II. Las pesadillas

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Faltando siete días para mi boda, él me visitó. Lo miré por la ventana, cargando un reloj precioso hacia la habitación a la que le hizo pasar la servidumbre para esperarme en lo que me arreglaba para recibirlo. A los pocos minutos entré, con la gran sonrisa que me caracterizaba, pero había algo que él podía ver claramente, y era que no estaba tan feliz como quería demostrar. Mis ojos tenían las ojeras muy marcadas, como producto del desvelo. Mi cabello estaba más desordenado de lo normal, y, tal como yo antes le decía a menudo, estaba triste. Él me decía que yo era la persona más triste que había conocido. Me decía que era inteligente, bella, talentosa, simpática pero que para mí era imposible reconocer mis virtudes, y que en cambio, me enfocaba en hacerlas de menos, y no por falsa modestia, sino porque realmente ciertos sucesos del pasado me hicieron dudar de la maravillosa mujer que era. ¿No es eso irónico,  que los que albergan más tristeza son los de sonrisa más cálida?

   En el momento que me miró tan demacrada, decidí ser breve, le expliqué que si no aceptaba la amistad que me ofrecía no aceptaría ningún otro trato de él. Él me dijo que aceptaba, y que como muestra de ello, me obsequiaba el siguiente reloj, que como tradición, debía estar en la habitación de quien lo recibía. Pero me era difícil prestarle atención a la historia de aquel enorme y antiguo reloj, y él lo notó pues mis ojos no estaban fijos ni en él ni en el reloj.

   —Es una lástima —dije con los ojos llenos de lágrimas— que mi amor no sea suficiente para hacerte cambiar.

   No respondió nada, me dijo que no respondería, para no quebrantar una promesa que hizo. Solamente, con la mirada fija en el reloj, se limitó a lanzar un suspiro. Me quedé esperando una respuesta, y fue por esto que me exasperó, tomándole de los hombros y sacudiéndole bruscamente a la vez que decía:

   —¿Por qué no puedes cambiar, dejando esa vida de libertinaje si dices amarme? ¿Por qué tuviste que ser así? ¿Acaso Dios no nos da un nuevo día para corregir nuestros errores del día anterior? ¿Has de morir sin soltar tus malas costumbres?

   Sin importar la pasión de mis palabras, él seguía sin responder. Me rendí, con los ojos llenos de lágrimas, repitiéndome dentro de mí lo imposible que este hombre era. Dije que debía retirarme, pues tenía un evento. Pedí a un criado que trasladara el reloj. Me dijo que antes de irse se aseguraría que lo colocaran bien. Luego de echar un vistazo, observando al reloj colocado al lado de mi ventana, regresó a casa, prometiendo volver al día siguiente.

***

Estaba desayunando aún, con mi padre al lado, cuando cumplió su promesa de volver. Luego de que mi padre le invitara a desayunar y le sirvieran el desayuno, fue que entablamos conversación.

   —Espero que el reloj no le haya perturbado su sueño —dijo él con una sonrisa burlona. Intenté replicar con otra sonrisa, pero es que no podía sacarme de la mente la pesadilla tan escalofriante que tuve. Se lo hice saber, y como toda persona curiosa, me pidió que le narrara detalladamente aquella pesadilla.

LA PRIMERA DE LAS PESADILLAS

Entre dormida y despierta escuché el reloj hacer un sonido por lo que yo creo sería media noche. Apenas sonó la última melodía de la celestial canción, me sumí en el más retorcido de los sueños. Pues, estaba yo, en el mercado del pueblo, entre los leprosos y vagabundos, vistiendo los mismos harapos y descalza en la misma tierra con piedras filosas. Al parecer vendía un producto en el mercado, solo que, a comparación de las demás que veía cargando sus cestas con pan o verduras, yo no traía una. Simplemente estaba quieta en un esquina, cuando un hombre me empujó al interior de una casa vieja, donde supongo que vivía. Caí violentamente en el suelo, tanto que me dolió la cabeza.

Cuentos de Hadas (Vólumen II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora