La familia Palma

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En un rincón de Sonora, México, alrededor de 1900, un rico hacendado de apellido Palma, pidió matrimonio a la hija más bella de una familia índigena. Josefina apenas tenía catorce años, pero fue obligada a casarse con él, aunque su corazón perteneciera a otro pobre índigena como ella.

   Para Josefina, su boda había sido el peor día de su vida, porque por vergüenza y traición, su amado se marchó del pueblo y dejó en claro que no la quería ver nunca más. Esa noticia marcó a Josefina, que estaba decidida a odiar al hacendado que prácticamente la compró. Su odio se desarrolló rápidamente y aumentaba día con día, cuando ella se negaba a comportarse como alguien de mejor posición económica. La golpeaba cuando la miraba incada haciendo tortillas en el comal, abusaba de ella cuando se negaba a ponerse uno de los tantos vestidos que le regalaba. Le daba bofetadas cada vez que ella comenzaba a hablar en su dialecto en vez de español.

   Pero Josefina continuaba sin alejarse de sus orígenes, y estaba segura de transmitírselos al bebé que cargaba en su vientre. Ella odiaba a su bebé, porque era de un hombre al que no amaba y la maltrataba por ser como era. En el momento de dar a luz, no dijo nada porque no quería que el señor Palma llamara a un doctor, ella quería la ayuda de una partera. Se iba a pie hasta su pueblo, en donde suplicaba que la atendieran. Y utilizó esa técnica para dar a luz otras ocho veces.

   El señor Palma se emborrachaba para olvidar los arranques de furia que la hacía pasar Josefina, pues ella no quería a sus hijos, mientras que eran la debilidad de él. La mayor, llamada Paloma ya era una jovencita de doce años, que comenzó a cuidar a sus hermanos desde que su madre creyó que tenía la edad necesaria para hacerlo. Paloma era hermosa, había heredado la belleza que su madre tuvo antes de casarse con el señor Palma. De Paloma seguía Emilio, el mismo nombre de su padre. Emilio heredó el cáracter inflexible y caprichoso de su padre, fue el único hijo que se puso en contra de su madre a su corta edad de once años. Emilio siempre estaba junto a su padre, que lo mimaba y le metía más ideas para odiar más a su madre. De Emilio seguía Genaro, llamado así por el amor que Josefina nunca olvidó. Genaro era sensible, le disgustaba mirar a sus padres divididos. Genaro era tan dulce como Paloma, pero el señor Palma lo reprendía por ser poco varonil y siempre estar ayudando a Paloma. Estos eran los tres mayores de nueve.

   Josefina dejó de hacer quehaceres desde que Paloma tuvo la edad. Cuando Paloma hacía algo más o se le olvidaba hacerlo, se desquitaba con ella por todo el sufrimiento que el señor Palma la hacía pasar cuando llegaba borracho. Tenía la suerte de que Paloma también hablara la lengua mayo, porque Josefina nunca más habló en español desde el día de su boda cuando la obligaron a dar el sí. Lo único que hacía Josefina era entrarse en el desierto, para llorar a gusto sin que ninguno de sus hijos la mirara, porque antes de que naciera su sexto hijo, se enteró de la muerte de su amado Genaro, cuando una víbora le enterró sus colmillos con veneno. Hace tiempo le habían dicho que asistiera a su entierro, pues había algo que le querían entregar de él.

   Genaro se había marchado del desierto, hacia un pueblo lejano, rodeado de cerros y de clima más agradable y húmedo, con un gran río y vegetación verde. Josefina siempre se visualizaba a su lado. Y a sus veintiseis años, decidió abandonarlos a todos de manera definitiva, quería saber qué era lo que la aguardaba detrás de los cerros, porque ya estaba cansada del desierto, o más bien, de las emociones que le despertaba.

   Salió del desierto y entró a la casa, fue recibida por los niños que le decían en mitad español, mitad mayo, que tenían hambre. Como siempre, su marido estaba en las cantinas. Josefina, enojada, fue a buscar a Paloma, que estaba cantando y jugando con su hermano Genaro.

   —¡Paloma, te dije que hicieras la comida!

   Paloma se asustó, porque sabía que eso significaría una paliza de su madre con la vara de árbol de mezquite. Genaro también lo sabía, así que fue corriendo por la vara para romperla en muchas partes. Josefina enmudeció de coraje, como enmudecía el señor Palma cuando estaba a punto de golpearla a ella. Agarró un comal de barro, y lanzando muchas maldiciones a su hija, se lo quebró en la espalda. Anteriormente, cuando Paloma tenía diez años, le había quebrado un palo de escoba, pero Paloma sabía guardar su dolor porque sabía que sería peor, pero cuando su madre le quebró el pesado comal en la espalda, no pudo evitar sollozar y que se le derramaran lágrimas.

Cuentos de Hadas (Vólumen II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora