SEIS

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Me resulta raro haberme levantado un fin de semana tan temprano. Pero Grethel está exigiendo uno de los pagos de su lista, así que estoy frente al portal que da a la urbanización, esperando. Por lo que logré entender en el mensaje —porque ella ha conseguido mi número y me ha llamado—, me ha dicho que la número ocho será mi moneda de cambio. La número ocho es bañar a sus mascotas. Y me preocupa el plural, y el que estamos hablando de Grethel.

Cuando por fin el portero me deja entrar, arranco el auto e ingreso. Mirando las hermosuras de casas a cada lado, tarareo la canción que suena en la radio con una entonación desafinada. Luego, aparco en la que es la casa de la reina, y suelto un silbido al comprender la magnitud. Es una de las más grandes y bonitas de la cuadra. Tres pisos, un enorme garaje de portón negro, las paredes de colores blancos y beige, y un jardín de rosas bien acomodado. Mientras avanzo, reconozco a la mujer que parece podar el césped. Ella, por igual, me reconoce y se acerca a saludarme.

—Oh, cariño. Que gusto volverte a ver.

—Hola de nuevo, Señora Queen —la saludo, con educación—, no sé si esté enterada, pero Grethel y yo tenemos un acuerdo educativo.

—Por supuesto que lo sé —sacude la mano, retándole importancia—. Me lo ha dicho hace unos días. Sabía que te estaba compartiendo su tan extensa inteligencia para que seas bueno —se ríe. —Me alegra saber que te has vuelto su amigo. Normalmente no viene casi nadie a verle, a excepción del vecino de al lado. Son muy buenos amigos.

Si sigo un rato más con su madre, me dirá hasta la primera vez que su hija tuvo la menstruación y cómo fue la travesía. Por suerte, Grethel llega justo a tiempo a salvarme, y me hace pasar hasta el jardín trasero. Apenas si puedo admirar la casa.

—Lindo lugar.

—Es lindo, sí. Pero me gusta más aquí —señala lo que parece ser un cobertizo, sonriendo—. Vamos, para que conozcas a mis bebés.

— ¿Tus mascotas?

Me ignora, pero me dejo arrastrar al sitio. Parece una casa de granja, y trago fuerte cuando el olor a heces de animal me pega a la nariz. Al rincón, hay un potro de color negro, del otro lado, una vaca come pasto y, cerca de ella, una oveja saluda mientras se acerca hacia nosotros. Me mira, chillando. Me siento lleno de pánico.

— ¿Debo bañarlos?

—A ellos no. —Se burla en mi cara—. A Manchas y a Trapos.

Dicho eso, los llama. Al fondo se escuchan ladridos, y ambos perros —gigantescos perros—, se le lanza encima.

Reconozco al manchado de inmediato: es un dálmata. Sin embargo, no es hasta que me explica la raza de Trapos, que comprendo que es un Komondor, una raza de perros grandes y de pelaje similar a las escobas que usan para limpiar el piso, eso, aparte de que es un buen animal para pastorear el ganado. Ambos son inmensos perros, y no me trago el hecho de que toda esta sección de la casa, sea suya. De hecho, mientras me muestra, veo la gran jaula —que digo gran— en donde una diversidad de aves conviven en un espacio natural para ellos solitos, libres de volar a donde gusten —dentro del espacio, claro—, y para tener una vida segura.

Ella sonríe, orgullosa del amor que le tiene a las mascotas, y yo me trago las ganas de gritar ante todo lo que veo. ¡Si esto es una locura!

Tiene un zoológico para ella misma, y mientras me da un recorrido, me explica que son animales que salvan y luego liberan. Algo para invertir el dinero que le sobra.

Sí, tal como dijo: el dinero que le sobra.

Ni con el dinero que me sobra me alcanza para un jugo.

Cartas para el otro ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora