La segunda daga y el cáliz de la eternidad.

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Jhonatan estaba listo para luchar, aunque le temblaban las piernas al ver la seguridad que tenía Frederick, pues, aunque no parecía tan fuerte físicamente, esa actitud demostraba que no sería fácil vencerlo.
Frederick solo lo miraba y sonreía, Margoth miraba desde lejos y Jhonatan no se decidía a mandar el primer golpe. La mujer se acercó un poco y le dijo a Jhonatan:
• ¿Qué tanto estás esperando, Jhonatan? Ya tienes lo que pedías, empieza. Demuestra lo que eres.
Jhonatan apretó los puños, tomó valentía y lanzó el primer puño tratando de golpear en la cara a su rival, pero Frederick lo esquivó sin problema y además respondió con un golpe en el pecho que lo dejó sin aire. El encuentro era imposible de ganar, Frederick tendría que regalar la victoria para que Jhonatan pudiese ganar, y eso no iba a pasar. Pero el hombre era persistente y no se rendiría, así que se quitó la camisa, en instinto de hombre, y se paró de nuevo tratando de soportar el dolor.
Margoth se sorprendió al ver los pectorales de Jhonatan, era un hombre bastante atractivo y tenía un cuerpo muy bien definido, con músculos grandes. La mujer se saboreó y sonrió de manera picarona, sin que él lo notara.
Jhonatan volvió a intentar golpear, pero de nuevo fue esquivado, con la diferencia de que Frederick esta vez no lo golpeó.
• Jhonatan – le dijo Frederick –, ya vete de aquí. Huye, no insistas más. Nunca podrás ganarme.
Pero Frederick decía esto porque el día ya se estaba acercando, y con el primer rayo del sol Jhonatan ganaría, y habría pasado la prueba.
• No me iré – respondió Jhonatan con enojo y agitación –, resistiré lo que sea necesario.
Frederick se molestó mucho con esto, y se lanzó contra Jhonatan, golpeándolo en todo el cuerpo, sin que él pudiese defenderse, causándole varias heridas y haciéndolo sangrar incluso. Jhonatan cayó al suelo, sentía todos sus huesos destrozados, no podía moverse; Frederick lo agarró del cabello y lo levantó, y mirándolo le dijo con voz demoniaca:
• Lárgate de aquí, o te mataré.
Por los pectorales de Jhonatan rodaba una gota de sangre, sus ojos llenos de lágrimas miraban fijamente a Frederick, con el mayor odio que una mirada podría expresar. La cabeza de Jhonatan estaba hirviendo, y una vena brotada en su frente temblaba mientras seguía derramando sangre desde el costado de su ceja derecha; su gesto era de odio, su alma estaba llena de miedo, pero su corazón seguía firme en luchar por aquello que se le prometió.
Frederick, al ver que no cedía, se alejó y se paró en la entrada de la cueva, y desde allí le dijo:
• No vale la pena perder más mi tiempo contigo.
Se fue, y toda la cueva se iluminó como si fuese el mediodía, dejando ver a Jhonatan todas las heridas y marcas de su cuerpo adolorido, y la mujer que aún seguía ahí, observándolo. El corazón bajó el ritmo, y los latidos eran lentos y fuertes, como golpes en el pecho; sus oídos se cerraban y parecía que sus ojos estuvieran llenos de fuego, pues ardían demasiado. Jhonatan no podía moverse, estaba tratando de mantenerse y no caer, con la única fuerza que le quedaba, la de voluntad.
Margoth se acercó y levantó su rostro, poniéndole la mano en la barbilla. Lo miró y suavemente se acercó a sus labios para darle un beso, pero cuando los labios de ambos rozaron, el piso empezó a arder en llamas, con un fuego intenso e incontrolable, y un calor insoportable que hacían a Jhonatan gritar del dolor. El sufrimiento no acababa, y Margoth empezaba a decirle:
• Vete; huye; salva tu vida.
Pero Jhonatan a pesar del dolor no se rendía. Esto impresionaba a Margoth y a Frederick, pues nunca habían visto algo así en un mortal.
Ya la noche estaba por terminar, y la mañana cada vez se acercaba más. Frederick decidió usar su última estrategia para hacer que Jhonatan perdiera y saliera del lugar antes de tiempo; es decir, antes de que amaneciera. Jhonatan sentía su piel derretirse y en su carne un ardor infernal, pero se aferraba a las ganas de ver la recompensa que el anciano le había prometido.
• ¡Es todo! – dijo Margoth en tono airado – No te rindes nunca.
El fuego se apagó y toda herida de su cuerpo se esfumó, y la mujer que estaba frente a él se desvaneció frente a sus ojos. Jhonatan no entendía nada, se sentía agotado mentalmente y su cabeza palpitaba por el estrés que le habían causado cada una de estas situaciones.
Cuando Jhonatan trató de levantarse del suelo donde estaba tirado, vio al anciano parado en la salida de la cueva, quien con señas le pedía acercarse. El hombre estaba pidiéndole a Jhonatan que saliera de la cueva, pero él no confiaba, así que no se movía del lugar donde estaba parado. El hombre no dejaba de hacer señas, y cada vez más insistente lo llamaba para que saliera, pero Jhonatan no se movía ni medio centímetro. Hasta que llegó el primer rayo de luz de la mañana, y con él, el fin de la lucha por esa promesa tan ansiada.
El anciano en la puerta comenzó a desfigurarse y transformarse en Frederick, mientras la luz del sol naciente empezaba a iluminar toda la cueva. La noche había culminado al fin, Jhonatan ya no soportaba más, su cabeza se sentía como oprimida por un peso descomunal, como si su cráneo estuviese quebrantándose. Frederick lo miró fijamente a los ojos y comenzó a aplaudir mientras sonreía.
• ¡Felicidades! – le dijo – Eres un hombre impresionante, sin duda.
Jhonatan iba a responder, pero su nariz comenzó a sangrar, y ya sin fuerzas, se desmayó. Frederick se acercó y puso su mano sobre la cabeza de Jhonatan, y al instante todas las heridas y dolores fueron quitados, haciéndole volver en sí, como si todo lo ocurrido no hubiese sucedido, como si de un sueño se tratase.
Confundido, Jhonatan preguntó:
• ¿Ahora qué va a suceder?
• Lo has logrado – le respondió Frederick –, y ahora obtendrás tu recompensa.
Frederick volvió a desaparecer de repente, y atrás de su espalda, Jhonatan escuchó unos aplausos y la voz del anciano diciendo:
• En verdad eres un hombre admirable, me has sorprendido incluso a mí.
• ¿¡Quién es usted!? – dijo Jhonatan con miedo al verlo.
• Mi nombre es Igmeo, dios de los sufrimientos y príncipe de los demonios, el rey de la eterna tortura.
Jhonatan lo miró a los ojos, y temblando con temor le dijo:
• ¿Y qué harás conmigo?
El hombre tomó una vara de madera y golpeó una roca junto a una de las paredes de la cueva, la cual al romperse hizo abrir una puerta en la pared, que tenía un metro de alto y un metro de ancho. Igmeo dijo a Jhonatan:
• ¡Entra! Ahí está tu recompensa.
Jhonatan entró a gatas por aquella puerta, y detrás de esa pared encontró un lugar lleno de oro y tesoros hermosos, y sobre todo eso, una copa que brillaba como luz de mediodía. Esta era el cáliz de la eternidad, una copa que servía para diferentes cosas, pero la que le daba su nombre era la principal de todas. Beber agua bendita en este cáliz proporcionaba inmortalidad a la persona que lo hiciera, convirtiéndolo en un ser inmortal como los ángeles y demonios.
Jhonatan se acercó a ella, y cuando la tomó en sus manos, Igmeo reapareció frente a él, con una daga dorada en la mano derecha, diciendo:
• Por cuanto has resistido a todos los sufrimientos, aun sintiendo que por el dolor estabas al borde de la locura, yo te recompenso hoy con lo más valioso que podría tener un mortal, el cáliz de la eternidad. Mientras tengas esta copa junto a ti, nadie podrá hacerte daño alguno, y tendrás acceso a todos los tesoros que están escondidos en las montañas.
• De acuerdo – respondió Jhonatan, con la frialdad más inapropiada para el momento.
• No parece alegrarte mi regalo, ¿acaso no quieres riquezas?
• Sí – respondió Jhonatan mirando a Igmeo a los ojos –, pero sé que nada de esto es gratis. ¿Qué quieres de mí a cambio? ¿O solo estás ilusionándome, para después matarme con esa daga que traes ahí?
• ¡Vaya! De verdad me sorprendes cada vez más, Jhonatan. Esta daga es un regalo para ti, es un arma que te hará ganar cualquier enfrentamiento, sin importar el rival o las armas que tenga, pues mientras la tengas no podrán hacerte daño, en cambio tú podrás matar a tus enemigos sin mucho esfuerzo. Solo te pediré algo a cambio.
• ¿Mi alma?
• No – dijo Igmeo riéndose –, quiero que mates a unas cuantas personas. Los inmortales no pueden matar mortales, es por eso que te busqué a ti, pues sé que tú me puedes ayudar en esto.
• ¿Por qué yo? – preguntó.
Igmeo sonrió con malicia y entregándole la daga le dijo:
• Mis tiempos son perfectos, no cuestiones mis decisiones, y vivirás feliz bajo mi cuidado.
Soltó una carcajada y desapareció.
Jhonatan tomó algunas cosas, entre ellas la copa y la daga, y salió de la cueva. Vio el amanecer que empezaba a iluminar Waitabo, y se sentó a pensar qué hacer, pues ahora tenía un poder muy grande en sus manos, pero también una responsabilidad por cumplir. Igmeo no le había dicho aún a quién debía matar, pero Jhonatan ya se sentía comprometido con eso.
Jacob, mientras tanto, estaba en su catedral arreglando algunas cosas para la fiesta de aniversario de la ciudad de Waitabo, que se celebraría solo unas semanas después. La fiesta era algo especial, pues la ciudad cumplía cuatrocientos años desde su fundación.
La fiesta del cuarto centenario de Waitabo era algo demasiado especial para los ciudadanos, una costumbre de cada cien años debía ser muy representativa y significativa, además que en esta ocasión se festejaría durante una semana completa y se daría apertura a varios templos, varias escuelas y universidades, bibliotecas, algunos hospitales, dos prisiones, un manicomio y un orfanato. La ciudad estaba teniendo un crecimiento impresionante para la época, y querían que todas estas cosas se inauguraran en esa semana para que fuera una fecha demasiado especial y para el recuerdo.
Jacob había decidido invitar a las ciudades aledañas, para que todo el que quisiera ser parte del festejo pudiera asistir sin ningún problema, y también para que la fiesta fuese más grande. Todos los ciudadanos estaban felices, Waitabo era cada vez una ciudad más avanzada y menos arraigada a la opresión de la iglesia, aunque esta aún tenía el poder.
Aunque Jacob aún estaba muy enojado con Sánchez por la muerte de su hermano, confiaba en que ya no lo volvería a ver, así que prefería dejar a un lado la tristeza. También, Jacob hizo que a su familia se le diera una nueva casa, un poco mejor que la que tenían, y aunque no había una relación normal de familia con ellos, todo estaba bien, sin dolor ni rencor alguno.
Los hermanos de Jacob ya tenían sus vidas en diferentes lugares, solo uno se había quedado en Waitabo, y se dedicaba a la cacería de venados.
Anthony Miller era su nombre; ya era un hombre casado y con un par de hijos, a pesar de que solo era dos años mayor que Jacob. A él no le agradaba para nada Jacob, casi que lo odiaba, pues sentía que era injusto que su hermano menor tuviera tanto poder, mientras él era un simple cazador de venados.
Waitabo era una ciudad muy grande ya, pero se seguía expandiendo de manera acelerada, al punto de estar cerca de tragarse al pueblo más cercano.
Jacob no había tenido ningún problema de gran importancia desde aquella vez en que vio a Sánchez marcharse, ni tampoco volvió a saber de Frederick en todo ese tiempo. Estaba tranquilo, tan tranquilo que guardó su daga y mandó a los soldados a bajar la guardia un poco, pues no veía necesario seguir firmes esperando el ataque de una banda que se había disuelto entre el bosque.
Pero lo que nadie sabía era que todo era un plan de Igmeo y Frederick, pues querían formar una locura colectiva en la ciudad, y por eso le dieron a Jhonatan la daga, la misma que alguna vez tuvo Jorge. Eran las dos dagas de poder, solo esas existían en el mundo, y no podían derrotarse la una a la otra, siempre tenía que haber algo que influyera para que uno de los portadores tuviera superioridad sobre el otro, como la tuvo Jacob contra Jorge gracias a Frederick.
Jhonatan regresó a casa, esperando a que le dijeran cuales eran las personas que debía matar. No le gustaba mucho la idea, pero sabía que no tendría muchas opciones después de lo que vivió. Llevaba su carreta llena de oro y su corazón lleno de dudas, comprendiendo así que la felicidad no siempre está en la cantidad de bienes que se poseen, sino en la tranquilidad que estos te proporcionan o te quitan.
Llegó a casa y vio a su esposa sentada en el borde de su cama, llorando, con un cigarro encendido en su mano temblorosa.
• ¿Por qué lloras? – le preguntó, mientras se sentaba junto a ella.
• Es este vicio, me está matando y me consume toda la felicidad.
• ¡Déjalo entonces! No estás obligada a seguir fumando.
• Tú no lo entiendes – le dijo ella –. Esto es más fuerte que yo, por eso estoy llorando así. Yo pensé que era fuerte, una chica valiente como dijiste alguna vez que era, yo te creí… y mírame ahora. Doy asco.
Jhonatan no sabía que decir, estaba confundido en cuanto a los sentimientos, y todos los problemas que tenía en la cabeza le dificultaban la razón para poder reaccionar correctamente ante la situación, así que solo dijo:
• Te amo, y sé que eres la misma chica de la cual me enamoré.
Ella dejó caer el cigarrillo y lo pisó para apagarlo, se puso las dos manos en la cara, los codos sobre las rodillas y se soltó en un llanto desconsolado. Él la miró, y ante la falta de ideas solo pudo abrazarla por los hombros y escucharla llorar.
Así pasó un rato, hasta que ella se cansó y se quedó dormida, él se quedó sentado al borde de la cama y se le escapó una lágrima mientras miraba al techo. Su corazón llevaba mucho tiempo sin sentirse así, sin sentir el dolor de no poder ayudar a la persona que tienes al lado, el dolor de amar.
Pasaron un par de días, Jhonatan le contó todo lo sucedido a Dalila, y ella le creyó, aunque con algunas dudas. Él la ayudó a dejar el cigarrillo, se deshizo de todos los que había en casa, y se quedó cuidándola todo el tiempo. Todo parecía marchar muy bien, hasta que llegó el momento de cumplir con su misión.
Llegaba la noche y Jhonatan se preparaba para ir a dormir, cuando sintió que en el techo de su casa alguien caminaba. Salió para verificar que todo estuviera bien, y ahí se encontró con Frederick. Él recordó inmediatamente todo lo que había pasado en aquella noche y sintió miedo, pero no pudo salir corriendo, su cuerpo estaba totalmente inmóvil.
• No te asustes, Jhonatan – dijo Frederick mientras miraba la luna –. Yo no vengo a torturarte, vengo a darte una noticia.
• ¿Una noticia? – cuestionó confundido Jhonatan – ¿Cuál noticia?
• En realidad, son dos noticias, una buena y otra no tanto. La buena, que tu esposa está embarazada al fin, como tanto habías querido.
• ¿Y la otra?
Frederick lo miró y sonrió, y detrás de Jhonatan apareció Igmeo, quien le puso la mano en el hombro y le dijo con una sonrisa en su rostro, sonrisa de maldad:
• Que ya tengo lista tu misión. Pero primero te diré lo que debes y lo que no debes hacer.
Jhonatan tragó saliva, y escuchó lo que Igmeo le decía.
• Te daré una hoja con los nombres de las personas que debes matar, pero deberás llevar sus cadáveres a la estatua del crucificado que está en Santa Mónica. Si no los llevas allí, tu misión no estará completa, y si no completas la misión, serás condenado a la tortura eterna. La daga que te di te ayudará a matar a las personas, y mientras tengas la copa cerca, nada podrá hacerte daño. Si bebes agua bendita en la copa, te convertirás irreversiblemente en un inmortal, como Frederick y como yo, pero no lo hagas hasta matar a esas personas, porque recuerda que ningún inmortal puede matar a un mortal.
Jhonatan solo miraba a Igmeo, no pronunciaba palabra alguna ante todo lo que le estaban ordenando. Igmeo le dio un papel y le dijo para terminar:
• Sé fuerte Jhonatan. Eres tú o ellos.
Luego de haber dicho esto desapareció, y Jhonatan se despertó en su cama con un dolor de cabeza muy fuerte, al lado de su esposa. Parecía un sueño, pero viéndose la mano izquierda se dio cuenta que la palma de su mano se había tornado del color del papel que Igmeo le entregó, y en ella tenía escritos los nombres de las tres personas que debía matar. Al leer su mano sintió una gran amargura, y no pudo evitar llorar al sentir que debía hacerlo, por mucho que le doliera.

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