Capítulo 13

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Un bote negro, con velas negras y remos acolchados, navegando en un mar oscuro e inerte. La luna brillaba como una hoja de plata en el cielo completamente despejado de la madrugada. Aquello era bueno. La luz mortecina arrojaba algo de claridad sobre la densa niebla que cubría la línea de la costa, extendiéndose mar adentro como un manto blancuzco.

Aiden se abrió paso lentamente entre la bruma. Los remos apenas hacían ruido al hundirse en las aguas. A lo lejos, más allá de los pálidos bancos de niebla, la colosal mole de Dominio Alto emergía del mar como el puño de un gigante.

Aiden apretó los dientes en una obstinada mueca de determinación. No había bajado la intensidad de los remos ni un ápice desde que dejara atrás los muelles de Ruvigardo. La fría brisa marina hinchaba con ímpetu la vela. Calculaba que en menos de media hora alcanzaría la pedregosa orilla oriental de Isla Blanca.

Lo que tenía pensado hacer, por supuesto, era una total y completa locura, pero hacía rato ya que había dejado atrás cualquier posible cuestionamiento.

Todo había germinado poco a poco en su mente tras la conclusión del contrato con Leonette de Tres Torres. La primera semana la pasó casi enteramente en la Casa de los Sabios, devorando textos enmohecidos y polvorientos, cualquier cosa que pudiera estar relacionada con las antiguas historias sobre los Vástagos.

Transcurridas otras dos semanas, Hágnar lo instó a que abandonara la Academia para ir en busca de nuevos trabajos, primero, y para que lo ayudara a invertir el oro ganado en Tres Torres, después. Él ni siquiera lo escuchó. Estaba demasiado ocupado revisando la inmensa biblioteca.

Como era de esperarse, los encargados de los libros no vieron con buenos ojos que volviera a refugiarse allí día y noche, más teniendo en cuenta que el narigón que lo había echado la primera vez era uno de los mandamases. Así, luego de una acalorada discusión con otro de los responsables del catálogo, un día se topó con una restricción legal que le vetaba el acceso a la Academia. Haberse metido a la fuerza le habría acarreado serios problemas con la administración de Ruvigardo, poco dada a tolerar desacatos, de modo que no tuvo más opción que abandonar las instalaciones.

Daba igual. Pese a lo mucho que lo detestaban, los encargados no le habían mentido. Allí no había libros que pudieran darle las respuestas que buscaba. Si bien la biblioteca poseía más textos de los que podría llegar a leer en años, no había podido hallar absolutamente nada en ninguna de las categorías mínimamente relacionadas con las leyendas de los Vástagos. Los numerosos acólitos a los que había sobornado para que lo ayudaran tampoco habían tenido suerte.

Viendo lo visto, no necesitaba poner en duda el famoso sistema de catálogo para comprender que tampoco hallaría mucho en los libros que quedaban por revisar.

Pero no podía detenerse.

Tal vez la biblioteca de la Casa de los Sabios ya no fuera una opción. Pero aún quedaba un lugar por revisar en la ciudad de Ruvigardo.

—Si quieres algo bien hecho... —masculló entre dientes—, hazlo tú mismo.

Aiden nunca había sabido encajar bien las negativas. Que esta proviniera del mismísimo rey de Ilmeria no hacía diferencia. Él mismo se abriría camino. Era importante. Si había una leve posibilidad de hallar alguna respuesta en la colección privada del monarca, aceptaba el riesgo. Lo que había visto en Campodeoro lo justificaba. Cualquier cosa que pudiera ayudarlo a comprender la naturaleza de aquel horror lo justificaba. Era importante. Algo en lo más profundo de su ser le decía que la sombra de Campodeoro no era la única que acechaba en la oscuridad.

Dominio Alto, el ancestral castillo-fortaleza de la casa Érelim, estaba cada vez más próximo. Aiden percibía ya la imponencia de sus muros y torres, como si se hallara al pie de un acantilado colosal. Los contornos de la orilla emergieron entre la niebla.

Crónicas de Kenorland - Relato 4: DeudasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora