Capítulo 12

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Si lady Leonette Darbreck sintió algún asombro al descubrir que su propio capitán era el responsable de la muerte de su marido, no dio indicios de ello. Se limitó a clavar los pozos de hielo que tenía por ojos en Donnel, acunando al pequeño conde Colin entre sus brazos. El capitán estaba arrodillado ante el trono, con las manos encadenadas a la espalda. Pese a todo, se erguía tan recto y orgulloso como siempre, sin apartar la mirada ni un instante de la señora. Una hilera de seis guardias con armadura completa, tres a cada lado del trono, observaban inmóviles la escena. Aiden y Hágnar aguardaban unos metros más allá, de pie sobre el gigantesco mosaico en forma de halcón dorado.

—¿Es cierto? —preguntó la señora, mirando fijamente a quien había sido su capitán. Sentada en lo alto del trono, Leonette parecía una estatua de mármol cubierta de ropas negras—. ¿En verdad has sido tú, Donnel?

Donnel no respondió. En una muestra increíble de valentía, o de estupidez, sonrió a la condesa. Fue una sonrisa osada, desafiante... y llena de desprecio. Su ojo azul no se apartaba de ella. Los cortesanos presentes murmuraron por lo bajo, escandalizados.

Aiden miró atentamente a Leonette. Por primera vez desde que la conocía, le pareció que apretaba los labios. Fue apenas un leve gesto de irritación, pero que, por algún motivo, resultó mucho más escalofriante que cualquier amenaza. El hecho de que meciera serenamente a un bebé entre sus brazos no la hacía menos atemorizante.

—Sáquenlo de mi vista —ordenó finalmente, observando hacia los guardias a su diestra—. Ya saben qué hacer con él.

Los tres hombres obedecieron al instante. Todo respeto que pudieran haber sentido hacia su antiguo capitán había desaparecido por completo. Pese al gran odio que Donnel albergaba, resultaba evidente para Aiden que el conde había sido querido entre sus súbditos.

Dos de los guardias sujetaron al reo por los hombros, llevándoselo a rastras de la habitación. El tercero cerró la enorme puerta doble y dio media vuelta, cruzando las manos a la espalda en posición de firme. Por delante de ellos, los tres soldados restantes se cuadraron ante los escalones que llevaban al trono, las manos listas sobre los puños de sus espadas. Otro grupo de caballeros vigilaba desde arriba con sus ballestas, silenciosos junto a las columnas de las galerías superiores. La condesa los miraba desde el trono con la misma expresión que sus guardias, como si hubieran sido ellos, no Donnel, los que se habían cargado a su marido.

—Han cumplido con su palabra —les dijo en tono cortante—. No es el resultado que esperaba... pero han hecho su trabajo tal y como acordamos.

—En efecto, mi señora —empezó Hágnar—. El contrato aceptado por un hombre del Sindicato es siempre un contrato cumplido.

Hágnar tenía un aspecto enfermizo. Estaba pálido y ojeroso, y el sudor que Aiden creía producto del combate en el bosque no se había secado, sino todo lo contrario. Tenía el rostro perlado y brillante como si se lo hubieran embadurnado en aceite. No era la primera vez que lo veía así.

—Es la reputación del Sindicato, y así lo han demostrado —siguió Leonette—. Por ello el honor exige que yo también cumpla con mi palabra. Heraldo, adelante.

La condesa hizo un gesto con un dedo, señalando a un acicalado joven de pie a un lado del trono. El petimetre avanzó con pompa hacia ellos. Iba vestido con seda e hilo de oro, y llevaba un gran cojín rojo entre las manos. Dos cofres de cedro pulido descansaban sobre él, uno junto al otro.

Al ver que había dos cofres en lugar de uno, Aiden comprendió que las cosas no habían salido como él se esperaba.

—Cuatrocientos soles de oro, maese Hágnar —aseguró lady Leonette—. Son tuyos.

Crónicas de Kenorland - Relato 4: DeudasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora