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Una oscura tarde de menguante invierno –cuando transcurrían ya casi tres meses desde el último viaje al campo–, el apagado sonido del teléfono en medio del ensordecedor silencio, tan propio de aquellas tardes a partir de la ruptura familiar, se hizo con la nerviosa atención de todos mientras oíamos con claridad los secos pasos de nuestro padre acercándose a contestar la llamada; en el silencio se sentía una extraña tensión, aparente premonitoria de una desgracia, que volvía al aire espeso y difícil de respirar. Los cuatro hermanos, que ante el enrarecido ambiente en aquella casa comenzamos a acercarnos, necesitados de la mutua y comprensiva compañía como compensación frente al repentino desapego que parecía abatirnos desde las oscurecidas figuras de nuestros padres, nos veíamos ahora envueltos en la misma tensión y asfixiante preocupación, a la espera de la fatal noticia, que sin conocer aún sentíamos llegar inminente.
Luego de varios minutos de inacabable silencio, la puerta de la habitación en la que los cuatro reposábamos expectantes se abre con gentileza, revelándose en su apertura la afligida imagen del rostro de papá; respetuosos y advertidos de la angustiosa situación, esperamos a que las palabras salieran de su boca: "el abuelo fue hospitalizado de emergencia...". Tal noticia pareció detener abruptamente el tiempo dentro de la habitación; paralizados, ninguno supo cómo reaccionar a tan devastadora realidad. Por primera vez en años, nuestro padre se sentó entre nosotros, sosteniendo su vista en el suelo, aún procesando aquellas palabras, luchando por mantenerse fuerte para sus hijos. Por primera vez, su rostro reflejaba sin retención el abrumador terror de un hijo pendiente de la vida de su padre, cuyo peligro de muerte se volvía de un momento a otro un golpe de realidad terriblemente asolador.
El silencio durante el viaje en auto al hospital, aunque absoluto, no se comparaba al reinante de los últimos meses, que había convertido el ambiente en aquella casa en un infierno desolador.
El paso por los corredores vacíos se sentía como una sentencia de muerte; al exterior de la sala en la que se procuraba la supervivencia del abuelo, permanecía impotente la abuela, sentada –con apariencia de forzada a tal postura– en uno de esos bancos de madera que no se diferenciaban de los de una iglesia. Al cabo de unos instantes, papá se acerca y toma asiento junto a ella; los demás lo seguimos en el gesto.

I.A.A.V.: Mis cuatro estacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora