Prólogo

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Bajo el manto de una noche eterna, los astros parecían alinearse en dirección a aquel que peregrinaba hacia la tierra prometida. Los árboles susurraban al compás del viento, y entre sus ramificaciones centelleaban orbes de múltiples tonos, como si decenas de ojos espectrales se reunieran para presenciar lo que estaba por ocurrir. Quizás madrugaron por simple curiosidad, por la necesidad insaciable de conocer la verdad detrás de los rumores que serpenteaban en las sombras.

Solo los valientes osaban perturbar la inmensa quietud del bosque. Y entre ellos, un trío avanzaba en una carroza. A la delantera, un arriero tiraba de las riendas, seguido por un guardia que mantenía la vista fija en el último ocupante: el viajero.

A la distancia, el canto de las aves alcanzó su punto culminante, entonando una melodía inquietante, sutil pero penetrante. El viajero la coreaba, su voz gutural resonando con una intensidad que provocaba un escalofrío involuntario en sus escoltas. Hastiados, le exigieron silencio en nombre de aquel que había solicitado su presencia. Pero en respuesta, solo obtuvieron una carcajada... y luego, un silencio mortal.

Así permaneció hasta que la carroza se detuvo, justo antes de cruzar el puente que conducía a la imponente estructura. Tres colosales torres se erguían en la delantera, tan descomunales que sus bases se perdían en la pálida neblina acumulada a sus pies. Una imagen propia del punto más alto del reino, donde el viento rugía como si arrastrara consigo los secretos de quienes osaban traspasar sus muros.

—Hasta aquí llegamos nosotros. El resto del camino has de recorrerlo de forma independiente. —

El viajero descendió con la fluidez de un lobo que abandona la sombra de los árboles, apenas unos instantes antes de que la carroza diera media vuelta y se alejara en dirección contraria. Con un movimiento pausado, se despojó de la capucha que ocultaba su rostro, dejando al descubierto facciones marcadas por la severidad de los años y la intemperie: pómulos afilados, ojos rasgados como los de un halcón y una barba espesa que enmarcaba su expresión inescrutable. Su estatura, superior a la de los guardias que lo escoltaban, imponía una presencia que ninguno de ellos pudo ignorar mientras avanzaba, cada paso resonando contra las piedras bajo el amparo de los muros.

Sin indicaciones que le guiaran, se vio obligado a moverse con la cautela de un jugador en un tablero aún desconocido. No le inquietaban las miradas recelosas de los centinelas, ni la firmeza con la que empuñaban sus arpones. Sabía bien que no se atreverían a alzar sus armas contra él, no mientras sostuviera en su mano la carta que aseguraba su derecho a pisar suelo norteño.

Con la mirada afilada como una espada en reposo, escudriñó el perímetro y encaminó sus pasos hacia la sección menos concurrida de la fortaleza. Su andar era tranquilo, imperturbable, y sin embargo, su sola presencia pareció alterar a los vigías. Fueron ellos quienes, en un ademán de reverencia y precaución, abrieron las puertas de par en par. La decisión fue interpretada por muchos como una muestra del inminente poder que poseía el forastero, aunque en la mente de los más astutos solo había un razonamiento: en el juego de reyes y conspiradores, jamás se debe dejar a la reina desprotegida.

El acertijo que los dirigentes habían dispuesto en su camino carecía de la complejidad que solía entretenerle. Por un momento, incluso sospechó que todo se trataba de una trampa. Mas cualquier atisbo de desconfianza se disipó cuando, al otro extremo del gran salón, distinguió a los gobernantes de aquella majestuosa tierra. Se pusieron en pie con dignidad y admiración apenas le vieron cruzar el umbral, convencidos, sin necesidad de más pruebas, de que el hombre que ahora tenían ante ellos no era un simple viajero, sino un estratega cuyo ingenio ya era tema de susurros en los rincones más oscuros del reino.

Sobre ellos, colgando de la techumbre, un magnífico candelabro arrojaba destellos dorados sobre la estancia. Las velas, aún frescas, ardían con un fulgor que delataba la brevedad de su espera. Fuese cual fuese el propósito de aquella reunión, una cosa era segura: el momento había llegado.

Dern: whispers of the hidden treeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora