Con el fallecimiento de la abuela –recuerdo aún el día, pues ocurrió de la forma más inesperada, en el transcurso de la tarde siguiente al décimo cumpleaños de Rubén, cortando abruptamente con el clima de festejo–, agobiados y quebrantados por las tragedias y el perpetuo ambiente familiar con sabor a Guerra Fría, decidimos que necesitábamos todos un cambio de aires; fue aquella casa, amarillenta, cubierta de enredaderas y ubicada en el centro de la capital, nuestro hogar desde el principio; escenario de incontables recuerdos y remisión a nuestra infancia... mas desde hacía ya varios años no se sentía allí la misma calidez propia de un hogar; tras la última visita a la casa de campo y la muerte del abuelo, nada volvió a ser igual; jamás.
Como desesperadamente aferrados a una inventada esperanza, quisimos darnos la oportunidad de respirar otro ambiente buscando una nueva residencia –era, en realidad, absurdo creer que al cambiar de ubicación cambiarían nuestras vidas, como si las desgracias y tensiones familiares fueran cosa del lugar y no de las personas–. A pesar de lo irracional de nuestra ilusa fe, así lo hicimos. Dejando atrás la vida en la gran capital –más grande en población que en territorio–, nos mudábamos a Cerro Chato; esa pequeña localidad ubicada entre Treinta y Tres, Durazno y Florida cuya administración jamás pudo resolverse, conocida apenas por haberse convertido en 1927 en la sede del primer voto femenino de América Latina –no tratándose de elecciones nacionales, el hecho parece ser apreciado con menos relevancia de la que realmente posee–.
Llegábamos prácticamente al final de nuestros ciclos escolar y liceal; sería difícil para Rubén y para mí el cambio a tal altura –contando Luciano y Antonieta con diecisiete y diecinueve años, los afortunados hermanos mayores no debían preocuparse por ser los nuevos alumnos–, mas no nos quedaba de otra; debíamos adaptarnos a las nuevas circunstancias.
El primer día fue exactamente lo que esperaba; caótico, confuso, e incómodo ante las atentas miradas de decenas de desconocidos a cada paso que daba –como ya he mencionado antes, no soporto el contacto con extraños–. Por otro lado, la secundaria no era ni siquiera tal cosa; un edificio dispuesto por la comunidad para el desarrollo de la enseñanza, con voluntarios que se desempeñaban como profesores de una institución educativa improvisada ante la carencia de una "oficial" y reconocida como tal. Eran los esfuerzos de un pueblo por asegurar la justa instrucción y educación de la que todo joven merece disponer para construir su buen futuro.
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I.A.A.V.: Mis cuatro estaciones
General FictionA lo largo de la vida, las historias que te atrevas a contar, las experiencias y las personas que conozcas, pueden cambiar tu vida y llevarla por distintas direcciones.