En Santa Mónica.

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Jacob había quedado triste, algo confundido y con algo de enojo por lo que pasó con Julieta. Él sentía que la quería, pero era una chica demasiado difícil de entender, teniendo en cuenta que era una de las pocas personas que no se sujetaban a sus designios. Jacob salió de la catedral de “las Marianas” y volvió a su lugar, con la cabeza llena de dudas y problemas.
Tenía que lidiar con lo de su hermano, lo de Julieta y el inicio de la guerra entre Mario y los “Wakayos”. Esta última era la más grave de todas, pero en su cabeza él le restaba importancia, siendo afectado por los sentimientos que experimentaba.
Al llegar a la “santa María de los pobres” se llevó una sorpresa inesperada, pues en la puerta de la catedral estaba parado el hombre al que él había sacado de prisión.
• ¿Qué haces aquí? – le preguntó Jacob.
• Padre Jacob, he venido a contarle algo.
• ¿Qué es exactamente?
• Con calma – dijo Emiliano – por favor déjeme entrar con usted y le contaré todo.
Jacob aceptó y entraron hasta su oficina. El hombre parecía estar emocionado y nervioso, se veía que tenía ganas de contar un secreto.
• Cuéntame, ¿por qué has venido a mí? – cuestionó Jacob.
• ¿Recuerda qué le hablé de lo que había robado el padre Dann?
• Sí.
• Pues, cuando me dejaron libre fui a mi pueblito, quería volver a ver a mi familia y necesitaba verlos porque los extrañaba mucho.
• Ajá…
• Pues, estando allí me enteré de que Dann había ido al pueblo hace años a enterrar parte de lo que se robó. Mi hermano lo vio y sabe dónde está enterrado.
• ¿Y cómo sabes qué no se lo han robado ya?
• Es por eso que estoy aquí. Se dice que Dann hizo una especie de conjuro, y se rumora que el lugar está maldito. Muchos han intentado sacarlo, pero no lo logran y mueren en el intento. Usted es sacerdote, debe saber de eso.
Para Jacob, todo eso de las maldiciones sonaba a patrañas, pero tenía curiosidad de saber que era lo que había enterrado Dann. Así que preguntó:
• ¿Dónde dijiste que está ese “tesoro”?
• Santa Mónica, señor. Mi pueblo natal.
Él nunca había escuchado de ese pueblo, pero no podía resistir la tentación, así que aceptó ir con Emiliano. Tomó un par de cruces de plata que eran, según le habían enseñado, para enfrentar demonios; llevó una botella de agua bendita, una espada y un libro viejo que hablaba de esos temas.
Querían ir en algún camión o carroza, pero no había nadie más que los soldados en las calles, por causa de la guerra que se esperaba. Él, por ser sacerdote, tenía libertad de andar por ahí, y así también podía andar acompañado. Emiliano estaba seguro mientras estuviera con Jacob.
Jacob sabía que la única forma de ir sería a caballo, pero estaba por caer la noche, así que le propuso a Emiliano quedarse en la catedral durante esa noche. El hombre aceptó sin ninguna discusión, después de todo estaba con el hombre que lo había libertado y se sentía muy seguro en la compañía de Jacob.
Dejaron todo listo para salir antes de que rayara el alba, y fueron a comer junto a un par de monjas, pues Jacob sabía que debido a la guerra sería probable que no volviera, y quería despedirse de ellas. Eran las dos más hermosas.
En la mesa, mientras cenaban, Jacob le dijo a Emiliano:
• ¿Tienes esposa?
• Sí – respondió.
• ¿Y crees en la fidelidad? O mejor, ¿eres fiel?
• Claro que sí, yo amo a mi mujer.
Jacob solo se sonrió con incredulidad y terminó de cenar. Cuando acabaron, Jacob llevó a Emiliano a una habitación y siguió su camino hacia su cuarto, acompañado de las monjas Zuri y Samantha. Ambas eran muy jóvenes, pero muy devotas y obedientes, como todas las religiosas de ese tiempo.
Estando en el cuarto les mandó desvestirse, y se quedó viéndolas un par de minutos.
• Sus cuerpos son perfectos, pero no puedo quedarme con ambas – les dijo.
• ¿Qué quiere qué hagamos, señor? – preguntó Samantha.
• Ve, hazle el amor a Emiliano, que vea la belleza que tienes y sienta la habilidad que tienes.
En silencio y obediente, Samantha se dirigió donde el hombre, y allí se presentó desnuda frente a él.
• ¿Qué haces? – preguntó Emiliano.
• He venido a hacerle el amor. El padre Jacob ha considerado que usted necesita esto.
Emiliano quería decir que no, pensando en el amor que decía sentir por su esposa, aunque en realidad no la amaba y lo único que lo hacía dudar era el sentimiento de que hacer algo así era muy malo, pero el cuerpo de Samantha era una tentación muy grande. Su piel color canela, sus curvas tan definidas, sus senos pequeños pero redondos, sus pezones oscuros, su abdomen plano, su trasero grande y firme, sus piernas gruesas y su cabello largo y negro; todo era hermoso por separado, pero era una maldita ambrosía en conjunto.
Con tartamudeo y fascinado por el cuerpo de Samantha, Emiliano le dijo:
• Eres hermosa, es imposible no querer hacer esto.
Ella se acercó y en un tono tan dulce como la miel le dijo:
• Gracias, sus palabras son muy lindas, pero por favor déjeme hacer esto.
Le dio un beso, y fue en ese momento en que todo se fue a la mierda. Ella sintió en ese beso como si una emoción extraordinaria recorriera su cuerpo completo, cosa que nunca había sentido en la vida; se asustó y se alejó.
• ¿Qué sucede? – preguntó Emiliano.
Ella temblando y con voz jadeante respondió:
• Sentí algo extraño, algo que nunca había sentido.
• ¿Y es malo? – preguntó Emiliano.
• No – respondió ella –, no lo creo. Solo sé que ya no haré esto por obedecer al padre Jacob.
Emiliano pensó que ella se refería a que no haría nada y agachó su cabeza, se sintió mal. Ella acercándose le levantó el rostro desde la barbilla y con dulzura lo besó, y le dijo susurrando:
• Ahora lo hago porque quiero.
El beso se extendió, convirtiéndose en un baile lento entre los labios de los amantes, y lo que en obediencia comenzó, de pasión enamorada se contagió y se convirtió en un momento agradable.
Era amor lo que estaban sintiendo, o más bien lo que usualmente conocemos todos los humanos como “amor”. Era ese sentimiento que no te hace pensar en el sexo solamente, sino en el conjunto de cosas que puedes hacer con alguien; ese que te crea una confusión y te hace dudar de todo, porque por más que le busques una respuesta lógica, nunca la terminas hallando; ese sentimiento que te llena el corazón, la mente y los más íntimos deseos y anhelos. El amor es incierto, nadie puede definirlo completamente, ya que se presenta diferente en cada persona, pero más o menos es así.
Samantha en ese momento estaba amándolo. Los besos eran cada vez más expresivos, y el sentimiento que nacía en la boca recorría hasta el último rincón del alma y del cuerpo. Las manos no pudieron aguantar y comenzaron a tocarse.
Emiliano puso a Samantha sobre la cama, y él sobre ella empezó a besarla en la mejilla y cuello. Los gemidos de Samantha empezaban a retumbar en sus oídos, despertando ese instinto que al hombre le hace desear más. Salvajemente hicieron el amor, y desde esa noche sus cuerpos se unieron en el deseo y se negaron a olvidarse el uno al otro.
Mientras tanto por su parte, Jacob disfrutaba de las caricias de Zuri, aunque estas eran simples y carecían de sentimiento. Las ganas faltaban, y lo que por mera obediencia se hace, por falta de ánimo pierde encanto.
En una noche Emiliano había logrado lo que Jacob no, hacer el amor con una mujer. Jacob no conocía el sentimiento puro en la unión de los cuerpos, se había conformado con el sexo, y jamás había sido responsable de la pasión verdadera de una mujer que ama. Esas cosas no son para todos, hay quienes tienen sexo toda su vida y nunca han hecho el amor; tener sexo es unir los cuerpos y disfrutar de la pasión de tocar el cielo, mientras que hacer el amor es unirse de cuerpo y alma, y experimentar la infinita dicha de quedarse a vivir en ese cielo.
Esa noche pasó tranquila, y al llegar la madrugada, cuando apenas salía el sol, Jacob fue a despertar a Emiliano, era hora de partir hacia Santa Mónica. Emiliano estaba dormido, abrazado al cuerpo desnudo de Samantha.
• ¡Es hora de irnos! – dijo a gran voz Jacob – ¡Levántate ya, hombre!
Emiliano se despertó y así mismo tomó sus cosas y se preparó para salir. Tomaron algunas cosas de comida para no pasar hambre durante el viaje y salieron.
Jacob sabía dónde le prestarían caballos, así que fue y pidió prestados un par, y se encaminaron hacia el pueblo de Santa Mónica. El sol empezaba a iluminar más, ya estaban un poco lejos de la ciudad, así que se detuvieron a comer. Emiliano se veía cabizbajo, así que Jacob le preguntó:
• ¿Qué te pasa?
• Nada – respondió él, mientras extrañaba con el alma a su amante.
Jacob no le dio mucha importancia, así que mejor siguió comiendo. Estaban a una distancia considerable de Waitabo, y Jacob sabía que lo mejor era estar lejos mientras en la ciudad hubiera guerra.
Jacob era algo cobarde, pero no tonto; era aún muy joven y estaba disfrutando de su vida, no quería arriesgarse a perderlo todo.
Fue buena idea salir de Waitabo, ya que justo en el momento en que salió de la ciudad, en un lugar oculto, Sánchez daba orden a sus hombres para la guerra.
• Esos malditos bastardos se han vuelto en contra de nosotros, nos quieren traicionar y así acabar con nosotros. Ellos no saben que conozco el secreto para acabar rápido con ellos.
Comenzó a reírse a carcajadas y añadió:
• Denles un par de días, que crean que pueden ganarnos, y se llenen de soberbia y de orgullo. Luego quiero que me traigan la cabeza de cada maldito sacerdote que esté en contra nuestra, hasta que se rindan y dejen de joder.
Jacob se había salvado, ya que, al no existir más medios de comunicación en ese tiempo, solo por medio de cartas se podía hablar con una persona a larga distancia, lo cual era muy tardado. Él era uno de los escogidos para la guerra, elegidos por el cardenal, pero su ausencia lo salvó. Los nombres que quedaron fueron los de Mario Vercelli, Frank Richardson, Emmanuel Lindarte y Jhonatan Casablanca.
Jacob continuó su camino luego de comer, y tan solo una hora después empezó la guerra en Waitabo.
Emiliano y Jacob, luego de un largo viaje por la montaña, lograron ver en la cima una gran estatua del cristo crucificado y un poco más abajo el pequeño pueblo de Santa Mónica.
• ¡Es aquí! – dijo Emiliano con un suspiro nostálgico.
Jacob miró detalladamente y notó que sobre el pueblo se veía más hermoso el cielo. Entendió la alegría de Emiliano por volver a casa.
Llegaron al fin al pueblo, y de lo primero que se percató Jacob fue de que el camión de su hermano estaba ahí. Algo dentro de él se movió, ese amor familiar estaba en lo profundo de su corazón y lo hacía sentirse feliz por ver señas de vida de su hermano. Viendo el camión sabía que Monchi había cumplido con la misión de devolver a los niños a sus casas.
Quiso acercarse a saludar a su hermano, pero no lo veía por ningún lado.
• ¿Qué pasa? – preguntó Emiliano.
• Espero a mi hermano para saludarle.
• ¿Tienes hermanos en este pueblo?
• No – respondió entre risas Jacob –, pero este es su camión, así que seguramente está aquí.
Jacob esperó durante algunos minutos sin recibir señales de que su hermano estuviese cerca, hasta que llegó un hombre vestido de granjero diciendo:
• ¿Podrían apartarse del camión? Por favor.
• ¿De qué hablas? – le dijo Jacob disgustado – este es el camión de mi hermano, ¿tú quién eres?
El hombre asustado por la actitud de Jacob se alejó un poco y le respondió:
• Mire, hombre, tranquilícese. Su hermano ha tenido un accidente y me ha pedido de favor llevar a los niños que tenía en su camión con sus respectivos padres.
Jacob vio en la actitud del hombre que lo que decía era verdad, así que le pidió disculpas por la actitud tomada, y aprovechó para preguntarle el nombre del pueblo dónde se encontraba su hermano.
• Flora hermosa, señor – dijo el hombre – así se llama el pueblo.
Jacob le pidió al hombre que se quedara un día más, pues quería resolver primero el asunto en Santa Mónica y ya después ir a ver a su hermano.
Emiliano llevó a Jacob y al otro hombre con su familia.
La convivencia era la típica de un hogar humilde en esos tiempos, muy cálida y acogedora. Fueron atendidos como príncipes, disfrutaron de un gran recibimiento y una comida deliciosa.
Se acercaba de a poco la noche, mientras las conversaciones variaban entre risas e historias de la vida. El hermano de Emiliano, Jorge, veía el reloj constantemente y seguido veía a Jacob, pues sabía por lo que habían venido y estaba ansioso por hacerlo.
Cuando al fin llegó la noche y se fue el último rayo de sol, listos para la aventura salieron de casa Emiliano, Jorge y Jacob. Por cuestión de agüeros no llevaron al otro hombre, y lo dejaron esperando en casa.
Se dirigieron a la gran cruz en la cima de Santa Mónica y ahí descubrieron la razón de los rumores. Todo el mundo decía que al llegar la noche el lugar se convertía en un lugar maldito, pero nadie sabía que había un “tesoro” enterrado bajo la cruz.
Cuando llegaron se ubicaron junto a la cruz, y Jacob viéndola dijo:
• No creo que haya nada aquí enterrado, pues si lo hubiese ya alguien lo habría sacado, o tendría un cuidador.
Cuando terminó de hablar escuchó una voz gruesa y grave a sus espaldas, la cual decía:
• Nadie la ha sacado, ahí sigue guardada.
La voz era aterradora, hacía que sus cuerpos se estremecieran. Jacob volteó a ver, mirando al hombre que les hablaba.
Vestido con un traje negro, alto y fornido; ojos, nariz y boca como hechas por ángeles. Era encantador. Este sonreía al ver la cara de miedo que tenían en común los tres, y empezó a acercarse a la cruz. Dijo:
• Mi nombre es Enhe, soy quien cuida la copa sagrada que está aquí enterrada.
• ¿Copa sagrada? ¿Qué es eso? – preguntó Jacob, muy interesado.
• Sí, es una copa que contiene gran poder. Ha sido enterrada para controlarla. Por eso todos dicen que está maldita, porque intentar sacarla requiere un gran esfuerzo espiritual, mental y físico.
Jacob lo miró incrédulo, no parecía tener lógica lo que decía. ¿Una copa? ¿Por qué razón alguien enterraría una copa?
• ¿Puedo sacarla? – preguntó.
• Inténtalo, si quieres – respondió Enhe, riéndose.
A Jacob le molestó la risa de aquel hombre, se veía muy sospechoso, así que sacó un cuchillo de los que traía en su mochila, para defenderse si ese hombre intentaba atacarlos, y mandó a Jorge que desenterrara lo que fuera que estuviera ahí enterrado. Pero cuando Jorge enterró la pala en el suelo, listo para empezar a abrir hueco, vio frente a sus ojos algo que lo asustó mucho, y de inmediato soltó la pala y cayó de espaldas temblando del miedo.
• ¿¡Qué pasó!? – preguntó sorprendido Jacob.
Jorge no decía nada, solo temblaba mientras de sus ojos empezaban a brotar las lágrimas. 
• Emiliano – dijo Jacob –, toma este cuchillo y no descuides a este hombre, yo me encargó de sacar lo que hay ahí.
• Sí, señor.
Asustado un poco, pero también enojado y confundido, Jacob quiso intentarlo por sí mismo, un poco de manera desesperada. Era una confusión de sentimientos, por no saber lo que estaba sucediendo en realidad.
Cuando clavó la pala en la tierra, dispuesto a conseguir su objetivo, sintió un frío recorrer por todo su cuerpo. Vio como todo el cielo se pintaba de rojo, como el color de la sangre, y frente a él la estatua de aquel crucificado parecía mirarlo fijamente. Giró su cabeza y ya no había nadie junto a él, estaba solo, el miedo se empezó a apoderar de él.
Una voz penetrante y aterradora se escuchó, como si estuviera sobre él, diciendo:
• ¿Qué pasó, Jacob? Pasaste de asesinar a un hombre para suplantarlo a ser un cobarde.
• ¿Quién habla? – preguntó Jacob asustado.
• Deberías estar asesinando más personas, ¿no qué eras muy bueno para matar?
• ¡Joder! – gritó con desesperación Jacob - ¿Qué rayos quieres de mí? Aparece de una vez.
Parpadeó y ya estaba colgado en la cruz, crucificado. Un hombre se empezó a divisar frente a él, acercándose lentamente.
El hombre vestía con un hermoso traje negro, su figura era delgada pero su altura lo hacía verse perfecto con esa ropa. Su rostro, el más hermoso que Jacob había visto en su vida.
• ¿Quién eres? – preguntó Jacob.
El hombre se paró frente a él, sacó una especie de daga y sin expresión facial alguna lo miró y le dijo:
• Soy Frederick.
A Jacob se le encogió el estómago al oír ese nombre, recordó la carta que le había llegado aquella vez, y quiso decir algo, pero su boca se selló. Sintió como si la piel le creciera sobre la boca y la cubriera por completo.
El hombre sonrió y con fuerza le clavó la daga en medio del pecho. Un dolor inimaginable y desesperación había en Jacob, mientras lentamente bajaba la daga por su pecho y veía salir a chorros su sangre; sus órganos comenzaban a escaparse por su pecho, y sentía como si el peso de estos le quisieran arrancar también la garganta, pues se sentía cada vez más ahogado. Sus ojos se inundaron en lágrimas por causa de la desesperación, ya no podía ver bien ni siquiera.
• ¡Jacob! – dijo Frederick.
En ese momento, con la voz de ese hombre, sintió como se iba de su cuerpo el dolor. Lo miró, ahora con más claridad, y este le dijo:
• Vete de Santa Mónica. Quiero que hagas lo que te ordenaré desde ahora, todo lo que te diga.
Jacob volvió en sí luego de escuchar eso. Todo seguía igual, no había pasado ni un segundo; ahí estaba él sujetando la pala y detrás Emiliano con el cuchillo en mano frente a Enhe.
Enhe lo miró y con una sonrisa le dijo:
• Ya sabes lo que debes hacer.
Luego de esto Enhe desapareció frente a los ojos de Emiliano. Jacob le dijo:
• Tranquilo, Emiliano. Todo estará bien.
Emiliano estaba confundido, pero confío en su amigo.
Tomaron sus cosas y se fueron a casa de Emiliano, aún con el corazón latiendo a gran velocidad y el pánico a flor de piel. Nunca había vivido algo similar ninguno de los tres.
Llegaron a casa y notaron que no habían tardado ni media hora, era de verdad muy extraño lo que había pasado. Se sentaron afuera de la casa, no podían dormir después de lo que pasó.
Jacob prendió un cigarro y preguntó con gran confusión:
• ¿¡Acaso fue verdad todo lo que vimos!?
La noche era fría, y el humo del cigarrillo se confundía con el vapor que salía de sus bocas y narices. Miraban al cielo sin entender nada, sus mentes no alcanzaban a comprender lo que estaban viviendo.

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