DIECISIETE

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Grethel estaba dormida al fondo de la clase. Quizás el libro que cubría su rostro impedía que el profesor se diera cuenta, pero yo, que estaba a unos asientos a su derecha, tenía una vista de su carita relajada por el sueño. Hacía bastante tiempo desde que no se quedaba dormida en el salón, y desconocía qué pudo haberla trasnochado tanto. Entrelazando mis brazos sobre el pupitre, apoyé mi cabeza en ellos y me dediqué a mirarla.

Pequeñas pecas, lentes grandes, piel tierna y rosada. Y su característica vendita.

Cuando la campana sonó, me coloqué de pie y me acerqué a su puesto. Creyendo buena idea asustarla, me acuclillé hasta tenerla frente a frente y la sacudí por un brazo.

—No quiero ir a la escuela, mamá —balbuceó—, los demás me hacen daño.

Intenté pasar el amargo sabor que me dejaron sus palabras, pero volví intentar, susurrando su nombre.

—Vamos, despierta.

Me tomó más de lo que esperaba, pero cuando se enderezó en su puesto, se veía desorientada, con sueño y el cabello revuelto. Incluso un pequeño hilo de baba bajaba hasta su mentón. Cuando pareció caer en sí, se limpió la boca y bostezó, estirando sus brazos. Me miró a su lado y pegó un pequeño brinco, luego observó el salón vacío y prácticamente saltó sobre sus pies hasta la entrada.

— ¿¡Por qué no me habías despertado!?

—Tienes el sueño pesado —me excusé, encogiendo mis hombros. Grethel iba con prisas a la siguiente clase, a mí me sentaba igual si llegaba tarde o no.

Estuvimos a punto de cruzar por el pasillo, cuando el ruido brusco de unas mesas nos alertó. Los quejidos de lo que parecía ser una lucha, llamó nuestra atención. Con precaución, ubiqué a Grethel a mis espaldas mientras nos acercábamos a una de las aulas vacías que había. Para nuestra gran sorpresa, era Mai y el profesor de física, que la tenía fuertemente sujeta de la muñeca. La rubia me reconoció de inmediato, y pude ver su grito de ayuda en su mirada, pero ni por asomo las palabras salieron de su boca.

Grethel se acercó, curiosa, sin decir nada al respecto. El profesor soltó el agarre que apresaba a la rubia, pero ésta no se atrevió a acercarse, tampoco a hablar. El gato encerrado que se cocía en la habitación, me revolvía la tripa y me volvía suspicaz. Pero no al punto de Grethel. Ni de cerca podría entender la comunicación silenciosa, que las mujeres lograban tener cuando se sentían en peligro.

Mientras la reina se agachaba y tomaba el teléfono —el que estaba debajo del escritorio y no había logrado ver—, su semblante cambió de inmediato. Una lluvia de emociones volcó su rostro, haciéndolo enrojecer al punto colérico absoluto.

No me dejó ver cuando hice ademán de acercarme, pero apretó en su puño el celular y, decidida, se acercó hasta Mai. La tomó del brazo y la alejó del profesor, que aún permanecía confiado ante lo qué sea que sucedía. La rubia, de inmediato, buscó refugio en mis brazos. La reina se montó en su trono.

— ¿Qué significa esto?

—Mis asuntos personales no les conciernen, señorita Queen.

—No. Está usted en toda la razón —argumentó a su favor. Mai palideció—, pero no porque no sea mi problema, voy a dejar pasar esta porquería como si nada.

Se giró a Mai, con los ojos encendidos con ferocidad.

— ¿Desde cuándo? —La joven tembló, casi llorando—, ¿tiene tiempo, cierto?

Dejó ir un sollozo, asintiendo.

El gesto indignado y embravecido de Grethel se multiplicó. Volviéndose al profesor, siguió apretando el teléfono en su mano.

Cartas para el otro ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora