Capítulo 5

87 15 16
                                    

Tras la muerte de su esposo, lady Leonette había abandonado la corte real para regresar al condado de Tres Torres. El castillo homónimo se ubicaba en un valle cerca de la costa, a solo media jornada a caballo al sur de la capital. En su origen debió de ser una construcción bastante más modesta, pero la fortuna que la familia Áldrich había amasado durante generaciones, había permitido ampliarla y convertirla en un hermoso castillo con una imponente muralla y tres esbeltas torres centrales. A los pies de sus muros se extendía una villa portuaria llamada Puertomedio, rodeada por el mar al este y por vastos campos cultivados al oeste.

Aiden y Hágnar avanzaron a través de las pulcras callejuelas adoquinadas de la villa. Su escolta de guardias los guió en silencio hasta las puertas del castillo, ahuyentando con miradas duras a los vendedores ambulantes que pregonaban sus mercancías.

Un heraldo, un jovencito imberbe de rostro inmaculado, los esperaba en el patio de armas del castillo. Sin dejar de parlotear un segundo acerca del protocolo que debían seguir al tratar con la condesa, el muchacho les mostró el camino hasta el salón principal. Aiden le echó una atenta mirada. Era una sala inmensa, impoluta, de columnas y suelos de mármol pulido. El blasón de los Áldrich, un halcón dorado sobre fondo blanco, formaba un grabado gigantesco sobre las losas. El trono del señor se alzaba al final de la estancia, sobre una corta escalinata de peldaños labrados.

La condesa Leonette estaba sentada allí, rígida, con ambas manos apoyadas sobre los brazos del trono. Era una mujer joven, pálida, y de una belleza abrumadora. Lucía un vestido negro en señal de luto, y negros eran sus cabellos, recogidos en un alto y complicado moño. Sus ojos azules parecían tristes, pero también helados como el hielo.

Por un instante, Aiden la encontró tan parecida a Jenna que no pudo reprimir un escalofrío. Pero no, Jenna era fuego y arrogancia puros, forjada en acero de los pies a la cabeza; aquella mujer, en cambio, parecía esculpida en porcelana, cada facción envuelta en un gélido manto de melancolía. Sus ojos apagados estaban fijos en la gran cuna dorada al pie del trono, donde un bebé de pecho dormía plácidamente.

Aiden y Hágnar se detuvieron ante los escalones. Una línea de cinco caballeros se interponía entre ellos y la viuda. Llevaban armadura completa, con jubones del blanco y dorado de los Áldrich.

—Lady Leonette —exclamó el heraldo con voz melodiosa—, ante vos solicitan audiencia Hágnar el Rojo y su compañero de gremio.

La mujer volvió lentamente la vista hacia ellos. Había varios hombres y mujeres en la sala, familiares y miembros de la corte de Tres Torres, pero todos abandonaron el lugar ante un simple gesto de su mano. Excepto los caballeros. Los cinco se quedaron allí, en perfecta formación ante el trono. El que estaba en el centro destacaba de forma notable, no solo por su formidable estatura, sino por la horrenda cicatriz que le cegaba el ojo derecho. En comparación, la de Aiden parecía una mera raspadura. El tuerto los miró con desconfianza mientras hacían las reverencias de rigor.

Arriba, en el trono, lady Leonette habló en voz baja, demasiado dadas las dimensiones del salón. Aiden tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para oírla.

—Maese Hágnar, veo que al fin has convencido a tu hermano de oficio para que se sume al trabajo.

Aiden miró de reojo a su amigo, alzando una ceja. "¿Hermano de oficio?". Hágnar sonrió.

—Así es, mi señora. Con vuestro permiso, mi hermano me asistirá para cumplir cuanto antes con el contrato.

—Tu nombre es Aiden, ¿verdad? —Los ojos claros y fríos se clavaron en él.

—Para serviros, mi señora.

—Hágnar me ha hablado mucho de ti. Dime, ¿has trabajado antes en Ruvigardo?

Crónicas de Kenorland - Relato 4: DeudasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora