Capítulo 6

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La biblioteca de Tres Torres resultó ser una agradable sorpresa. Era pequeña, sí, y no tenía la información que buscaba, pero estaba provista de libros de lo más interesantes. Aiden se entretuvo durante varias horas con Dulgardon: Apogeo y Caída, de Solgos, y con una versión casi completa de Tiranos de los cielos, un compendio anónimo sobre las diferentes razas de dragones y sus cualidades.

La noche estaba muy avanzada cuando devolvió el libro a su pila. Contuvo un bostezo, frotándose los ojos con los nudillos. Estaba sentado directamente sobre la alfombra, con las espaldas cargadas contra una de las estanterías. A su alrededor los libros formaban desordenadas torres de cuero y papel. No se escuchaba ni un sonido en el castillo y, salvo por la lámpara que había llevado consigo, la biblioteca estaba completamente a oscuras.

Sabía que era tarde, y que sería mejor si intentaba dormir un poco, pero últimamente rehuía cada vez más el sueño. Sabía qué le aguardaba si cerraba los ojos.

Las pesadillas habían atormentado a Aiden desde que tenía uso de razón. Al principio, cuando no era más que un niño apaleado en la Fortaleza, solía ver las imágenes difusas de una aldea en llamas, con sus calles cubiertas de sangre. Siempre escuchaba el llanto desgarrador de una mujer antes de despertarse. Luego vino el sueño habitual. Unos ojos vacuos y sin vida mirándolo a la cara, el filo del acero atravesando su rostro, bajando, rasgando. A veces se veía rodeado por la niebla matutina, saliendo de una tienda de campaña para encontrarse con el rostro lívido de la muerte.

Pero las cosas habían cambiado. Desde su estadía en Campodeoro, cada vez que el sueño lo vencía, unas sombras negras como el infierno se arrastraban hacia él. Eran unas cosas oscuras, viscosas, que crecían y cubrían la hierba del bosque como un inmenso charco de sangre. Unos ojos negros y monstruosos lo observaban desde esa oscuridad, y el miedo, un miedo primitivo, animal, lo rasgaba desde dentro.

Clavó la vista en las penumbras más allá de su lámpara. Por un instante le pareció ver una mano reptando por el suelo, una mano enorme y oscura de dedos como zarpas.

Apartó la mirada. Durante todos sus años como mercenario había visto y hecho cosas espantosas. Cargaba su peso. Las recordaba.

Había estado atrapado durante seis lunas en una ciudad bajo asedio, alimentándose de ratas y suelas de zapatos, contemplando como hombres y mujeres famélicos se comían a sus propios muertos. Había presenciado violaciones, ejecuciones y torturas en una decena de naciones diferentes; había combatido a bandas de saqueadores para luego convertirse él mismo en uno de ellos. Había asesinado a hombres y mujeres inocentes cuando la paga y el agujero que tenía por consciencia así lo justificaron. Había contemplado como una Nexo despedazaba a una turba sedienta de sangre en un estallido imposible de poder.

Y sin embargo, pese a todo, nada de lo que había visto y hecho se comparaba a lo ocurrido en Campodeoro. La inenarrable visión de Sarah vomitando aquella porquería negra jamás lo abandonaría.

¿Qué era esa cosa? ¿Qué era la horripilante criatura que había emergido de la sustancia como si fuera un abismo conectado al infierno?

Aiden había intentado no hacerse esas preguntas al principio. Una parte de él quería sellarlo en lo más profundo de su mente. Horrores como ese no podían existir, no debían existir... pero él lo había visto. Lo había enfrentado. Y todo lo que había visto, todo lo que recordaba, apuntaba en una única dirección.

Aiden miró hacia el suelo. Bajo la luz de las Verdades y Orígenes, ambos de Zelthis, un sacerdote y filósofo muerto hacía mil años, estaban allí, junto a sus pies. Era lo más cercano a lo que buscaba que había podido encontrar en Tres Torres, pero no serviría. Ambas obras no eran más que ensayos interpretativos del Libro de las Verdades, que daban por sentado todo lo que la Fe establecía sobre el Vacío y los Vástagos.

Crónicas de Kenorland - Relato 4: DeudasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora