Cruz de cabezas.

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No pudieron dormir esa noche, se quedaron ahí mirando al cielo durante toda la noche, fumando uno que otro cigarrillo. Cuando llegó la mañana, con la primera luz del día, se despertó el hombre que conducía el camión de Monchi, listo para irse.
• Padre Jacob, ¿va a ir a ver a su hermano? – le preguntó.
Jacob sin hablar subió al camión.
Emiliano se quedó con su familia, se despidieron y Jacob inició su viaje. En su mente había una enorme confusión, no sabía si era real lo que había visto la noche anterior o si tan solo había sido una alucinación.
En Waitabo, entre tanto, la guerra empezaba a cobrar sus primeras víctimas. Los soldados que estaban de parte de la iglesia eran despiadados, acribillaban a cualquiera que pareciera sospechoso, sin ningún remordimiento. La orden de Mario había sido clara, matar a cualquier miembro de la banda, y al ser tan difícil reconocerlos, los soldados mataban a quien consideraran como un posible criminal.
Julieta había sido capturada por el soldado infiltrado, quien la tenía encerrada en una casa abandonada, amarrada a una silla. La pobre estaba ahí sola, con los insectos caminando sobre ella y su boca sellada con un trapo sucio, impidiéndole gritar. No tenía fuerzas, ya que el hombre la había golpeado en brazos, piernas y rostro, dejándola muy lastimada.
Sánchez por su parte estaba bastante molesto porque sus hombres estaban intranquilos, él tenía un plan, pero ellos querían salir a matar gente y enfrentar a los soldados. En eso entró el soldado que había capturado a Julieta, venía animado creyendo que a Sánchez le iba a complacer la noticia de la captura de esta chica. No podía estar más equivocado.
Cuando Sánchez escuchó eso se empezó a reír, con una risa fingida, y se acercó a él. Sacó un pequeño revólver de su abrigo y apuntándole en la frente le dijo:
• No me gusta que desobedezcan mis órdenes.
Le disparó y lo mató, y con eso dio advertencia a los demás, no se debía desobedecer a lo que él mandaba.
Mario también estaba nervioso, pero no podía rendirse, sentía que sería una humillación muy grande para su reputación si se rendía. No sabía qué hacer, sabía que mucha gente inocente estaba muriendo por su culpa, y todo por el odio que sentía por Sánchez.
Se le ocurrió que sería una buena idea decirle a un soldado que tratara de acercarse y pedir una conversación con Sánchez. Mario sabía que si acababa con Sánchez todo se calmaría, su intención no era hacer las pases con él.
Para los soldados sería fácil acercarse a la banda, si esta se lo permitía, pues aún no estaban atacando a nadie. Los soldados estaban disparando a lo loco, como si estuvieran peleando con ellos mismos o con personas inocentes. La estrategia era ir por las calles anunciando que querían hacer una tregua, que querían arreglar las cosas, y si alguien de la banda los escuchaba se encargaría de hacerlo llegar a oídos de Sánchez.
Dicho y hecho, así sucedió. Un hombre de la banda escuchó esto y se lo hizo saber a otro, luego ese a otro, y así en cadena hasta llegar a Sánchez. Él, al escuchar esto, mandó a sus hombres a preparar rifles y espadas, pidió a uno de los más débiles de la banda a responder afirmativamente a la propuesta de los militares y dijo a sus hombres:
• El momento ha llegado, traeremos las cabezas de esos hijos de perra.
Sánchez no era tonto, sabía que esto solo podía significar una cosa, una estrategia mal pensada y demasiado ingenua.
Cuando los soldados recibieron la respuesta, tan rápido como pudieron la hicieron llegar a Mario, quien ingenuamente creyó que todo le estaba saliendo bien. Fue y se reunió con los demás sacerdotes y el cardenal, y les contó su plan con gran regocijo. Celebraron juntos y mandaron a los soldados a informar el sitio de encuentro a la banda.
El sitio elegido fue la catedral “San Pedro de Silicio”, la cuál estaba llena de armas de defensa, de la cuál el sacerdote encargado era Jhonatan Casablanca.
Jhonatan era un hombre de veintiocho años, inteligente y muy bueno para el combate a espadas. Un hombre alto, con cabello corto, negro y un poco rizado, tez blanca y ojos color azul marino; sus pestañas eran largas, su nariz delgada, su boca pequeña, sus labios rosados y su mentón un poco definido; musculoso, con cuello grueso y piernas anchas y bien tonificadas. Era un hombre bastante atractivo, se cuidaba y se ejercitaba bien.
En la ciudad lo conocían como “el padre raro” por su forma extraña de ser, ya que en ese tiempo era muy raro ver a un hombre que se cuidara tanto como él lo hacía.
Sánchez salió con sus hombres hacia el lugar de encuentro, junto a él iban hombres que habían luchado en diferentes guerras, asesinos de sangre fría. Él no le temía a la muerte, también eso era un dato muy importante a tener en cuenta cuando se habla de él y de la forma en que se arriesgaba. Antes de ir, ya Sánchez había preparado el plan, contactó a unos campesinos expertos en cacería que estaban en desacuerdo con el régimen de los sacerdotes.
Estos hombres, con arco y flecha, rodearon toda la catedral y descubrieron hasta el más mínimo agujero por donde pudieran atacar. Eran bastante sigilosos y ágiles, entrenados para matar sin dejar mayor huella.
En camión llegaron a la catedral los de la banda, la tensión era demasiada y el ambiente se sentía pesado. Un silencio se apoderó de todo Waitabo en ese momento, y jamás se había sentido tanto miedo en el barrio de Silicio, donde estaban ellos. Las personas que vivían cerca se arrodillaban y rezaban a su dios, sabían el peligro que corrían estando cerca y solo quedaba tener fe en esa imagen de amor que les habían vendido a punta de represión.
Pero Mario tuvo un extraño presentimiento justo antes de que llegaran los “Wakayos” a la catedral, sintió el peligro y frenó a Jhonatan diciéndole:
• Espera, estos hombres nos mataran si entramos ahí con ellos.
Jhonatan se detuvo y lo miró a los ojos, descubrió en él ese sentimiento real de miedo y le dijo:
• No te preocupes, todo va a salir bien.
Mario Vercelli no era de ignorar esa clase de presentimientos, pero era su amigo de siempre quien lo estaba tratando de tranquilizar. Hizo lo peor que puede hacer un hombre, confiar la espalda a otro.
La charla dio inicio en el salón de comidas, y por las paredes se colaban disimuladamente los cazadores. Era tanta la habilidad de estos hombres que nadie se percató cuando entraron, y por eso nadie los detuvo; ya estaban en posición y disposición para empezar la matanza.
Jacob llegó a Flora Hermosa, y fue a visitar a su hermano en la casa donde lo tenían. Monchi lo vio llegar y sin saludarlo le preguntó:
• Inicié una disputa, ¿verdad?
• Sí – respondió Jacob –, al parecer creen que eres parte de esa banda.
Monchi agachó su cabeza y se quedó callado.
• ¿Qué pasa? – cuestionó Jacob – ¿Es verdad eso que dicen de ti?
• Sí – respondió con amargura Monchi.
• ¿Por qué no me lo habías dicho?
Monchi levantó la mirada y lo vio fijamente a los ojos, se levantó de donde estaba y se acercó a él, le puso la mano en el hombro cerca al cuello y en tono melancólico y dolido le dijo:
• No te conocía, hermanito, pero te amo y no dejaría que te pase algo por mi culpa.
Dicho esto le hizo presión en un punto exacto, dejando a Jacob inconsciente. Lo agarró y lo abrazó para no dejarlo caer fuerte contra el piso, y lo acomodó en un lugar seguro. Tomó sus cosas y llorando se fue del pueblo en su camión rumbo a Waitabo.
Monchi conducía con los ojos empapados de lágrimas, sabía que lo que había provocado podría traer problemas a su hermanito menor, y lo peor era que él era el encargado de matarlo, pero el amor fraternal a veces es más fuerte que la frialdad del alma. Monchi tenía una historia que no contó a Jacob, y era que él había llegado a la catedral con la misión de matar a su hermano, ya que Sánchez lo consideraba la mayor amenaza dentro de la iglesia.
Monchi no sabía que el joven del que se hablaba era su hermano, pero al verlo lo reconoció y ya no tuvo la fuerza y coraje suficiente para hacerlo. Sánchez por su parte creía que Monchi había hecho bien su trabajo, viendo que el chico no estaba en la reunión con los sacerdotes.
La charla se desarrollaba mientras tanto entre Sánchez y el cardenal cuando empezaron a caer los soldados que protegían a los religiosos, tan silenciosa y rápidamente que nadie se daba cuenta. Sin embargo, Jhonatan logró ver la sombra de uno de los cazadores, percatándose del plan que se estaba llevando a cabo, así que se paró y dijo:
• Disculpen, debo ir al baño.
Detrás de él salió también Frank, diciendo:
• Lo siento, no me siento bien, también debo ir.
Sánchez supo que Jhonatan y Frank se habían enterado de lo que pasaba, pero no podía detenerlos, si lo hacía parecería sospechoso y los demás se darían cuenta. La tensión aumentó para el líder de la banda, no sabía qué hacer.
Lo que nadie se imaginaba es que, en vez de crear un contraataque, Jhonatan y Frank salieron sin que nadie se diera cuenta de la catedral, atravesando una casa vecina. Huyeron de ahí.
Los cazadores acabaron uno a uno con todos los soldados que estaban fuera de la sala donde se llevaba a cabo la conversación, y se acomodaron en lugares exactos para matar a los que quedaban adentro.
Mario Vercelli dijo a Sánchez:
• ¿Estás listo para sujetarte?
• ¿¡Sujetarme¡? – respondió él riéndose.
• Sí, si es que quieres vivir. No sea que tengamos que obligarte.
Cuando dijo esto entraron las flechas y con una exactitud inigualable mataron a los soldados defensores que había ahí, quedando solo los sacerdotes y el cardenal.
• ¿¡Qué mierda está pasando!? – dijo asustado el cardenal Ferreira.
• No me crean tan estúpido, yo sé que esto era una trampa. No son tan inteligentes como pensé.
Ferreira se paró apresurado, intentando huir, pero uno de los hombres de confianza de Sánchez le disparó en la espalda, dejándolo mal herido en el suelo, desangrándose.
Sánchez se paró y dijo a sus hombres:
• Tráiganme sus cabezas como trofeos, anunciaremos a la ciudad la libertad de estos malditos.
Salió de la sala y se fue a sentar frente al altar, justo frente a la más grande estatua del cristo crucificado. Sonrió y dijo mientras miraba la estatua:
• Han usado mal tu nombre, se aprovechan de tu nombre para complacer sus deseos, su pasión y sus otros pecados. Que suerte que me hiciste ser un ángel justiciero, ¿¡eh!?
Soltó una carcajada y sacó un cigarro, lo encendió y comenzó a fumar.
Dentro de la sala, los hombres de la banda habían amarrado a los tres religiosos, y los tenían de rodillas viéndose entre sí. Cada uno tenía un hombre atrás, y todos hacían lo mismo al mismo tiempo, para que así los tres sufrieran lo mismo.
Monchi llegó a la casa donde siempre se encontraba con la banda, pero solo había un hombre cuidando. Este le dijo lo que estaba sucediendo y le informó la ubicación de Sánchez y los demás.
Él estaba dispuesto a morir, pero quería enfrentar a Sánchez y dejarle claro que ya no le serviría fiel como lo venía haciendo hasta ahora.
Jacob despertó y vio que su hermano no estaba por ningún lado, y con preocupación preguntó a los que estaban ahí:
• ¿Dónde está mi hermano?
Cuando le contaron lo que pasó se enojó y salió a buscar una carreta o un caballo, iría a buscar a su hermano, aunque no supiera donde.
En la catedral de “San Pedro de Silicio” los sacerdotes se empezaban a despedir, estaban a punto de ser asesinados, y la espera era parte de la tortura. Sánchez iba a entrar de nuevo a la sala para ver como torturaban a los que se encargaban de torturar a la gente, pero vio a un niño pequeño escondido en el confesionario, temblando y llorando.
Era raro para él ver a un niño en un confesionario, normalmente los tenían guardados mientras crecían y se convertían en aprendices de sacerdote, así que se acercó para ver que hacía el pequeño ahí. El niño se asustó al verlo y llorando le decía:
• Por favor, no me haga daño.
Sánchez le aseguró que no le haría nada, pero también le pidió que le contara el motivo de que estuviese ahí. Cuando el niño le contó lo que pasaba dentro de las catedrales, todo lo que hacían los sacerdotes con los niños, Sánchez se llenó de enojo y fue a la sala donde estaban los desgraciados.
Sánchez sabía que recolectaban niños, pero no se imaginaba lo que les hacían ahí adentro. Cualquier persona con cordura sentiría mucha rabia por una cosa así, y por eso Sánchez lleno de mucha rabia entró a la sala y dirigiéndose a Ferreira le dijo:
• Eres un maldito enfermo.
Le dio un golpe fuerte directo a la nariz y una patada en el rostro, lo agarró del cabello y le dijo:
• Siempre supe que eras una mierda, pero no me imaginé que fueras capaz de tocar a un niño y hacer lo que has hecho a estas inocentes criaturas.
Con una sonrisa malvada y como si se sintiera orgulloso, lo miró y le respondió:
• Mátame ahora, porque si no lo haré otra vez.
Sánchez se paró y dijo a sus hombres:
• Cuélguenlos en el templo, que mueran en el mismo lugar donde engañaron a la gente durante tanto tiempo.
Los sacerdotes pensaron que morirían ahorcados, pero no era ese el plan. Fueron llevados arrastrados por el piso de piedra hasta el templo, luego les amarraron de los pies y los colgaron con la cabeza hacia abajo, y ahí le enterraron a cada uno una daga en un costado del abdomen. 
El dolor que causa estar de cabeza, con las manos atadas y una daga clavada en un costado no eran semejantes a las desgracias que habían provocado estos sujetos. Sánchez dio orden a algunos de sus hombres de llevar a los niños a sus casas y se quedó con otros buscando la sala de tortura, donde se solía castigar a los pecadores.
En el momento en que estaban sacando a los niños, llegó Monchi a la catedral.
Era una tarde fría, el cielo gris se preparaba para una tormenta, cada segundo en Waitabo era lleno de tensión. Monchi se quedó a una distancia considerable esperando a que los camiones con los niños se fueran, para así entrar a hablar con Sánchez.
Jacob por su parte iba de camino a Waitabo en un caballo, ya que no encontró alguien con carroza y los ferrocarriles no estaban pasando por la ciudad. Iba tan rápido como podía, pero estaba muy lejos y la tormenta cada vez estaba más cerca.
En el corazón de Monchi había miedo, sentía el latir en su pecho como si fueran golpes desde adentro; por su cuerpo recorría la tensión y se sentía una presión constante en sus venas, como si su sangre no fluyera con normalidad. Era miedo puro, de ese que solo se siente cuando se sabe que estás a punto de morir.
Cuando los hombres de los camiones se fueron y dejaron libre la entrada, con la valentía más estúpida del mundo se acercó; el momento de morir estaba cerca, y en su rostro empezó a sentir la presión como un coagulo de sangre detrás de su nariz y ojos. Entró por la puerta principal y desde que entró pudo notar a los tres hombres colgados y a los de la banda rodeándolos.
Monchi se escondió tras una columna y se quedó viendo lo que pasaba, sabía que entrar de sorpresa no era inteligente y solo haría que su muerte llegara más rápido. Después de unos segundos vio entrar por detrás del altar a unos hombres con una gran máquina de tortura, y detrás otros con una maquina distinta.
Ubicaron las máquinas de tortura frente a la gran estatua, luego de eso entró Sánchez y se acomodó en el atril, mientras todos los demás se formaron como si se tratase de una misa. Sánchez tomó la copa de vino y la levantó diciendo a gran voz:
• Estos hombres nos han enseñado que al pecador hay que castigarle, pero han organizado los pecados en un orden de importancia y gravedad. No todos los pecados merecen muerte, y hay ocasiones en que se precisa el perdón.
Todos los hombres celebraban las palabras de su líder, mientras él seguía diciendo:
• Nos han prohibido leer sus escrituras, y nos han querido someter a lo que ellos dicen, pero sin dar pruebas de realidad. Hay un dios al que le entregan sacrificio de pecadores, y es el dios en el que nos han hecho creer.
Giró y levantó la copa ante la estatua, y sonriendo dijo:
• He aquí, señor crucificado, te entregamos a estos pecadores que han manchado tu nombre, y te han utilizado como justificante a sus vejámenes y aberraciones. Hoy esto, va por ti.
Bajó del atril y se dirigió donde los sacerdotes colgados, con su copa medio llena de vino la puso bajo la herida de cada uno y dejó caer dentro de ella una gota de sangre de cada hombre, lo bebió y dijo a sus hombres:
• Ya saben que hacer, no esperen más.
Los torturadores tomaron un cuchillo cada uno y arrancaron los pantalones de los colgados, dejándolos con el pene a la vista. Tomaron los penes y desde el orificio del ano empezaron a cortar lentamente, mientras los gritos de dolor retumbaban en coro por toda la catedral. Iban cortando desde ahí, pasando por los testículos y luego cortando el pene, hasta dejarlo partido en dos.
Las lágrimas y la sangre inundaban el piso bajo ellos, el dolor era insoportable y solo estaban deseando morir. Uno de los torturadores se acercó al oído de Mario y entre lágrimas le dijo:
• Yo también fui un niño, yo también vine a una catedral, yo también fui ultrajado por ustedes, también lloré y sufrí por causa suya. No me pidan piedad, porque nunca me la dieron.
Cuando terminaron de cortarles los soltaron y los dejaron caer al piso, golpeándose la cabeza contra el suelo que estaba lleno de sus lágrimas y sangre. Tomaron a Mario y lo llevaron a una de las máquinas, la cual consistía en un par de poleas que se encargaban de halar de un par de cuerdas, una que sujetaba las manos y otra los pies de la víctima, pero con la fuerza suficiente como para partir el cuerpo en dos.
En la otra maquina ubicaron a Emmanuel. Esta era como una pirámide, en la cual una cuerda sujetaba desde arriba al hombre y otras dos cuerdas lo bajaban de piernas abiertas sobre la punta de la pirámide, haciendo con esto que el cuerpo se fuera abriendo desde su ano.
Al cardenal lo llevaron a una de las cruces de madera que había en el templo, y con clavos viejos y oxidados lo clavaron de manos y pies, y luego lo pusieron de cabeza, una cruz al revés que por el peso del cuerpo lo haría ir cediendo ante los clavos. Para que no se cayera al suelo lo amarraron con sogas de cada brazo y de pies juntos.
Se acomodaron todos los hombres de la banda y al mismo tiempo pusieron en funcionamiento las máquinas de tortura. El cuerpo de Mario se desgarraba en el torso, los músculos separándose lo hacían bramar con alaridos desgarradores, era la prueba para ellos de lo que habían dado durante tanto tiempo. Emmanuel fue abierto de piernas y terminó sufriendo el quebrantamiento de sus huesos y el dolor como de un parto multiplicado, porque sus piernas no dejaban de separarse y abrir su cuerpo.
Los gritos hacían eco en las paredes, el templo aumentaba el quejido de dolor de estos hombres, y Ferreira, crucificado de cabeza, se ahogaba entre las lágrimas y sangre mientras sufría viendo esto. No sufría por ver a otras personas ser torturadas, él había fomentado la tortura durante muchos años; sufría de saber que estaba pronto a morir y que, aunque ya estaba sufriendo, sufriría más.
Sus ojos se nublaron por la sangre, estar de cabeza es una muerte lenta, además de estar desangrándose por las heridas que le habían hecho. Estaba cerca a perder la conciencia, cuando se acercaron a él un par de hombres y le acostaron para que quedara mirando al techo.
• ¿Quieres vivir un poco más? – le preguntó uno de ellos.
Él, con la fuerza que le quedaba respondió:
• Sí, por favor.
El hombre tomó un cuchillo y lo puso en el cuello de Ferreira, se acercó a su oído y le susurró:
• Entonces lo haremos lento, para que vivas un poco más.
Empezó a cortar su cuello lentamente, mientras a chorros salía la sangre y salpicaban todo. El cardenal Ferreira vivió y sufrió la tortura, hasta que su corazón se detuvo de tanto dolor.
Con espadas cortaron las tres cabezas, tomaron una cruz de palo que había en el patio de la catedral y las clavaron, una a la punta y las otras a los lados del palo que cruzaba. Monchi estaba aterrorizado de la crueldad y frialdad con que habían hecho eso.
Sánchez ordenó llevar la cruz de las cabezas a la plaza principal, donde la pondrían como anuncio de que ellos no temían a nadie y de que estaba cerca el final de la cruel autoridad de la iglesia.
Monchi asustado quiso salir corriendo, sabía que corría un gran peligro, pero no pudo huir.
Cuando quiso salir de la catedral fue visto por Sánchez, quien lo llamó y lo saludó dándole un abrazo. Sánchez pensaba que Monchi había matado al joven Jacob, así que estaba feliz de verle ahí, según él, obedeciendo sus órdenes.
Cuando Sánchez le vio el brazo vendado a Monchi le preguntó:
• ¿Fue difícil acabar con él?
• Sí – respondió Monchi, sabiendo que no había podido –, fue muy difícil.
Sánchez le dijo que le recompensaría por su trabajo, pero también le advirtió que aún no se podría, ya que aún faltaban otros cuatro sacerdotes (sin contar a Jacob) por derribar. La ciudad de Waitabo tenía ocho catedrales principales, seis de ellas dirigidas por sacerdotes, una por el cardenal y una por el obispo Danosio. Él contaba como muerto a Jacob, por eso sus cálculos decían que faltaban solo cuatro.
Los hombres de la banda llevaron la cruz a la plaza principal y le ubicaron donde todos la pudieran ver. Justo en ese momento en que se le puso cimiento a la cruz, para que se mantuviera de pie, empezaron a caer las primeras gotas de agua, comenzó una tormenta.
Toda la banda se fue a la guarida, a preparar el siguiente ataque, pero por el éxtasis de haber matado a unos, se olvidaron de que no habían acabado con todos los enemigos. Los militares inteligentemente se habían escondido en las casas y estaban observando cada movimiento, cada lugar al que iban y cada cosa que hacían, y así descubrir donde era su guarida.
Jacob iba en camino aún, cuando lo alcanzó la tormenta, así que tuvo que tratar de acelerar su paso. El caballo galopaba a su máxima velocidad, Jacob incluso estuvo a punto de caer de su lomo un par de veces, pero logró mantenerse.
Media hora después logró llegar a la catedral, y allí se desvistió inmediatamente. Fue a su cuarto y se puso ropa seca, y se quedó mirando la lluvia caer, esperando a que terminara la tormenta para ir a buscar a su hermano.

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