Anuncio de guerra.

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Pasaron un par de días, Jacob seguía sin asimilar lo que había sucedido. Se le habían quitado hasta las ganas de fornicar, de dar órdenes y de comer. Se sentía mal.
Necesitaba relajarse, despejar un poco su mente, así que decidió irse a visitar las cárceles, a hablar con los prisioneros.
Fue a la prisión de “Valmonte”, donde estaban los prisioneros con crímenes menores. Al entrar a las celdas vio a un hombre sentado, rascándose su zona íntima, el cual se notaba llevaba mucho tiempo ahí. Jacob se acercó y le dijo:
• Hola, soy el padre Jacob.
El hombre lo miró de reojo y solo dijo:
• Te ves muy joven para ser padre.
• Sí – respondió Jacob –, es que cuando murió el padre Dann me encargaron a mí el cuidado de la catedral y me ungieron.
El hombre lo miró sorprendido y preguntó muy interesado:
• ¿Dijiste que el padre Dann ha muerto?
• Sí, eso dije.
El hombre se paró y se acercó a Jacob, lo miró a los ojos y le dijo:
• Dann me metió aquí, solo porque creí en su dios y quise decirle que estaba mal lo que hacía.
• ¿Y qué era lo que hacía? – preguntó Jacob.
• Robarles a las personas.
Jacob pidió que abrieran la celda y entró a sentarse a hablar con el hombre.
• Cuéntame – le dijo Jacob –, ¿qué fue lo que robó Dann?
• Mira, vengo de una familia dedicada a la minería. En ese trabajo se suelen encontrar cosas de valor bajo la tierra, pero todo lo que a Dann le parecía valioso o le gustaba se lo robaba.
• Nunca le vi nada realmente valioso.
• Es eso – dijo el hombre enojado –, el muy desgraciado sabía esconder las cosas. Por eso estoy aquí, porque las leyes se rigen a ustedes, y querer acusarlo me condenó.
• ¿Cuánto tiempo llevas aquí? – preguntó Jacob con cierta duda.
• Unos siete años.
La conversación continuó, se dijeron muchas cosas, Jacob se ganó la confianza del hombre contándole su historia, y al final el hombre le dijo:
• Gracias por visitarme.
• No hay de qué. ¿Cuál es tu nombre?
• Me llamo Emiliano – respondió el hombre.
• Emiliano, ¿quieres salir de aquí?
Una sonrisa se le dibujó en el rostro al hombre, una sonrisa de ilusión.
• ¡Sí! – le respondió emocionado.
Jacob salió de la celda y le dijo:
• Cuando salgas de aquí, estaré en la catedral de la “santa María de los pobres”, si algún día quieres ir a hablar, ¡bienvenido seas!
Dijo esto y se fue. Minutos después vino el custodio y dejó en libertad a Emiliano, por orden de Jacob.
Emiliano estaba sorprendido, no creyó que lo fuera a liberar un sacerdote, pues él los odiaba desde que vio lo sucedido con Dann. Jacob era diferente, era un joven muy amable, no parecía que fuera parte de toda esa mierda que era la iglesia opresora. Lo primero que hizo el hombre fue irse a su pueblo natal, Santa Mónica.
Jacob volvió a la catedral con esa pequeña sensación de alivio por ayudar a ese hombre, la satisfacción de hacer el bien. Tal vez no era por hacer el bien como tal, sino por hacer algo distinto a lo que se estaba acostumbrando. Esa noche por fin durmió tranquilo otra vez.
Al despertar sintió ganas de seguir haciendo el bien, pero no sabía qué hacer. Debía pensar algo que fuera realmente bueno, que lo hiciera sentir bien consigo mismo. Sí, para autosatisfacción suya quería hacer el bien, pues después de todo a nadie le nace hacer algo que no le brinde cierto placer emocional. Bien dicen por ahí que nadie es totalmente bueno con los demás, sin ser bueno primeramente consigo mismo.
Fue a desayunar, y viendo a los niños que habían dejado ahí le surgió una idea. El común denominador entre los niños eran las caras de tristeza, se notaba que no estaban a gusto en ese lugar, así que él se aprovechó de esa situación para hacer más obras buenas y así sentirse mucho mejor.
Luego de desayunar se arregló para salir y formó a todos los niños, les preguntó el pueblo de dónde venían y se dispuso a llevarlos por grupos, según el pueblo del que eran. Era su obra buena, lo que creía que le llenaría y lo haría sentir bien.
Jacob tenía diecisiete años, pero su rostro lo hacía parecer mayor, y aunque era un poco gordito por la falta de ejercicio, era bastante alto y esto lo hacía parecer un adulto. Ya no era el mismo niño que llegó a la catedral por castigo de sus padres, ahora era un hombre lleno de poder y con pequeños destellos de misericordia.
Cuando iba a salir con el primer grupo de niños se encontró de frente a un hombre que lo saludó abrazándolo y diciéndole entusiasmado:
• ¡Jacob, que alegría verte!
Él no lo reconoció, así que sin titubear lo apartó con un empujón y le dijo:
• ¿¡Quién eres!? ¿¡Acaso no sabes respetar!?
El hombre se echó a reír y respondió:
• Tienes razón, me fui de casa cuando eras un niño pequeño, y hasta ahora supe que te habías convertido en sacerdote.
• No te entiendo – dijo Jacob intrigado – ¿de dónde dices qué nos conocemos?
• Soy tu hermano mayor, Monchi.
Un vago recuerdo pasó en ese momento por la mente de Jacob, de cómo, cuando aún era un niño pequeño, su hermano se despedía de él acariciando su cabeza y prometiéndole traerle un regalo al regresar a la ciudad. Pero Jacob no era tan sentimental en cuanto a su familia, así que solo lo miró y le preguntó sin ninguna emoción:
• ¿Qué haces aquí?
• Vine a saludarte – respondió.
• Pues, hola – dijo Jacob en el tono más frío e indiferente que pudo.
• Hola – respondió Monchi un poco incómodo.
Un silencio predominó el lugar durante algunos minutos y después Monchi preguntó para romper el hielo:
• ¿A dónde llevas esos niños?
• A sus casas – dijo Jacob.
• Si quieres voy contigo, tengo un camión.
En ese tiempo tener un camión era algo muy difícil y costoso, por lo que solo lo tenían los ricos, los militares y los de más alto rango en la iglesia. Jacob vio en ello una gran ayuda y aceptó la propuesta de su hermano. Con el espacio que tenía el camión cabían perfectamente todos los niños, así que los subieron a todos, y acto seguido, emprendieron camino hacia el primer pueblo.
Llegaron al primer pueblo y toda la gente estaba expectante ante la llegada de Jacob, se respiraba incertidumbre y un poco de miedo por la visita de un sacerdote, y más que todo por como llegaba, en un camión y no en caballo o ferrocarril.
Todos se quedaban mirando mientras Jacob bajaba del vehículo, por el respeto de la imposición que se les había impartido por tantos años se acercaron a recibirlo. Grata sorpresa se llevó la comunidad cuando vieron al sacerdote devolver a los niños que días atrás se habían llevado.
Para Jacob fue reconfortante ver la cara de felicidad de las familias que recibían a sus hijos, pero también fue muy frustrante ver a las personas que no recibían a los suyos, pues eran los que estaban en otras catedrales. Algunos se acercaban a agradecerle por su buen corazón, pero otros le preguntaban por qué sus hijos no corrían con la misma suerte. Jacob les explicó, y también les prometió que haría lo posible por traerlos a todos.
Monchi veía esto y se sentía intrigado, pues no sabía lo que pasaba, solo estaba acompañando a su hermano. Quería preguntarle, pero creyó que era mejor esperar a que terminaran de entregar a los niños. Así fueron de pueblo en pueblo entregando a todos los niños.
El ultimo pueblo al que fueron era justamente Manitas, donde había estado con Ferreira. Solo llevaba dos niños de ese pueblo. La gente se quedaba viéndolo mientras entregaba a los niños, muchas de esas personas con miedo a lo que pudiera ocurrir, aterrorizados aún por lo ocurrido la última vez.
Al terminar, Jacob invitó a su hermano a conocer el prostíbulo donde conoció a Julieta, con la intención de verla de nuevo y presentársela.
Entraron al lugar y todas las chicas saludaron a Jacob, pero de inmediato él se dio cuenta de que Julieta no estaba.
• ¿Dónde está Julieta? – preguntó.
• ¿De qué hablas? – dijo una de las mujeres – Ustedes se la llevaron.
Jacob sin entender nada le insistió:
• ¿¡Llevaron!? Yo no me he llevado a nadie, no sé de lo que hablas.
• No me digas que no sabes, ayer vino el padre Mario y se la llevó.
• ¿¡Mario!? – exclamó con algo de molestia Jacob.
Sin esperar un segundo salió y le pidió a su hermano que lo llevara a la catedral de las Marianas, pues necesitaba urgentemente hablar con Mario. Su hermano aceptó llevarlo, pero le preguntó:
• Jacob, ¿qué mierda está pasando? Estos niños, esas mujeres saludándote con tanto cariño, las personas con miedo al verte llegar. Dime la verdad.
Jacob le contó toda la historia mientras iban de camino, y al oír eso, su hermano tuvo una reacción inimaginable para Jacob, pues en lugar de molestarse, le dijo:
• Vaya, que suerte tienen. Quisiera tener una vida así, de verdad te envidio.
• ¿¡Qué mierda dices!? – reclamó enojado Jacob.
• Sí, tienes mucho poder. Digo, no hablo de lo de los niños, sino de lo demás. ¡Joder! Lo tienes todo.
• Tú no sabes lo que es vivir así.
Llegaron al lugar y Jacob le pidió a Monchi que lo esperara ahí afuera, pero él quería acompañarlo. Sin embargo, y luego de mucha insistencia, Jacob logró convencerlo de que sería mejor que se quedara ahí afuera.
Jacob entró, y como si estuviera en casa fue hasta la oficina de Mario, la oficina sacerdotal. Ahí se encontró al padre Vercelli sentado tranquilo, solo, fumando un gran tabaco.
• ¡Padre Jacob! – dijo Mario sorprendido – que alegría verlo por aquí.
• ¿Dónde está Julieta?
• ¡Vaya! – dijo Vercelli mientras apagaba su tabaco contra un cenicero – No creo que deba responder a eso.
• ¡Te exijo que la sueltes! – dijo Jacob.
Pero cuando dijo esto, antes de que Mario respondiera, una voz se escuchó a su espalda diciendo:
• ¿¡Y quién te dijo que estoy aquí contra mi voluntad!?
Era ella, Julieta.
Con un caminar extraño y “sensual” se dirigió a donde estaba Mario y comenzó a acariciar su mentón, mientras le pasaba la lengua desde el cuello hasta la oreja. Era una escena bastante repugnante para Jacob, y no tanto por la acción, sino por la actitud de ella.
• ¿Qué haces, Julieta? – le dijo Jacob confundido.
Julieta con tono grosero y desafiante le respondió:
• Es lo que soy, una ramera más, ¿por qué te importa tanto lo que hago?
Mientras todo eso transcurría allá adentro, Monchi se cansó de esperar y decidió entrar a ver que todo estuviera bien. De manera sigilosa se escabulló hasta el patio principal.
Las catedrales en Waitabo tenían en la parte de atrás un patio y muchas habitaciones, era como una gran casa detrás de un majestuoso templo.
Estando en el patio, Monchi vio que ahí también había muchos niños y niñas, y le entró un impulso de ayudarlos. Miró que no hubiera nadie vigilando y se acercó a los niños, les habló y los hizo salir detrás de él para sacarlos de ahí.
Pero no iba a ser fácil, pues, aunque las catedrales no solían tener mucha seguridad, eran vigiladas por un par de militares desde afuera, y todas las monjas y misioneros estaban caminando por ahí haciendo cosas y podían percatarse. Monchi pensó que, en caso de que hubiera alguien que pudiera descubrirlos, la mejor idea era sacrificar uno o dos niños, y llamar la atención de los que estuvieran por ahí con ellos para distraerlos y poder sacar a los otros.
Iban saliendo rápido, pero con mucho cuidado de no llamar la atención, estaban muy cerca de lograrlo, solo restaba cruzar el templo. Pero cuando iban a pasar, una monja llegó desde la calle y se sentó a rezar.
Debían ser más silenciosos, cuidadosos para no ser descubiertos. Monchi se fue adelante solo, enseñándoles como debían salir, y cuando llegó a la puerta dio la señal para que ellos hicieran lo mismo y salieran.
Mientras los niños iban saliendo, Monchi aprovechó para abrir el camión y así agilizar el escape.
En la sala sacerdotal, Jacob seguía tratando de entender lo que sucedía con Julieta, pues él pensaba que esa actitud no era natural de ella y que estaba actuando así por presión.
• Julieta, no creo que esto sea lo que quieres – le decía Jacob.
• Tú no sabes nada de mí – respondió ella.
Justo en ese momento llegó un joven monaguillo alarmado diciendo:
• ¡Padre Mario, venga rápido! ¡Se están robando a los niños!
Mario salió inmediatamente a ver que sucedía, observando desde adentro como el último niño se subía al camión.
• ¡Deténganse! – gritaba.
Monchi subió al camión y arrancó, antes de que Mario lo detuviera. Parecía que todo había salido bien, y al ver que el padre Mario no lo había alcanzado se empezó a reír y a gritar de la emoción, sentía que lo había logrado. Ahora solo quedaba entregar a los niños.
Pero uno de los soldados vigías lo vio y sacó su arma; alcanzó a dispararle e impactarle en un brazo, aunque él, aún herido, logró huir.
Vercelli estaba furioso, se le notaba por encima la ira que tenía.
• ¡Malditos, me engañaron! – decía con gran ira.
• ¿Qué es lo que dices? – cuestionó Jacob.
• Los “Wakayos”, me engañaron. Dijeron que no se meterían con nosotros.
• ¿Y quiénes son esos? ¿Por qué dices que te engañaron?
• Ese hombre, lo he visto. Es uno de ellos, de la banda más peligrosa de criminales que existe en el país.
Jacob se quedó sorprendido, era su hermano, y a él nunca se le había cruzado por la mente la posibilidad de que su propio hermano fuera un criminal.
• ¡Vamos, Jacob! – le dijo el padre Mario Vercelli mientras salía hacia la plaza de la ciudad.
Jacob lo siguió para ver qué era lo que pensaba hacer. Mario lo llevó a dónde estaban los militares; no era tan lejos, así que fueron a pie.
Cuando llegaron, el padre Vercelli mandó llamar al principal de los militares y le dijo directamente, como si este le entendiera:
• Nos traicionaron, esos bastardos nos engañaron. Ya sabía que no se podía confiar en ellos.
El militar solo asintió con la cabeza y dio orden a todos los soldados para que se prepararan para luchar. En menos de dos minutos había una formación imponente de hombres armados y listos para matar, los cuales estaban a la disposición de Mario Vercelli.
• Díganos lo que debemos hacer – dijo el principal mientras hincaba una rodilla y se postraba frente a él.
Mario lo miró y lo persignó, mientras le decía:
• En nombre de cristo rey, ve y tráeme la cabeza de Sánchez, y que no quede ninguno de esos malditos vivo.
Sánchez era el líder de la banda, y el hombre más peligroso que se había visto en toda la historia de Waitabo. Él había hecho un trato con la iglesia y con el ejército, de que no se metería con ellos ni les haría ningún mal, con la condición de que tampoco se metieran con él.
Esta era la razón del enojo de Mario, pues sabía que Monchi era parte de esa banda, y por eso pensó que era una traición de parte de ellos.
Jacob sabía que su hermano había cometido un error al llevarse esos niños, pero no lograba creer que Monchi fuera parte de una banda criminal. Él no lo conocía bien, pero era un momento crítico, y en esos momentos la sangre se siente y provoca empatía. Era su propio hermano, no dudaría tan fácil de él.
La razón no eran los niños, era la traición, pues Mario Vercelli guardaba gran odio hacia Sánchez desde muchos años antes, ya que le había matado a su padre, y solo se aguantaba las ganas de venganza por el trato de respeto mutuo que habían hecho. Romper el trato significaba retar a Vercelli, o al menos así lo sentía él.
• ¿Qué piensas hacer? – le preguntó Jacob.
• ¡Voy a acabar con cada uno de esos hijos de perra! – respondió con gran enojo y entre gruñidos.
Julieta también los había acompañado, y se acercó para tratar de tranquilizarlo dándole un abrazo, pero él la empujó.
• ¡Vamos, Mario! – le dijo ella – ven y hagamos el amor para que te relajes.
• ¿¡El amor!? Tú no sabes que mierda es el amor. ¡Eres una puta que solo sirve para dar placer! Eso, para que te quede claro, no es amor. Así que cállate de una buena vez, y lárgate de aquí.
Jacob estaba impresionado por la actitud de Mario, mientras veía como Julieta se paraba llorando y se iba corriendo hacia la catedral. Jacob le dijo a Mario:
• Iré con ella a calmarla.
Él, indiferente, le respondió:
• Haz lo que quieras.
Jacob fue corriendo detrás de Julieta, pero no la alcanzó sino hasta que llegaron a la catedral, donde vio que ella, llorando, empezaba a empacar sus cosas para irse.
Mientras tanto Monchi estaba llegando al primer pueblo, con un gran dolor en su brazo por el impacto de esa bala. Llegó y estacionó el camión en medio del pueblo, muchas personas se acercaron a ver lo que pasaba, y cuando lo vieron bajar con su brazo herido se prestaron a ayudarlo, llevándolo a un lugar especial para sacarle la bala y donde pudiera estar bien, mientras otros bajaban a los niños del camión y los entregaban a sus familias (si es que eran del pueblo).
Monchi les confesó que su intención era devolver a los niños, pero que el dolor no le dejaría hacerlo con libertad en los otros pueblos, así que le pidió el favor a uno de los que estaba cerca de que los llevara, que podían utilizar su camión si así fuera necesario.
Jacob por su parte, estaba tratando de hablar con Julieta.
• ¿Qué harás? – le preguntaba.
• ¿Acaso te importa? Solo soy una puta que sirve para dar placer y no valgo nada.
• Sí me importa – dijo Jacob.
• ¿¡Ah, sí!? – respondió Julieta con ironía e incredulidad.
• Pues sí, tú me importas.
Ella se quedó callada y soltó sus cosas, se acercó lentamente a él y lo besó. Él sintió la emoción recorrer todo su cuerpo, y su reacción natural fue sujetarla de la cintura y acercarla a él.
Ella se apartó y se quitó el vestido que traía puesto, quedando desnuda frente a él. Delgada, con senos pequeños, pocas curvas y unas piernas no tan voluptuosas; parecía, por su cara, como si deseara que la tocaran y disfrutaran de lo que tenía para ofrecer.
Se acercó de nuevo y siguió besándolo, mientras lo llevaba hasta la cama. Lo lanzó a la cama y le bajó el pantalón hasta un poco más abajo de las rodillas, dejándolo con el pene al aire.
Jacob, lleno de pasión, no pudo evitar exclamar:
• ¡Oh, sí, mételo a tu boca!
Ella se paró, lo empujó, tomó sus cosas y se fue corriendo sin siquiera vestirse. Él trató de seguirla, pero se enredaron sus pies con el pantalón y lo hicieron caer de frente, golpeándose así las rodillas y un brazo, debido a que cayó mal.
Ella corrió y en el templo se vistió, luego salió y se fue en busca de alguien que la llevara de nuevo a su pueblo.
Pero en ese mismo instante, en medio de la ciudad se anunció la guerra, y se proclamó a viva voz el inicio de un enfrentamiento contra la banda conocida como “Wakayos”. Lo que no sabían era que en el lugar había muchos integrantes de la banda, que disimuladamente oían y pasaban la información al resto de la banda. Los rumores corren más rápido que el agua por los ríos, y en unos minutos llegó a oídos de Sánchez.
También en el ejército había algunos infiltrados, corruptos, que por avaricia servían en secreto a Sánchez.
Un soldado de esos infiltrados vio salir a Julieta de la catedral, y pensó que lo mejor sería capturarla para empezar a mostrar que la banda no tenía ningún miedo. La siguió sigilosamente, viendo a donde iba, cuidando que nadie lo descubriera.
La guerra que se había iniciado solo podía terminar, según la creencia popular, si se cumplía el objetivo de dar de baja a uno de los cabezas del enfrentamiento, ya fuera Sánchez del lado de los criminales o Vercelli por parte de la iglesia. De cualquiera de los modos sería difícil, así que se esperaban muchas muertes.
Todo Waitabo tuvo que ponerse en confinamiento, mientras en las calles se desarrollaba la guerra.

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