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Las horas transcurrían lentas, insufribles... en nuestra espera a que algo en aquel ambiente colmado de pesadumbre cambiara. La sensación general era la de inseguridad; por la salud del abuelo, pero también acerca de nuestra propia presencia allí, pues aquella quietud invitaba a pensar que nada teníamos ya que hacer ahí.
Sin necesidad de ventanas cercanas por las cuales observar el cielo, se sentía en el ambiente la caída de la noche; una de las últimas de invierno, de esas que no pierden el frío en sus aires, y que sin embargo refleja la proximidad de la primavera en un ambiente de frescor debilitado, ya nada comparable a las primeras brisas de la estación.
Al fondo del pasillo, la solitaria imagen de una enfermera se aproximaba. El abuelo, estabilizado, fue trasladado a una habitación. Un aire de alivio se generó entre los cuatro hermanos; papá, por otro lado, no perdía en su rostro una expresión de consternación, como si se resignara a entender que la aparente buena condición de su padre sería solo temporal.
Una vez de pie frente a la habitación, se les permitió a papá y a los hermanos mayores –María Antonieta y Luciano– ingresar a verle. Nunca como ahora había condenado el orden de nacimientos.
Los tres salían nuevamente luego de pasados unos siete minutos; sus miradas se posaban repentinamente en mi figura:
—El abuelo quiere verte, Lu.
—¡Qué pelotuda! Seguramente tu estúpida broma de esconderte en aquella chozucha la noche entera le hizo sentirse culpable...
—¡María Antonieta Duarte de las Mercedes! –La intervención severa de mamá causó un silencio absoluto durante largos e  incómodos segundos.
—Dale, Luna, entrá... –Me indicaba ella, sin reparo alguno de la tensión en el ambiente.
La tranquilidad dentro de la habitación fue, en cierta forma, un buen respiro de toda esa atmósfera de estrés que suponía una constante en nuestra familia. Tímida por la delicadeza de la situación, me acerco lentamente a un lado de la cama, desde donde el abuelo me observaba con una mirada especialmente gentil y cariñosa.
—¿María Antonieta te cansó, abuelo? –Bromeé, con un tono de voz no menos gentil que su mirada.
—¡Esa niña es insufrible! –Se reía– ...Pero es una buena persona... Al menos aún en el fondo... –Ambos permanecimos en silencio unos instantes, sonriendo sutilmente en complicidad.
—...Perdón por lo que les hice pasar la última visita...
—No, mija... Quizás yo no debí mandarte a buscar aquella ladronzuela en primer lugar... –El abuelo notó de inmediato la sonrisa que se dibujaba en mi rostro con la sola mención de la joven...
—...Estabas con ella... ¿me equivoco?
—...Perdón –ya no era tanto la culpa como el miedo de exponer mis sentimientos con respecto al encuentro lo que me hacía sentir a cada momento que le debía una disculpa–...Había comenzado a llover cuando estábamos en la choza, y ya no pudimos salir hasta la mañana...
—No te disculpes... Y es otra cosa de la que te quiero hablar... –Sus ojos, llenos de pronto de comprensión y sentimientos, dirigieron para mí una mirada que suponía comunicar una seguridad de entendimiento y confianza.
—¿Algo que me quieras decir a mí, en particular?
—Sé que eres una persona muy especial, Luna... Y sé que puedo confiarte esto... Con nadie más lo podría hablar, y siento que tú, particularmente, deberías saberlo... Creo que no tendré otra oportunidad para decirlo...
—Abuelo... –Esas palabras, amarga sentencia, oprimieron mi pecho como una pesada roca.
—Esa otra niña... Isabel... Te habrá contado sobre su abuelo...
—...Dijo que ustedes se conocían...
—Yo no tenía idea de que aquel hombre fuera su hijo... Supongo que su única intención al mudarse era tratar de fastidiarme... El pobre infeliz, aunque sabía que esos árboles, que son un tesoro para mí, los planté en mi juventud junto a su padre, no tiene la menor idea de cuál fue nuestra relación... Encima de todo, el tipo ni existiría si no fuera por esa maldita decisión...

I.A.A.V.: Mis cuatro estacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora