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Avanzo con lento paso hasta los árboles, apurada desde la distancia por el abuelo, quedándome petrificada a unos cuantos metros del lugar por la extraña sensación de pánico que exageradamente me envolvía –más tarde en mi vida comprendo que soy una de esas personas que en nada le temen a toparse con un animal salvaje como un oso, o más probable en mi país, un puma; mas le aterra hasta sentir náuseas tener algún encuentro directo con personas desconocidas–.
El día comenzaba a tornarse oscuro; luego de varios minutos allí parada –casi veinte–, relajo mis hasta entonces tensados músculos y decido seguir esperando sentada a la sombra del manzano, que de poco me protegía ya que una enorme y tupida manta de nubes grises y negras bloqueaban ya prácticamente la totalidad de la luz solar. Temía aún el incierto encuentro; pasadas las horas, lo único que me generaba inseguridad ahora era la posibilidad de un chaparrón o incluso de una lluvia torrencial que me dejara un empape digno de una magnífica gripe.
Cuatro horas sentada bajo el manzano a la espera de una reunión ahora lejana en mi visión de posibilidades; me abrumaba ahora el aburrimiento, y condenaba en mi mente con cierto atrevimiento a mi bendito abuelo, que por sus exagerados conflictos vecinales me tenía allí plantada. Apoyo mi espalda en el tronco del árbol, a punto de caer dormida, cuando unos crujidos –pasos sobre el casi seco pasto– provocan en mí un repentino sobresalto, poniéndome casi de pie de un espantado brinco.
Me escondo de inmediato tras el manzano, desde donde observo a una chica –evidentemente la hija del vecino– delgada, alta, piel levemente pálida y cabello castaño y ondulado hasta los hombros; llevaba un vestido celeste que le llegaba a las rodillas, un sombrero de paja decorado con flores de varios colores, botas de lluvia verdes, y en su mano derecha una canasta –desde luego, para llevar en ella las frutas robadas–.
Mis ojos quedan prendados de su agraciada y particular imagen; poco me importó que se dispusiera a recoger de los árboles los frutos, pues su cabello y vestido ondeando en el viento y sus graciosos movimientos al recolectar las frutas cautibaban inexplicablemente mi atención. Mi mente aterriza violentamente cuando la joven voltea a verme; claramente le sorprendía mi presencia, mas no parecía perturbarle. No consigo en ese momento encontrar una reacción apropiada; aterrada por haber sido descubierta, no sabía si huir o esconderme detrás del árbol. Decido, entonces, hacer lo segundo; permanezco agachada allí unos instantes, luego, vuelvo a asomarme con cuidado, descubriendo para mi sorpresa a la chica sonriéndome. Ahora más tranquila, me incorporo y avanzo unos pasos hacia un lado del manzano; la chica toma de la canasta una naranja, y con una sutil y dulce sonrisa extiende su mano en dirección a mí; camino lentamente hacia ella, y tímidamente tomo en mi mano la naranja. Nos quedamos ambas allí paradas frente a frente, hasta que con otra sonrisa y un gesto de cabeza me invita ahora a sentarme junto a ella bajo el naranjo.

I.A.A.V.: Mis cuatro estacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora