1 - Infancia

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Una casa, enormemente amplia, ubicada en el seno de la capital, cuyas paredes amarillentas estuvieron siempre cubiertas por enrredaderas que se expandían hasta el techo, fue el primer hogar que conocí. Tercera de cuatro hijos –dos varones y dos mujeres, nacidos alternadamente–, tuve toda la vida la sensación de ser la menos favorita; insistían mis padres en el absurdo de esto ante mis insinuaciones de tal idea, sin embargo, nadie fue nunca capaz de quitármela de la cabeza.
María Antonieta, hermana mayor de los cuatro, era la más de las altaneras y consentidas niñas –tal y como lo parecía indicar su nombre–; no era, en el fondo, una mala persona (o no del todo), simplemente se creía con demasiada fuerza los halagos cariñosos y exagerados de la abuela, quien, sin darse cuenta, había nutrido durante años un monstruo de egocentrismo en María, haciéndola incapaz de recibir la más mínima crítica sin reaccionar con impresionantes berrinches, no desistiendo de esta actitud hasta oír multitud de halagos en compensación.
Sus rabietas me resultaban particularmente insoportables, por lo que en cada ocasión me encerraba en mi habitación con la esperanza de reducir en alguna medida sus implacables escándalos, en los que reiteradamente se lucía lanzando alaridos con un tono espectacularmente agudo, suficiente para quebrar cristales y unos cuantos tímpanos. Por lo general no me enteraba de lo que ocurría después de tales escenas hasta el siguiente día, cuando Luciano, segundo en el orden de nacimientos, llegaba a la puerta de la alcoba con el chisme.
—Lu, ¿puedo volver a dormir en tu cama? –Aparecía entonces Rubén, nuestro hermano más pequeño (durante el auge de los berrinches, cuando María tenía doce y Luciano diez, yo contaba con ocho y Rubén con cuatro).
El pobre niño no podía en toda la noche dormir debido a que su habitación no solo era la más próxima a la sala –escenario preferido de Antonieta para sus espectáculos–, sino que también debía compartirla con ella (al principio compartíamos dormitorio varones y chicas por separado, sin embargo, esto tuvo que cambiar al hacerse cada vez más frecuentes las acaloradas discusiones entre María y yo, que usualmente acababan en escandalosas riñas), por lo que al final de cada berrinche Antonieta se encerraba allí a refunfuñar toda la noche.
Era en la mañana, una vez Antonieta salía de la alcoba, cuando Rubén se levantaba de su cama –recostado allí en vano la noche entera– y se aproximaba a la mía pidiendo dormir ahí hasta el mediodía, pues mi cama le parecía mucho más cómoda y reconfortante. A pesar de hacerse esto costumbre durante años, el pequeño seguía tímidamente pidiendo permiso para entrar y descansar en todas las oportunidades.

I.A.A.V.: Mis cuatro estacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora