Séptimo capítulo.

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―Un descuido y el olvido, también son actos de engaño.

Un destello lejano parpadeó un instante, fastidiando el iris marrón de mis ojos, llamando mi atención, consiguiendo abstraerme de mis pensamientos, y trayéndome de nuevo a aquel presente, seguramente producido por algún cristal, al abrir o cerrar una de las ventanas de los pisos del frente, las cuales yo podía observar tras de aquel ventanal. El volumen de la música fue decreciendo, y la aguja del tocadiscos, cayó en el vacío del surco que aparta una pista de la siguiente, y se hizo un silencio breve, solo interrumpido por el sonido característico de un pequeño motor en funcionamiento, produciendo una monótona vibración.

Me di vuelta sin guardar el móvil en mi bolsillo, sosteniéndolo en mi mano derecha. Las delicadas notas primeras de aquella preciosa composición de Francis Lei, me provocaban tranquilidad, tan necesaria como recordada, al escuchar después de tantos años las melodías de «Les Deux Nudités». Me fijé entonces que en aquel estudio estaba únicamente yo. Ni la señora Almudena, y tampoco Paola se hallaban allí. ¡¿La habitación del pecado?! —pensé—. Sí, allí deberían de estar conversando. Y me dirigí hasta la abierta entrada.

Me encontré de golpe con una imagen jamás imaginada y en mi rostro se dibujaría, con seguridad, una expresión de profundo desconcierto. No sabría expresar muy bien aquellas lejanas sensaciones, por lo que veía, y por lo que estaba sintiendo, al observar aquella... ¿Erótica visión?

Su perfecto rostro de anguladas facciones tan púberes, con sus abochornadas mejillas y el áureo cabello revuelto, más sus agitados gestos, descifrando en aquella carita de niña buena, el desenmascarado enigma que le congestionaba el rostro. El de una mujer que goza. Ahogados sus gemidos, con los párpados cerrados y aquellos grititos incesantes, pretendiendo salir con mayor fuerza y placer de su boca.

En aquella habitación, con módica claridad, embelesado, me quedé tan solo, unos dos pasos dentro. ¡Inmóvil!, y con la puerta tras de mí completamente abierta, y tapizada por dentro, con un acolchado rojo de piel sintética, de idéntica textura a las demás paredes del lugar. Maderos en cruz, uno adicional formando una «X», estanterías altas de barnizada madera de ébano, con artilugios varios; metálicos unos, de cuero de animal, los otros.

Una cama central, tan amplia como para jugar allí una partida de squash, con barrotes altos y cromados. Por tendido, una satinada sábana de seda negra, almohadones anchos y rojos, tres de formas rectangulares, otros dos bastante largos, como tabacos cubanos, y unos amarres con sogas en sus extremos.

Algunos taburetes altos, y un mueble sinuoso, a modo de las colinas que rodeaban mi lejano terruño. Por cielo raso, una malla acerada, ataviada con cables y poleas. También tres juegos de luces, azules, rojas y ámbar, distribuidos en lo alto de las cuatro esquinas. Del techo, varios velos suspendidos, vino tintos, negros y dorados. Cintas anchas, otras angostas de tela brillante, brunas y rojas igualmente. Velones solitarios sin fulgor, y algunos candelabros dorados, con tres distinguidas velas encendidas. Aromas, olores... ¡Aquella era, sin duda alguna, la «Habitación del pecado»!

Un poco al fondo, Paola permanecía acostada boca abajo, sobre algo parecido a una camilla de baja altura. Brazos y manos a sus costados, sus piernas blancas y largas, abiertas a cuarenta y cinco grados, dobladas hasta rozar con los dedos de sus pies, el suelo de madera. Ella tenía su falda remangada por encima hasta su cintura, y sus zapatos beige de alto tacón, desorientados a un costado, apartados del tapete. En la boca una pelota roja, de goma tal vez, unida a una delgada cinta de cuero negro que se aseguraba con una hebilla metálica tras su nuca.

Y entonces comprendí el porqué de aquellas vibraciones. Una máquina de aspecto extraño para mí, se hallaba justo por detrás, en medio de sus piernas. Un marco de negra tubería metálica, hacía las veces de soporte para un motor eléctrico, el cual, mediante un engranaje, hacía girar una rueda plateada y esta a su vez, movía con empeño y frecuencia constante un pistón brillante y delgado, en cuyo extremo se adosaba un falo grueso y negruzco —una verga descomunal—, desplazándose hacia adelante y luego atrás, como siguiendo el ritmo de la música que se escuchaba de fondo.

Y Finalmente... Ella & Tu Regalo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora