La santa María de los pobres.

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Jacob Miller, nacido en la ciudad de Waitabo (al sur del país), era un niño que a sus doce años ya trabajaba, ya que sus padres no tenían como mantenerlos a él y sus otros hermanos, nueve en total.
El pequeño Jacob trabajaba vendiendo frutas en el mercado, donde por ser tan solo un niño le pagaban muy poco, aprovechándose de él. La pobreza era agradecida, o más bien conformista, así que no se quejaba mientras alcanzara para llevar un alimento a su boca.
Una mañana en su trabajo, sintió mucha hambre, así que tomó una de las frutas que le correspondía vender y se la comió a escondidas de su jefe, tan rápido como pudo. El jefe no se había percatado de lo ocurrido, Jacob estaba feliz por haber escapado de la vista de su jefe y evitar así su enojo.
Pero el sentimiento de adrenalina es adictivo, y cuando ves que se puede hacer lo malo a escondidas quieres seguir haciéndolo.
Pasaron unos minutos, y cuando el jefe se volvió a distraer, Jacob lo hizo de nuevo. Repitió lo mismo en cada descuido del hombre que, inocentemente, era víctima de su joven empleado.
Podría decirse que en parte estaba haciendo justicia, por el poco salario recibido, pero el robo no puede ser justificado en un mundo controlado por los que tienen más que los otros.
Jacob estaba demasiado emocionado con lo que estaba haciendo, y no supo detenerse a tiempo.
Llegó un hombre a comprar unas frutas, y percatándose de lo ocurrido, le advirtió al jefe, quien, poseído por la ira que esto le ocasionó, tomó una vara de bambú y comenzó a golpear al joven ladrón.
Jacob tuvo que correr, sangrando por los golpes recibidos, huyendo hacia el único lugar que consideraba seguro, el trabajo de su padre. Su padre era un zapatero no muy bueno, que trabajaba cerca al mercado.
Jacob llegó sangrando donde su padre y le pidió ayuda, lo cual asustó mucho al hombre.
·        ¿Qué te pasó? – le preguntó asustado.
·        Mi jefe me ha golpeado – respondió Jacob llorando.
El padre de inmediato se dirigió al mercado, decidido a enfrentar al agresor de su hijo. Cuando llegó ante el sujeto le dijo:
·        Oye, ¿por qué has golpeado a mi hijo?
·        Es un maldito ladrón – respondió el hombre – me ha robado varias frutas y ahora debe pagármelas.
·        Mi hijo no haría eso – dijo el señor Miller.
·        Pues lo hizo.
Miró al señor Miller y al ver su ropa desgastada le dijo con desprecio:
·        Bueno, pero también creo que lo entiendo, así son los pobres muertos de hambre.
El señor Miller se sintió muy mal, y volvió con su hijo a casa.
Ya en casa se sentó con él y muy enseriado le puso la mano en el hombro, lo miró fijamente y le dijo:
·        Dime la verdad, ¿le robaste a ese hombre?
·        Sí – respondió Jacob muy apenado.
Su padre le dio una cachetada con fuerza y le dijo:
·        Eso no es lo que te hemos enseñado, ¿¡cómo puedes deshonrar así a tu familia!? Vete ya mismo con el padre Dann y confiésate.
Jacob se fue corriendo hasta la catedral de “Santa María de los pobres”, donde el padre Dann. Él nunca había confiado en la iglesia, ni mucho menos en el padre Dann, pero fue allá sabiendo que era el único lugar que le quedaba para refugiarse.
Al llegar a la catedral, entró y no vio al padre en el templo, ni tampoco en donde se confesaban los pecadores, así que decidió sigilosamente meterse a su oficina. Lo que se encontró allí fue el comienzo de un cambio en su vida, el inicio de toda su historia y la redención de sus pecados, en camino a la maldad.
El pequeño Jacob era joven aún, pero sabía un poco lo que era la perversidad sexual e identificó lo que estaba pasando. El padre Dann estaba sentado en su oficina, con la señora July Ferroso, esposa del carnicero, arrodillada haciéndole sexo oral.
Jacob sabía que eso no estaba bien, pero también sabía que debía guardar silencio para no dañar la imagen del padre y que el carnicero no se diera cuenta de lo ocurrido. En ese momento se le presentó el primer espíritu de viveza, y vio en el acto que presenciaba una oportunidad de obtener buenos beneficios. Se escondió en un lugar donde nadie se diera cuenta de su presencia y desde allí siguió observando.
El padre Dann insultaba a la mujer, mientras ella seguía a sus pies y con el pene en la boca. La mujer parecía disfrutar de esto, se notaba en su cuerpo la emoción que sentía al hacer dicho acto, y sus gemidos lo hacían más evidente.
Estuvieron así hasta que él eyaculó en la boca de la mujer, quien se tragó el semen sin dejar una gota salir de su boca, y luego se dieron un beso de despedida y ella se fue.
El padre Dann se subió los pantalones y encendió un cigarrillo, y se sentó a fumar mientras se calmaba un poco de la agitación que le había dejado el momento anterior. Fue en ese momento en que Jacob entró a la oficina y le dijo:
·        Padre Dann, necesito hablar con usted.
·        Claro – respondió – dime, hijo, ¿En qué puedo ayudarte?
·        Quería preguntarle algo.
·        Sí, pregunta.
·        ¿El sexo oral es pecado?
·        Sí – respondió de inmediato el padre –, pero tú no deberías saber lo que es el sexo, eres muy joven aún, ¿dónde aprendiste eso?
·        Lo acabo de ver a usted con la esposa del carnicero.
El padre Dann de inmediato se paró y cerró la puerta de la oficina, y aunque Jacob creía que lo primero que ocurriría sería un arrepentimiento y súplica del padre, se llevó una sorpresa. El hombre se acercó y tomó a Jacob del cuello, levantándolo y ahorcándolo mientras le decía:
·        ¿Quieres acusarme? ¿Piensas que te dejaré ensuciar mi nombre? No eres más que una sabandija, no podrás hacer que todos se vayan contra mí.
·        Pero padre – dijo el niño con dificultad – yo no quiero eso.
·        ¿No? ¿Entonces que quieres?
·        Quiero ser igual que usted.
El padre lo soltó y el niño cayó al suelo con gran dolor en su garganta. Dann empezó a reír y le dijo:
·        Chico, me agradas. Eres valiente, así que te dejaré ser mi discípulo, para que cuando crezcas seas como yo, ¿qué te parece?
·        Está bien – respondió Jacob.
Para Jacob, desde ese momento Dann dejó de ser el padre de la iglesia, y se convirtió en su maestro del pecado.
Ese día Dann le propuso a Jacob quedarse a vivir en la catedral, como si fuera un discípulo normal, ya que esto era una costumbre demasiado común en ese tiempo y había muchos jóvenes que lo hacían, no solo ahí, sino también en otras ciudades. Él aceptó.
Jacob le contó a Dann las verdaderas razones por las cuales había ido a buscarlo, contándole la historia y pidiendo que se excusara en ella para decir a su familia que lo mejor era convertirlo en un prosélito suyo, para convertirlo en sacerdote y alejarlo del mal.
·        Vaya, eres un chico muy astuto – le dijo Dann – en verdad estás hecho para el engaño. Será un placer ser tu maestro.
Dann lo llevó a casa de sus padres, y reuniendo a la familia les habló diciendo:
·        Luego de haber oído lo sucedido, he decidido que Jacob debe tener una enseñanza estricta para dejar su mal camino y convertirse a dios. Por lo cual he decidido hacerlo mi discípulo y prepararlo para el sacerdocio, para que nunca vuelva a la maldad.
Por la fe que tenía la familia en ese hombre no se opusieron y aceptaron todo lo que les dijo, entregando así al niño en sus manos, creyendo que sería para bien, sin saber lo que realmente tramaban. Jacob tomó su poca ropa y desde ese día nunca volvió a su casa, entregándose a una nueva vida y dejando todo atrás sin ningún remordimiento.
Desde ese día la catedral de “Santa María de los pobres” se convirtió en su casa, pero como todo en la vida, no fue fácil al principio.
Al siguiente día lo despertaron muy temprano, para que junto a los otros jóvenes discípulos del lugar hicieran limpieza general de la catedral. No parecía difícil sobre el papel, pero al momento de realizarse se complicaba bastante por el tamaño del lugar. Jacob estaba enseñado a trabajar, pero no en limpieza, así que, aunque se esforzara por hacerlo bien, no le iba a quedar perfecto.
Una monja los supervisaba, vigilando que lo hicieran bien y reprendiéndolos si no. Era una época en que todo se podía hacer en nombre del dios al que predicaban, por lo cual ninguno tenía la oportunidad de discutir el trato o la represión, debían obedecer y callarse.
En ese primer día, Jacob tuvo que limpiar algunos floreros que adornaban el altar de la catedral, pero por su falta de experiencia no tuvo el cuidado suficiente y dejó caer uno de los floreros en su intento de limpiarlo bien. El objeto se rompió en pedazos, y de inmediato la monja que supervisaba se acercó a él.
·        ¿¡Qué haces, pequeño bastardo!? – le gritó mientras se acercaba con agresividad.
Lo sujetó fuertemente del brazo y se lo llevó a una habitación subterránea conocida como “el santo purificador”. En esta habitación había tres cruces; una con la figura del cristo y las otras dos con figuras sin rostro, representando a los criminales crucificados a su lado. También estaba lleno de cadenas, látigos y otros elementos de tortura, con rastros de sangre seca en el suelo y una sensación de miedo en el ambiente.
La monja lo amarró a una de las cruces, con la figura de uno de los criminales tallándole la espalda y con una cuerda sujetándolo de la cintura, y sujetado de brazos y piernas por cadenas, con el pecho descubierto. Tomó un látigo y uno a uno le propinó treinta y tres latigazos en el pecho, diciendo a fuerte voz:
·        ¡Te reprendo en nombre de cristo rey!
Los gritos desgarradores de Jacob eran ignorados intencionalmente por la mujer. Era su castigo por el pecado de atentar contra el templo de dios y debía aceptarlo.
Las lágrimas salían a raudal de sus ojos, mientras su pecho sangriento se oprimía del dolor y le impedía respirar bien. Al terminar el número de latigazos destinados, cuando ya estaba casi inconsciente del dolor Jacob, la monja lo soltó y le dio a beber un vaso de agua, según ella, por pura misericordia. Lo acostó en el suelo y con agua bendita mojó sus heridas, argumentando que con esto sanarían más rápido.
Lo dejó descansar una hora, y lo obligó a regresar a su trabajo. Jacob sintió un odio inmenso desde ese momento hacia esa monja, y hacia ese dios crucificado que animaba a esos malditos a tratar como escoria a los demás.
Ese día Jacob aprendió a ser cuidadoso para no tener más castigos.
Los días pasaban y así también los meses, mientras Jacob se volvía un experto en las labores que debía realizar, ganándose solo un par de castigos más, pero casi siempre haciendo sus deberes a la perfección.
Dann y la monja se sentían orgullosos, según ellos por haber formado un buen servidor de dios, y Dann hasta creía que la intención de Jacob había cambiado y se había olvidado de su razón principal. Lo que ellos no se imaginaban es que ese muchacho esforzado y obediente, en realidad estaba planeando su venganza perfecta.
Jacob pensaba en como tomar venganza por todos esos golpes recibidos, y al ver que Dann no cumplía con enseñarle lo que prometió, por cuenta propia convertirse en lo que tanto deseaba.
Era un chico inteligente, sabía que debía esperar y planear muy bien cada detalle de su plan, para que no hubiera detalle faltante, ni error en su estrategia.
Le tocó estar encerrado con los otros jóvenes que también se preparaban para convertirse en sacerdotes, con la evidente diferencia de pensamiento entre él y el resto. No se llevaba con ninguno, porque todos hablaban de su sueño de servir al dios asesino y para él esto los convertía en un montón de idiotas sin lógica ni razonamiento. Nunca se fue en contra de ninguno, pues su plan era de traición y no había mejor manera que hacerle sentir a los demás que estaba a su favor y compartía su ideal.
Jacob veía a su familia cada domingo, cuando estos iban a ofrecer sus rezos y limosnas, pero nunca se saludaban ni acercaban. La separación era real, Jacob ya no pertenecía a esa familia.
Al principio le dolió el rechazo de su familia, pues era tan solo un niño, pero con el pasar del tiempo lo aceptó y le restó la importancia, hasta el punto de no sentir ni la más mínima gota de afecto hacia ellos. Estaba solo.
El plan de Jacob era hacerse querer por todos los importantes, el resto no le importaban. Cuando se ganara el respeto de los superiores tendría la oportunidad de ir teniendo el acercamiento suficiente a su objetivo. Pero era un plan difícil, tardaría mucho tiempo y debía ser paciente si de verdad quería obtenerlo. Él estaba dispuesto a hacerlo, esperar lo necesario.
Lo primero que debía hacer lo hizo, engañar a Dann y hacerlo pensar que tenía buenos sentimientos.
Pasaron dos años, y con sus catorce años de edad se convirtió en la mano derecha de Dann. Con esto tenía cierto privilegio en el lugar, la catedral era su casa, pero no solo para vivir ahí, sino también para tener autoridad sobre los de más bajo rango, es decir, los feligreses y los otros discípulos de la catedral. Solo estaba por debajo de Dann y las monjas, todo marchaba a la perfección.
Esta autoridad le servía para evadir las tareas de limpieza, y tener labores más importantes, como era la lectura de la biblia y escritura de cultos, lo cual estaba totalmente prohibido en ese tiempo y solo algunos lo podían hacer.
En el pueblo nada malo había ocurrido en bastante tiempo, y lo que ocurría era tan mínimo que bastaba con confesión para solucionarlo. Pero un día se acabó la tranquilidad, por así decirlo, cuando una señora llegó asustada y llorando, acusando a un hombre de blasfemia, que era uno de los pecados más grandes.
El pueblo capturó al hombre y lo golpearon hasta dejarlo muy lastimado y sangrando. Lo trajeron arrastrado hasta las puertas de la catedral y dijeron:
·        Padre Dann, este hombre ha blasfemado, ha insultado a dios y a la catedral. Le hemos traído hasta usted, para que autorice su ejecución, como es la costumbre ante tales pecadores.
Dann se acercó al hombre y lo miró directo a los ojos, mientras que el herido le decía con voz débil y quebrantada:
·        Si tu dios es tan misericordioso, ¿por qué me hacen esto los que dicen creer en él?
·        Me sorprendes – le dijo Dann – ni en agonía dejas de blasfemar, ¿acaso no amas tu vida?
·        Ten misericordia de mí, como humano, pues tu dios inexistente me ha entregado a tu disposición.
·        Y si no existe, ¿cómo pues te ha entregado a mí? Y también, ¿por qué me suplicas misericordia a mí?
El hombre inclinó su rostro y sin mirarlo respondió:
·        Porque creo en ti, Dann. Somos humanos, somos iguales, por eso confío en que actuarás con sabiduría y me ayudarás. Si tu dios no es amor, te ruego que tú lo seas.
·        No – dijo Dann – no somos iguales, y jamás me iría en contra de dios. Ya que no te arrepientes, te debo condenar a morir en la hoguera, hasta que el fuego consuma cada rastro de ti y tu pecado.
·        ¡Espera! – dijo el hombre – acércate por favor.
Dann se acercó aún más a él, creyendo que se arrepentiría y se echaría atrás de su blasfemia. El hombre levantó su rostro y escupió en la cara de Dann, un escupitajo de saliva y sangre combinados, repugnante. Se comenzó a reír débilmente y dijo:
·        Mi último día de vida fue memorable, y será mi orgullo morir de esta manera. Pero tú, ¡ay, Dann! Tú tendrás que cargar con el peso de ser un miserable asesino, en nombre de un ser que solo vive como una enfermedad en tu mente.
Dann, se limpió el rostro y dijo:
·        Llévenlo al calabozo, y cuídenlo con sumo esmero durante una semana. Después de eso, su muerte será en la plaza, frente a todo el pueblo.
Todos obedecieron y lo llevaron al calabozo, y allí empezaron a cuidar de él, curando sus heridas y alimentándolo.
El plan de Dann era que recuperara fuerzas, para que la tortura se le hiciera más dolorosa y sufriera más. Él no solo le estaba cobrando la blasfemia, sino también la humillación que le hizo con aquel escupitajo.
Jacob había presenciado todo en silencio, analizando de lo que era capaz la autoridad de Dann, para así desearla más, anhelando más algún día ser así.
Todo el pueblo estaba a la expectativa, tanto tiempo sin un asesinato “bendito” por fin terminaría, y otra vez verían la pseudojusticia divina condenando a quien pensaba diferente a ellos. Era la época gloriosa del dios crucificado y no había nadie que le hiciera frente y quedara ileso.
El obispo José María Danosio, superior de Dann, fue a la catedral a “bendecir” los elementos que se utilizarían para la muerte del desgraciado blasfemo. Ahí fue donde Jacob conoció a su siguiente escala a la gloria, pues sabía que en este hombre tendría una gran ayuda cuando lo necesitara.
Jacob era de tanta confianza para Dann que lo presentó al obispo, diciéndole que era un verdadero ángel de la cruz, como si tuviera un don divino para la santísima labor divina del sacerdocio y hasta el obispado. Así de bueno era el engaño de Jacob, al punto de que Dann ponía su confianza completa en él.
El obispo llamó a Jacob a un lugar aparte, y a solas le hizo las preguntas que solo podía responder alguien preparado para el sacerdocio, ya que llevaban tiempo de estudio para responderlas con exactitud. La sorpresa de José María fue enorme, al ver que a ninguna faltó respuesta, sino que a perfección contestó cada pregunta.
·        ¿Qué edad tienes, chico? – preguntó Danosio emocionado por la inteligencia del muchacho.
·        Solamente quince – respondió Jacob, aunque le faltaban dos meses para cumplir esa edad.
El obispo sacó papel y pluma, y escribió una carta al cardenal Ferreira, para informar de este talento caído del cielo, según él lo describía.
Salieron de nuevo y el obispo le dijo a Dann:
·        Tendré que llevarme a este chico, creo que está preparado para subir al sacerdocio, aun teniendo tan corta edad.
·        Creo que es justo, pues tiene una inteligencia inigualable. Dones como ese solo pueden provenir de dios.
Planearon y pactaron para que después de la ejecución del pecador, Danosio se llevara a Jacob consigo a la iglesia principal de Waitabo, para su unción.
El cardenal respondió a la carta yendo también a ver al chico, sorprendiéndose de la aparente vocación con la que actuaba el joven Jacob.
Estaban muy seguros de que esto era obra de dios, y no se percataban de que estaban cayendo en la trampa. En verdad Jacob tenía una inteligencia impresionante, pero no la estaba utilizando para lo que ellos pensaban. El plan era perfecto, y estaba cada vez más cerca de conseguir su objetivo.
La que se esperaba fuera la última semana de Jacob en la “Santa María de los pobres” empezó con su primera misión importante. Dann le mandó a que enterrara un clavo en la mano del condenado que blasfemó.
El clavo en la mano sería inicio de tortura, durante toda la semana tendría el dolor en su mano desesperándolo y haciendo que sufriera. La crueldad nunca podría tener un límite, mucho menos con aquellos que se atrevían a levantarse en contra del poder. El poder es eso, una perra malnacida que se hace respetar con violencia, cuando no ha sabido ganarse a las personas con buenas obras.
Jacob fue, y entró con el carcelero hasta el calabozo donde se encontraba aquel hombre. El carcelero era sordo a causa de una enfermedad, así que las órdenes se le daban por escrito. Debido a esto, Dann mandó la instrucción por escrito al carcelero, para que este llevara a Jacob con aquel pecador y le acompañara mientras realizaba su tarea.
Llegaron donde el hombre aún débil, que esperaba su muerte sentado en una de las esquinas de esa pequeña habitación. Jacob se acercó, tomo la mano izquierda del hombre y puso la puntilla de hierro sobre la palma de la mano del condenado, tomó el martillo y lo preparó para el golpe que clavaria el pequeño objeto de tortura en su carne, y antes de hacerlo miró al hombre y le dijo:
·        ¿Cómo te llamas?
El hombre lo miró y le respondió:
·        Mi nombre es Hander Deluno.
·        Yo soy Jacob. Tranquilo, no soy como el padre Dann – dijo entre risas –, de hecho, creo que me parezco a ti un poco.
·        Ah, ¿sí? – dijo incrédulo Hander.
·        Sí, aunque parece complicado, por las situaciones en las que estamos. Creo que la diferencia que tenemos es la inteligencia, yo soy más inteligente que tú.
·        Seguir a un dios asesino no es inteligente – dijo con enojo el condenado.
·        Tal vez no, pero ir tú solo contra una creencia asesina de muchas personas tampoco me parece muy astuto.
El hombre agachó su cabeza y cerró su boca.
·        ¿Por qué lo hiciste? – preguntó Jacob.
·        Me cansé, la vida no es vida si te manejan y te impiden hacer lo que quieres.
·        Tienes razón, yo también estoy cansado de eso.
·        ¿En serio? – dijo Hander – entonces ayúdame. Sé que no estaremos solos, pues es un pensamiento de muchos. Solo debemos unirnos.
·        Sería genial – le respondió Jacob – pero no puedo hacerlo.
·        ¿Por qué?
·        ¿Crees que Dann es un hombre malo? – le preguntó Jacob al condenado.
·        ¡Sí! – le respondió sin dudarlo.
·        Pues, yo soy peor – dijo Jacob mientras con fuerza le clavaba la puntilla en la mano –, y trabajo solo.
Se paró y, sin importar los gritos desgarradores del hombre, se fue sonriendo.
Regresó a la catedral y con el trabajo realizado a la perfección demostró su criterio y encantó más al cardenal, que creía que lo hacía por defender la fe.
Jacob comenzaba a mostrar sus verdaderas intenciones, la verdadera cara de lo que estaba haciendo. Lastimosamente el único que lo sabía era un blasfemo y nadie creería a su palabra.
El segundo día Dann se encargó de ir por sí mismo donde el prisionero. Al llegar donde el sujeto le escuchó reír mientras decía que todos serían engañados hasta su muerte, como si quisiera asustar a quienes le oían. Dann entró al calabozo donde se encontraba el hombre y enseriado le dijo:
·        ¿Qué es lo que gritas? ¿Acaso no ha sido suficiente?
El condenado solo se reía y le respondió:
·        Vaya, de verdad creí que eras más inteligente, Dann, pero me he equivocado.
·        ¿De qué hablas? – preguntó el sacerdote.
·        Tu pupilo, del que alardeas diciendo que es un regalo del cielo.
·        ¿Qué pasa con él?
·        Él será tu condenación, Dann. El chico es mucho peor que tú, es la maldad personificada.
·        ¿Por qué dices eso?
El hombre dejó de reír, cambiando de actitud drásticamente, y con frialdad le dijo mientras lo miraba a los ojos:
·        Yo solo soy un pecador, seguro no me creerás si te digo que el chico prepara la peor de las traiciones. Solo hay un detalle, es muy inteligente y no sabrás cuando atacará; así que si quieres cuídate.
Dann lo miró y aunque disimuló muy bien, dio un poco de credibilidad a las palabras del hombre, y la duda se clavó en su cabeza. Ese día Dann no quiso torturar al hombre, solo lo escupió en el rostro y se fue, estaba confundido.
Al llegar a la catedral se quedó analizando detalladamente cada movimiento de Jacob. Las palabras del hombre lo dejaron sorprendido, por la crudeza y seguridad con que las dijo, y justamente después de la visita del chico.
Pero Jacob era un experto en el engaño, no dejaba sospecha alguna y parecía ser perfecto.
Al ver que nada extraño ocurría, el padre Dann se sintió un poco tonto por dudar de su pequeño aprendiz y volvió a sentirse seguro de que tenía consigo a un ángel.
Al siguiente día fueron ambos, Dann y Jacob, a visitar al condenado. Esta vez para clavar una estaca de madera en sus pies, para torturarlo mientras se llegaba su día. Al parecer nada era suficiente para un pecador.
El hombre encadenado no tenía como defenderse, así que se les hacía fácil hacer estas cosas.
Cuando llegaron allí, el hombre estaba callado, con su cabeza inclinada y con gran tristeza, como si solo esperara que su muerte llegara pronto, como cansado de esperar lo inevitable.
Dann se acercó a él y le dijo:
·        No te preocupes, dios te puede perdonar, si te arrepientes y pagas tu penitencia.
·        No necesito eso – respondió el hombre – yo no me echaré atrás en lo que siento, solo por besarte el culo a ti y a ese maldito invento al que llamas dios.
·        ¡Ni sentenciado a muerte dejas de ser tan arrogante! Te estoy dando una oportunidad, ¿Así es cómo respondes a tu única oportunidad de vida?
El hombre miró fijamente a Jacob y le dijo:
·        Tú, aunque no lo quieras, vengarás mi muerte cuando mates a este imbécil, y sin embargo no servirá de nada. Un día estarás en mi lugar.
Jacob no respondió, solo lo miró y esperó a que Dann le diera la orden de clavar la estaca de madera en los pies de aquel hombre.
Dann, sin embargo, quería darle una oportunidad de arrepentirse, así que le insistió pidiéndole que se retractara de la blasfemia que había dicho y aceptara una penitencia para purificar su alma, pero el hombre se seguía negando.
·        Hagámoslo ya, este perro enfermo debe sufrir – dijo Jacob.
·        ¡No! Espera – le respondió Dann.
Dann no era así, pero en ese momento estaba sintiendo misericordia por aquel hombre. Esto no gustaba para nada a Jacob, que en la debilidad humana que estaba demostrando Dann se sentía muy enojado, él quería ver sufrir a aquel hombre, no soportaba ver como se desperdiciaba el poder.
·        Tienes la autoridad – le dijo Jacob a Dann – ¿por qué no haces justicia?
·        Cálmate, chico – respondió Dann –, no te tomes todo a la ligera.
Jacob se quedó callado, mientras por dentro maldecía por lo que estaba viendo.
Dann siguió tratando de convencer al hombre, hablándole del amor de dios, y asegurándole que la pena que sufriría valdría la pena, pues salvaría su alma y tendría oportunidad de ir al cielo.
·        No creo en el cielo – le decía el hombre –, no lo entiendes, Dann.
·        Déjame ayudarte.
·        ¿Quieres ayudarme?
·        Sí – dijo Dann.
·        Déjame solo un momento, debo pensar un poco en lo que quiero.
·        Está bien – le respondió Dann – volveré en una hora.
Salió Dann y fue a una tienda de pan, a comer con Jacob mientras dejaba que Hander pensara. Ahí Jacob le preguntó:
·        ¿Por qué insistes? Él no quiere arrepentirse.
·        Mira – respondió –, yo era un pecador, y creí que no había nada bueno en el mundo. Pero verte a ti, la forma en que actúas y la convicción con la que obras, me hace creer que aún hay esperanza.
·        Y si eres pecador, ¿Por qué no pagas penitencia como los demás?
·        No puedo – dijo el sacerdote –, creo que, si hago arrepentir a muchos pecadores, también alcanzaré el perdón. Siendo sacerdote, la pena será mayor, y no quisiera enfrentarme a eso.
·        Tendré que acusarte – dijo Jacob –, a menos de que hagas justicia a ese blasfemo.
Dann lo vio y supo que este chico tenía sed de sangre, mas no de justicia. En ese momento Dann sintió que Hander estaba diciendo la verdad sobre este chico, y recordó cuando le dijo que este chico era muy inteligente, sospechó de Jacob.
Volvieron con Hander y al entrar al calabozo donde se encontraba encadenado, Dann se acercó y le preguntó:
·        ¿Qué has pensado?
Este le respondió con algo de desánimo:
·        No lo sé; no creo en tu dios, pero tengo miedo a morir. Quizás quiero sufrir un poco a cambio, pero no soporto la idea de entregarme a esa ideología que tiene en crisis a este mundo.
Dann lo miró y le dijo:
·        Huye entonces, escápate de aquí y vete tan lejos como puedas.
·        ¿No ves que estoy encadenado? No puedo escapar.
·        Yo te ayudaré – dijo Dann mientras trataba de romper las cadenas, halando fuerte.
·        ¿¡Qué haces!? – gritó Jacob.
·        Ya me cansé – respondió Dann –, puse mi esperanza en ti, y veo que no eres lo que pensé.
Dann estaba decidido a romper las cadenas y soltar al hombre, pero sus esfuerzos solo pudieron romper la cadena de la mano derecha, pues cuando la rompió y quiso continuar con el resto de cadenas, murió. Jacob lo asesinó, clavándole la estaca en la parte de atrás de la cabeza con fuerza.
Con una mano suelta, Hander trató de romper el resto para huir, pero Jacob fue corriendo donde el carcelario y con señas lo llevó hasta el calabozo a que viera al prisionero haciendo esfuerzos, y el cuerpo de Dann tirado a sus pies, para que creyera que él en su intento de huir lo había matado. El carcelero al ver lo que estaba pasando, pensó inmediatamente en la culpabilidad de Hander, y lo golpeó repetidas veces hasta dejarlo inconsciente.
El carcelero, para asegurarse de que no volviera a ocurrir algo así, le quebró las muñecas a Hander, dejándole sin manos, o mejor dicho con manos inservibles. Lo volvió a encadenar, esta vez con más fuerza y escribió una carta para que Jacob le llevara al cardenal, informándole lo que había sucedido.
Jacob actuaba como asustado, pero por dentro se mofaba de la credulidad de todos los que no sospechaban de él.
Fue con el cardenal y le dio la carta, y de inmediato el pueblo se reunió junto a la prisión a pedir la muerte del supuesto asesino del padre Dann. Todos gritaban y lanzaban maldiciones al prisionero, mientras Hander aún estaba inconsciente. Pedían que se les diera al hombre, para matarlo, pues no solo era blasfemo, sino que también ahora era asesino de un “enviado de dios” y sacerdote cuidador de una de las catedrales más importantes.
El odio hacia el hombre era la representación de la ilógica creencia colectiva de la muchedumbre, que pedía asesinar a un asesino, que maldecían al maldiciente y con odio pretendían imponer el pseudoamor de su dios crucificado.
El cardenal trató de calmar a la gente que se había reunido airada junto a la prisión, pero era muy difícil que el pueblo perdonara a el hombre que asesinó a uno de los más queridos sacerdotes de la ciudad. Ferreira mandó al obispo a despertar al hombre y entró para hablar con él.
·        ¡Eres muy estúpido, miserable animal! – le dijo Ferreira al hombre moribundo.
Llorando, Hander le respondió:
·        Por favor ayúdeme, mis brazos me duelen mucho y mis manos han sido destruidas injustamente. No he sido el culpable de esto, el chico lo ha hecho, él los está engañando.
El hombre apenas si podía hablar, lloraba del dolor tan cruel que estaba sintiendo. Esperaba encontrar en el cardenal la misma misericordia que Dann había tenido, pero no la halló.
Ferreira tomó un trapo limpio y limpió la boca de Hander, se acercó y lo besó. El beso de un cardenal significaba muerte inmediata, y representaba la última gota de vida antes de ser entregado al fuego eterno.
Sacaron al prisionero arrastrado y lo llevaron a la plaza, donde lo entregaron ante la multitud que con puntapiés y pisotones lo terminaron de matar. Cuando murió, su cuerpo fue colgado de un madero y quemado en una hoguera hasta no dejar rastros de lo que algún día fue.
El cardenal Ferreira se llevó a Jacob a la catedral y mandó que todos los habitantes de la ciudad se acercaran. Allí puso a Jacob frente al pueblo y dijo:
·        Este es un prodigio de dios, en el cual se ha hallado la gracia que solo los santos pueden tener. Este será vuestro sacerdote desde hoy, a él obedeced, sin mirar su juventud como impedimento, pues su sabiduría y autoridad vienen de dios.
El pueblo, como esclavos sin decisión, aceptaron sin reprochar las palabras del cardenal, y desde ese día Jacob se convirtió en el sacerdote más joven que existió en la ciudad de Waitabo.

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