Capítulo 1

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Como era usual, había algo en la oscuridad del ambiente, en los gritos enardecidos de ánimo, en el hacinamiento y en el olor a sangre y sudor que hacía que los labios de Hágnar se curvaran por sí solos en una sonrisa. Claro que las diez pintas de cerveza roja, bien fuerte y amarga, también tenían algo que ver. En ese momento estaba terminando la onceava, con igual entusiasmo y ansiedad que la primera.

Alzó alegre la jarra, salpicando a los hombres que se apiñaban a su lado. Aquello no parecía molestarles en lo más mínimo, en parte porque ellos también estaban como una cuba, y, sobre todo, porque su atención no se apartaba de la paliza que Bob el Apuesto le estaba dando a Hal el Zapatero.

—¡Vamos, Bob! —aulló Hágnar, salpicando cerveza en todas direcciones—. ¡Ensé... ñale cómo se pelea!

Bob le estaba enseñando, de eso no cabía duda. El círculo de arena, vallado por la alta cerca de contención, estaba regado con la sangre de Hal el Zapatero, y puede que con un par de sus dientes también. Como para ilustrarlo mejor, Bob lo presionó con un recto y un zurdazo al cuerpo. Hal logró eludirlos, pero no llegó a ver un tercer golpe directo a su mandíbula.

El Zapatero cayó. El público rugió con la usual mezcla de vítores y maldiciones. Hágnar estaba entre los primeros. Gritó de felicidad, lanzando su cerveza al aire. Contra las vallas, los corredores de apuestas reunían las monedas a gritos mientras tomaban nota de las pujas; en la arena, el árbitro agitaba la diestra delante del rostro amoratado de Hal, marcando la cuenta con la zurda.

—Uno, dos, tres...

—¡Cuatro! —bramó la audiencia.

—¡Cinco! —los coreó Hágnar, zampándose lo que quedaba en la jarra.

La verdad era que se lo estaba pasando en grande. Los dioses sabían que no se le daba bien apostar, pero siempre que visitaba las arenas de lucha de Ruvigardo, el dinero pasaba a un saludable segundo plano. Él estaba allí para distraerse. Y por amor al arte, claro. Siempre era divertido ver cómo dos hombres se mataban a golpes, y el ambiente sombrío de los reñideros hacía que Hágnar se sintiese casi como en casa.

Su verdadero motivo de visita a la ciudad, no obstante, distaba del inocente disfrute de las peleas. Se había enterado de la posibilidad de un muy interesante contrato, nada más y nada menos que trescientos soles de oro. Iba a aceptarlo, claro, pero hasta que le pagaran no tenía dinero suficiente para costear su estadía, de suerte que la visita a la arena se había vuelto más que necesaria. Esa noche peleaba Bob el Apuesto, así que era una apuesta segura. Quizás no supusiera un gran ingreso, pero para Hágnar, que nunca se había caracterizado por cuidar de sus finanzas, cualquier moneda hacía una diferencia. Incluso si el Zapatero se levantaba y noqueaba a Bob, se iría satisfecho de allí. Había ido por amor al arte.

En ese preciso momento, el susodicho ponía todo su empeño en ponerse de pie. La cuenta ya había llegado a nueve cuando Hal se incorporó, sujetándose de la valla para no caerse. Los espectadores del otro lado lo empujaron de vuelta a la arena entre silbidos y risotadas. Hal era un sujeto alto y corpulento, pero parecía pequeño al lado de su rival. Bob el Apuesto, que no tenía nada de apuesto, le sacaba casi una cabeza. Tenía los brazos propios de un herrero, el pecho y los hombros de un toro y una barriga grande y sólida como una roca. Sus puños, grandes como melones, estaban recubiertos hasta el codo por vendas enrojecidas.

Hundió uno de esos puños en la cara de Hal, mandándolo de vuelta contra la arena. Esta vez el conteo no se vio interrumpido. Se llevaron a rastras al Zapatero entre dos hombres, mientras el árbitro alzaba el brazo de Bob.

—¡Vencedor y campeón aún invicto! —exclamó—. ¡Bob el Apuesto!

El público bramó aclamaciones e insultos por igual. Hágnar volvía a estar entre los primeros. Se pidió a gritos otra cerveza mientras el organizador de las riñas se metía al ring a presentar a la siguiente víctima, o sea, al siguiente púgil.

Crónicas de Kenorland - Relato 4: DeudasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora