retozaba una pareja, con la mirada perdida en algún lugar del techo, y un niño de algunos meses llorando, haciendo de coro de fondo, acompañando la rítmica cacofonía de gemidos.
—¿Cómo es que pueden tenerlos así? ¿Qué demonios le pasó a esta gente?
—Vendieron su alma —se deleitó S, y así dejó patente con una calada final a su cigarrillo—. Bueno, ¿qué opinas?
—¿Me estás diciendo que están así porque se endeudaron hasta no poder más con la Mafia? —Douglas dejó patente su réplica, que quedó balanceándose de un extremo a otro del pasillo, perdida entre las luces parpadeantes.
—Eso es exactamente lo que digo —S contestó, después de unos segundos, murmurando, su voz gutural había adquirido cierto dejo de picardía por unos segundos—. Digo que se entregaron a las drogas, y nosotros les dimos estas drogas, justo cuando ya no podían dar marcha atrás, vinieron a nosotros sin dinero y se endeudaron. Cuando fueron tan adictos que empezaron a atacarnos para quitarnos los cargamentos, los empezamos a hacer trabajar para nosotros. Son esclavos que trabajan a cambio de caramelos.
—¿Les pagan a los trabajadores con pastillas de LSD?
—Y vaya que trabajan, no necesitan comida, porque sienten que no necesitan comer, y cuando mueren, siempre hay más adictos. En la mina donde producimos mueren y los que andan con ellos ni se enteran. Trabajan para saldar una deuda que no tienen, y ni siquiera reciben la mercancía que producen, ni siquiera reciben verdadero LSD, sino que les pagamos con una mezcla de todas las sustancias que producimos, refinada en una pastilla ¡Un simple caramelo!
—Tengo que avisar a mi patrón de esto, la familia a la que sirvo no trabaja con esclavos.
—Tienes razón, Tom. Cada familia se rige por su propio librito. Pero con la ley seca rodando, hay poco que podamos hacer los servidores como tú, o como yo, para ganarnos el pan ¿Cierto?
—Lo siento, no sabía qué era lo que se cocía en esta fábrica, pero ahora ya lo sé, estoy seguro de que Don Gonzalo se negará a hacer negocios con ustedes, por muy lucrativos que sean, lo siento.
—No hay nada que lamentar, pero recuerda que Donato del Carbón tiene más perros merodeando por ahí.
—¿Me estás amenazando? —S soltó la última risa gutural que necesitó Douglas para perder la paciencia. El revolver surcó el aire saturado de luz roja como un hilo argénteo entre la sangre, situando su boca justo sobre la sien del traficante de esclavos, provocando que el cigarro rodara por el suelo.
—¿Qué ganaría con amenazarte, niño? Donato del Carbón es fuerte, pero no queremos una guerra con Don Gonzalo. —Su voz había vuelto a ser gutural, pero ni siquiera temblaba. Douglas era un hombre duro, pero con todo y eso, no provocaba en el rostro de S ni la más mínima sombra de miedo.
—Podrías matarme ahora ¡no me creas tonto! ¡No hay ninguna prueba real de que vine a este lugar! —S musitó unas palabras en voz baja, que accionaron dentro de la cabeza de Douglas como un interruptor, provocando la repentina reacción de meterle el revolver cargado en la boca—. Me da absolutamente igual lo que quieras hacer, yo ya te he dicho lo que le diré a mi patrón, voy a llegar con él, y si algo llegara a sucederme en el camino, será solo culpa de Donato del Carbón, y tuya.
El aire se llenó del fatídico olor de nuevo, y otra vez se escuchó la cacofonía inicial, ahora que la discusión se había detenido. El color rojo empezaba a ensombrecerse, a hacerse de la tonalidad del vino. Y empezaban a pulular en la cabeza de Douglas las voces de todas las noches. Gimoteaba, gateaba, pateaba el suelo y dejaba que su voz se sumara a la cacofonía de gritos, llantos y gemidos de la fábrica. Las voces ya no estaban fuera de su cabeza, sino que estaban dentro, y hablaban todas a la vez, gritaban todas a la vez, todas barbaridades diferentes.
Douglas lamía el suelo, por si algún resto quedó presente de la noche anterior. Algo para acallar las voces, algo para matar el dolor.—Otro día sin que Don Gonzalo pregunte por ti. —Una risa gutural, como el sonido de un cerdo llenó el cuarto rojo—. Pero esta vez, Tom, es porque no existe Don Gonzalo.
Un desaliñado y pálido Douglas levantó la frente para encontrar su mirada con la divertida mirada de S, una vez más.
—Pero tú, ven acá, toma otro caramelo.
ESTÁS LEYENDO
Cuentos para unos cuantos
Short StoryCuentos para unos cuantos es una recopilación de todo tipo de historias disponibles solamente para un público adulto. Disfruta de personajes extravagantes y divertidos, de historias macabras y pásala bien. AppleTree Editorial Team