1

5.8K 255 7
                                    

El martes por la noche, Alfonso entró a su casa cerca de la medianoche. Normalmente la casa estaba en silencio a esas horas, pero ese día, algo parecido a un sollozo rompía la tranquilidad del oscuro lugar. Había estado todo el día trabajando y, para colmo, había tenido una cena de negocios con sus socios de Berlín que lo había tenido ocupado hasta media hora antes, cuando había dicho que ya era muy tarde y tenía que volver a casa con su hija, Eda.

Eda había llegado a su vida sin previo aviso. Hacía unos seis años, había cometido la estupidez de acostarse con una modelo británica que había conocido en una fiesta durante uno de sus viajes de negocios. Al principio, Charlotte le había dicho que ella también buscaba diversión aquella noche solitaria pero, cuando una semana después lo había vuelto a buscar para repetir e incluso comenzar una relación, Alfonso le había cerrado la puerta en las narices y Charlotte había desaparecido sin mirar atrás. Unos meses después, su secretaria había aparecido con una bebé en brazos, un sobre en una de sus manos y la boca prácticamente desencajada.

— Señor Herrera... —había dicho, con la voz temblorosa y ronca.

Alfonso la había mirado fijamente, sin entender que hacía con un bebé entre sus brazos.

— ¿Qué narices es eso?
— Esto... Es un bebé. Lo han dejado en recepción.
— ¿Y por qué me lo traes a mi?¿Me has visto cara de niñera o algo así?
— Han dicho que era para usted, supuse que sabría más.
— ¿Para mi?

Alfonso no podía salir de su asombro, ¿quién le había dejado un bebé y qué clase de broma pesada era esa? Lo mismo su hermano... Pero no sería tan cabrón.

— ¿De quién narices es ese bebé?

Victoria se encogió de brazos, se acercó hasta él y dejó una carta sobre su escritorio. Alfonso la leyó detenidamente, mirando fugazmente a sus secretaria aún con el bebé aún en brazos, arrullándolo para que no llorase.

— Será... —susurró.

La carta no era larga, pero era altamente reveladora. Charlotte se había quedado embarazada aquella noche en Londres, no había tenido el valor para abortar porque era una vida humana pero no quería saber nada del bebé porque era lo que menos necesitaba en su carrera. La criatura apenas tenía horas de vida y la madre ni siquiera le había dado un nombre.

Alfonso se pasó las manos por el pelo, alborotándolo. Un bebé ¿Qué se suponía que tenía que hacer con un bebé? Suspiró y miró a Victoria, que tenía los ojos abiertos como platos fijos en la pequeña personita que tenía entre manos.

— Señor...
— Haz que traigan algo para poner a la niña.
— ¿Es niña?
— Eso pone en la carta —dijo, encogiéndose de hombros.
— ¿Y cómo se llama?
— No tiene nombre.

Victoria había abierto la boca sorprendida. Ni siquiera tenía nombre... Pobre criatura, pensó Alfonso. Segundos después se levantó, fue hacia su secretaria y le arrebató al bebé de los brazos.

— Dámela, cancela todas mis reuniones.
— Pero señor...
— Que las canceles. Me marcho. Hasta el lunes.

Sabía que estaban a jueves, pero necesitaba hacer muchas cosas si esa era su hija. Primero, necesitaba comprobar que, efectivamente, era sangre de su sangre.

Cuando los resultados dieron positivo, a Alfonso le cayó un jarro de agua fría encima. Tenía una hija, ni siquiera recordaba bien físicamente a Charlotte, pero tenía una hija. Era pequeña, muy pequeña, tenía los ojitos cerrados, la nariz respingona y una boquita carnosa, su cabeza era como la de una muñeca, toda ella era una muñeca. Y Alfonso quedó prendado al segundo. Jamás había imaginado que pudiese querer tanto a una persona, sin siquiera conocerla. La estrechó contra su pecho y besó su cabecita.

Cuando empezó a protestar, se dio cuenta que tendría que tener hambre, y se puso histérico hasta que encontró a alguien que le ayudase.

Los primeros meses habían sido horribles. Alfonso había intentado mantener su vida como hasta el momento, porque pensaba que un bebé no daría mucho trabajo, no sabía mucho sobre niños pero pensaba que un simple bebé, que se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, no podría dar mucho trabajo. Pero se equivocaba, se pasaba las noches en vela, cambiaba más de diez pañales al día y tardaba horas en encontrar el punto exacto a la leche para que Eda se la tomase. Había comenzado a contratar niñeras al año, cuando Eda había empezado a caminar y le era imposible vigilarla constantemente con el trabajo que tenía, pero ninguna era lo suficientemente buena para cuidar de su hija. La primera había sido Coraline, había estado con ellos casi un año entero, pero en cuanto la niña había empezado a correr de un lado a otro, agarrando cosas y escondiéndolas, se había ido diciendo que sacaría de quicio a cualquiera si pasara más de tres horas con ella, como si una niña de dos años fuese un monstruo o su jefe de contabilidad. La siguiente había durado dos meses y se había ido porque decía que la niña no hacía más que morderla y chillar, después de esa, habían seguido otras seis. Eda tan solo tenía cinco años, pero en eso se parecía a él. Cuando algo no le gustaba, se quejaba, o hacía cualquier cosa por salirse con la suya.

Y, por los sollozos que escuchaba, parecía que había llegado el momento de la niñera actual.

— ¿Linda?

Cuando había llegado a ella la había visto acurrucada en un rincón del sofá, con las manos cubriéndose la cara y agitando los hombros sin control. Linda lo había mirado, con los ojos rojos, cuando Alfonso la había vuelto a llamar.

— ¿Pasa algo?
— ¿Qué si pasa algo? Ya he aguantado bastante señor Herrera, esa niña es... Es...
— Cuidado —le advirtió Alfonso con la mirada seria—. Es mi hija de la que está hablando.
— Esa niña es una malcriada —contestó serena, irguiéndose delante de él—. Y no voy a aguantarla ni un día más. Me marcho.

De pronto, Alfonso reparó en las maletas que había en la esquina de la habitación y abrió los ojos sorprendido.

— Tiene que avisar con dos semanas de antelación, debe darme tiempo para buscar una niñera más... Competente. No le pagaré si se va ahora.

Linda dio un pequeño salto al oír como la insultaba, pero alzó la cabeza, aun con lágrimas en los ojos y contestó:

— Me da igual lo que haga usted —llevaba solo un mes trabajando para ellos—, no quiero el finiquito. Me voy porque no aguanto un día más en esta casa. Usted se pasa el día trabajando y esa niña traviesa se pasa las horas haciéndome la vida imposible.
— Sabía, antes de comenzar a trabajar aquí, que mis horarios podían llegar a ser demasiado... Extensos. Es practicante la razón por la que necesito una niñera, por si no se ha dado cuenta.

Estuvieron discutiendo casi media hora más pero Linda había terminado yéndose en mitad de la noche, con sus dos viejas maletas marrones y la cabeza bien alta. Alfonso había subido las escaleras con su tercer vaso de whisky en la mano. No le gustaba beber cuando estaba con su hija, aunque esta estuviese dormida y, si lo hacía, no se permitía más de dos vasos, pero necesitaba desesperadamente serenarse así que se había tomado el primero de golpe después de servirlo y antes de salir del despacho, donde tenía el mini bar, se había bebido la segunda.

Eda dormía plácidamente abrazada al osito rosa que le había regalado cuando había cumplido tres años, con una sonrisa en la cara y el pelo revuelto por la almohada. La observó durante algunos minutos, pensando en cómo iba a conseguir una niñera de la noche a la mañana y, en silencio, entró en la habitación para dejar un beso en su cabeza.

— Diablillo —suspiró en un pequeño susurró que la niña pareció entender, pues sonrió como si se lo hubiese dicho despierta.

La niñera del jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora