I. Flor (Parte primera de cinco)

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Hace tres años que Flor Acacia Guerra, hija del gran hacendado Victor Guerra ya no está con nosotros. Su muerte; consecuencia del desmedido orgullo y el capricho, pudo no haber tenido lugar nunca. De haberse evitado la muerte tan temprana de Flor, no me torturaría, ni tampoco me llevaría hacia la locura a causa de la culpa que me atraviesa como la bala que impactó en su suave y femenil torso. Si aquella bala, disparada por su padre, hubiera terminado su trayectoria sin que Flor se interpusiera al percatarse; el muerto sería yo. ¡Cuánto sentimiento de rabia me ahoga ahora mismo de solo pensar que fue su vida arrebatada y no la mía, que ahora solamente sirve para el lamento y guardar un luto eterno!

   A pesar de que la muerte de Flor me haya dejado derrotado, no he de decir que su padre salió triunfal de aquella situación. Sé que al momento de verla en mis brazos mientras huíamos, él prefirió verla muerta antes que conmigo. Sin embargo, también sé que al oír y ver el desastroso desenlace que ocasionó, deseó darle un abrazo por última vez antes de darle sepultura. Pero yo no detuve la carreta ni aunque el cadáver de Flor me provocara el peor de los sustos y me hiciera proferir las tan lastimosas maldiciones que lancé a su familia, a Dios y a mí más que a todos ellos.

   Después de haber andado en la carreta sin un rumbo fijo por horas, pero a sabiendas que estaba a salvo de Victor, me detuve en un pueblo para pedir a un cura que me hiciera el favor de darle una decente despedida. El cura y la gente que salía de la iglesia con su cruz en la frente por miércoles de ceniza se detenían a admirar a Flor. Desde luego que con lo grande que es el mundo, había de haber alguna más bonita que ella, pero para mis ojos, nadie la igualaba. Y al verla tendida en la carreta, rodeada de numerosas personas que suspiraba por la pérdida de una señorita, se me afiguraba que en vez de haber muerto estaba sumida en un sueño celestial con ese aspecto tan puro y pacífico.

   Así fue como Flor Acacia fue enterrada de improviso en un baldío a las afueras del pequeño pueblo. Muchos pueblerinos protestaron del entierro, ya que en ese pueblo por falta de panteón tenían que llevar a sus difuntos a otro pueblo, pero el cura objetó que si yo había llegado con él para pedirle ayuda, fue porque Dios así lo quiso.

   Incapaz de dejar a Flor sola y de separarme de ella en un pueblo con el que no tenía interés en convivir con ellos, construí un cuartito de adobe como casa al lado de su tumba. Adorné la cruz con las flores que cortaba religiosamente todos los días. Comencé a vender materiales de cocina hechos de barro para ganarme la vida. De este modo, comencé a conocer a toda la gente del pueblo, incluida a Paloma, de quien se decía era bruja y tenía por costumbre el contactar a los muertos.

   Pasaron los meses con una sensación de lentitud extrema, llegando el día muertos. Como iba a ser el primer día de muertos para Flor, me dispuse a construir el mejor tapanco que pude crear con palos de mezquite. Llegado el momento coloqué encima de él todo lo que yo pensaba que sería de agrado para mi Flor, sobre todo una diadema de flores que hice con flores que corté del monte.

   Ya se asomaba el prematuro atardecer que se da cuando el clima es frío, cuando recibí la visita de Paloma, que pedía vasos de barro para sus trabajos. Como yo no era partidario de juzgarla como los demás, ella se sentía con la confianza de hablarme de todas los trabajos que realizaba y me consolaba de forma muy extraña y diferente a los demás, diciéndome que si había un mensaje del más allá, ella me lo haría saber. Paloma era una mujer que a duras penas habría de pasar los veinte años, pero sus maneras y vocabulario correspondían al de alguien muy experimentado y conocedor. No sabría si decir que por respeto a mi dolor, ella nunca mencionó a Flor como lo hacían todos sedientos de conocer nuestra historia. Si le hablaba de Flor o no, le daba la misma. Por esta razón me sorprendió cuando antes de marcharse, le enseñé el tapanco tan delicadamente acomodado, dijo de forma natural:

   —Pero dice Flor que estaría mejor si mueve la coronita de flores a la cruz donde está enterrada, porque quiere sentir que los coloridos pétalos están sobre su cabeza.

   Sintiéndome turbado y sin cuestionar, moví la corona cuidadosamente. Volteé a buscar a Paloma para preguntarle si necesitaba hacer algo más, pero ella ya se había marchado.

Llegada la noche, coloqué todas las velas que pude alrededor de su tumba. Estaba casi solo en el pueblo, porque todos habían ido a velar a sus difuntos. Por eso no sentí temor en ponerme a platicar como si alguien me oyera y contestara. Me pasé la noche rezando, cantando y rememorando con los ojos cerrados todos mis recuerdos con Flor. Mi mente la revivió con tanta vehemencia, que sentía que si abría mis ojos ella iba a estar a un lado de mí, tomándome de la mano y sonriéndome.

   Al amanecer, sintiéndome que mi ser desbordaba de soledad, me metí a la casa para dormir un rato antes de ir a la misa, entonces tuve el sueño más bello que atesoraré hasta mi muerte.

   Estaba yo en una iglesia. Nadie estaba en las bancas, con excepción de Paloma y mi madre, quien dejé en Sinaloa antes de huir a Sonora con Flor. El cura era el mismo que el de aquí, pero nos encontrábamos en la iglesia de donde vivía en Sinaloa. Entonces entró Flor con un vestido que no era tradicional de novia, pues en vez de ser completamente blanco era de un tono grisáceo. Tuve la fortuna de presenciar cuando el cura nos nombró marido y mujer, pero cuando terminó de nombrarnos, Flor se me acercó y me dijo dulcemente:

   —Ya me voy, pero no llores por mí, porque no me iré agusto. Ni te pongas triste como si no me fueras a ver nunca, porque yo voy a estar siempre contigo, protegiéndote a ti, a mi mamá y a mi tía... ¡Diles que estoy bien y que las quiero ver calmadas! Adiós...

   A pesar de que en el sueño no hice nada por deterla, desperté al borde de las lágrimas. Me arrepentí de haber fingido que Flor estaba viva, pues nunca había soñado con ella de forma significativa, y si bien el sueño fue maravilloso, prefería que no acudiera a mis sueños.

   Fui a misa, donde la gente notaba el estado de alegría que alcancé por aquel sueño. Era tan poco común en mí el sonreír tanto, que en la calle me encontré a Paloma comentando eso. Paloma vestía el vestido que usó Flor en el sueño de la boda. Era un vestido que nunca había llevado puesto, pues me dijo que apenas lo había comprado.

    —¿Nunca había soñado con ella? —preguntó sin siquiera haberle dicho yo el por qué estaba tan alegre.

   —Sí, pero no eran sueños tan largos y bonitos como este —respondí—, fue como si de verdad nos hubiéramos visto.

   —No hay que pensar que a los muertos y a los vivos nos separa mucho —comentó ella, tras lo cual se despidió.

   Llegué a casa, llevé a la tumba las flores que corté por el camino. Me metí a la casa, sintiéndome menos solo y más pensativo.

Cuentos de Hadas (Vólumen II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora