Interludio

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Leyton Áldrich, conde de Tres Torres, aún estaba vivo cuando el barón Herbert Eist abandonó Ruvigardo. Incluso llegaron a intercambiar unas cuantas palabras el día anterior a su partida.

Estaban en la Galería de la Gloria, en Dominio Alto, una colosal estancia de muros de cristal a la derecha y toda una colección de armas, estandartes y armaduras recogidas en miles de batallas en el muro opuesto. El mar brillaba anaranjado bajo la luz menguante del crepúsculo, reflejándose en los ventanales en cien matices de rojo, púrpura y amarillo. Eist se había acercado para hablarle en voz baja mientras caminaban por la enorme, inmensa, galería.

—Debemos tener cuidado, Leyton... —le había dicho—. No creo que haya sido casualidad que fueran por las cabezas de Cuy y Lester...

El conde Áldrich le había quitado importancia.

—Te preocupas demasiado, Herbert. No son más que unos simples vándalos, unos forajidos miserables que se han pasado de la raya. La guardia no tardará en localizarlos y atraparlos, y, cuando lo hagan, estarán suplicando de rodillas que les den una muerte rápida.

A Herbert Eist no le parecía cauto subestimar a alguien que había dado muerte al consejero de comercio exterior y a uno de los más íntimos amigos del rey.

—¿Se te ocurre alguien en la ciudad que estuviera más protegido día y noche que Cuy y Lester?

—¿Nosotros? —sonrió Leyton, mirando a través del ventanal. Su regio perfil, de rasgos rectos y hermosos, parecía hecho para ser grabado en una moneda. Era un hombre alto y esbelto, de rizada cabellera castaña. Sus ojos marrones brillaban en un rostro bien afeitado, de expresión aburrida, como si todo cuanto lo rodeaba no fuera digno de su atención.

—Apuesto a que ellos también creían que estaban bien protegidos —musitó Herbert—. Deben haber confiado en todo su séquito de guardias... antes de que los mataran, claro.

—Repito, te preocupas demasiado.

—Y tú demasiado poco. Esto es grave.

Leyton le dirigió una mirada que reflejaba todo el aburrimiento del mundo.

—Que Lester y Cuy estén muertos no necesariamente significa que nosotros estemos en peligro.

—¿Acaso hablas en serio? Dos hombres poderosos asesinados en tan solo una luna, conocidos ambos por haber apoyado públicamente la política de paz del rey... ¡Igual que nosotros!

—¿Acaso te arrepientes?

—¿Eh?

—Que si te arrepientes de haber seguido a Gádriel en esa cuestión.

Eist apretó los labios. Leyton era demasiado arrogante y despectivo para su gusto... pero era también uno de los mejores consejeros con los que contaba su alteza. Eist era todavía uno de esos viejos idealistas que anteponían el bienestar del reino ante cualquier otra cosa, y eso implicaba tener que aguantar a hombres como Leyton Áldrich, un noble del más rancio abolengo, demasiado rico, ambicioso y ciego de orgullo.

El bien de Ilmeria.

Por ese ideal había apoyado la decisión del rey. La paz era lo mejor que podían ofrecerle al pueblo luego de décadas de guerra ininterrumpida. Él, Leyton y el vizconde Lowell habían estado codo a codo junto al rey cuando el armisticio se firmó, y no se arrepentía.

—No me arrepiento —dijo en tono cortante—. Poner fin a la guerra era necesario. Su majestad hizo lo que había que hacer.

—Pero por supuesto. —Áldrich lo miró perezosamente—. El viejo rey Kyriel era demasiado corto para entender que semejante conflicto no haría más que llevar al reino a su ruina. Una nación constantemente en guerra debe destinar recursos cada vez mayores a mantener los frentes, debilitando la industria y el comercio. Y es el comercio, amigo mío, lo que hará crecer a este país, no la guerra. Afortunadamente, nuestro nuevo rey sí lo entiende.

Crónicas de Kenorland - Relato 4: DeudasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora