Capítulo 1 Sin elección

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En el oriente del mundo se goza de una época de gran riqueza y poder. Para aquellos que son parte de la nobleza, más que mostrar sus riquezas con oro o joyas lo hacen con mujeres. El poder político es mayor en aquel que posee más concubinas en su harem. En ese juego de clases se tienen que seguir siete reglas:

1- Las concubinas son mercancía útil para aquel que dirige el harem, están destinadas a incrementar sus habilidades acorde a las necesidades de su amo y no deben desobedecer ninguna de sus órdenes.

2- Está permitido intercambiar concubinas como pago por negocios, ofrendas, regalos, entre otras variantes.

3- Solo se permitirá una esposa legal.

4- No se puede tener un número superior de mujeres en el harem que aquellas de las que ostente el integrante de menor rango de la familia real, ya que es requisito indispensable que se posea una fortuna tal como para poder mantenerlas a todas en igualdad de condiciones.

5- La esposa legal será quien se encargará de ordenar y mandar en los quehaceres de la casa y por encima de la demás concubinas.

6- Solo podrán ser herederos de las fortunas los hijos que se tengan con la esposa legal.

7- En caso de tenerse solo hijas con la esposa legal, el esposo tiene todo el derecho de cambiar de título a su esposa legal por otra de sus concubinas con quien si haya logrado tener un hijo varón, para que se convierta en el heredero.

Por las calles de la región sur del desierto de Jaldra, uno de los países más ricos del momento, una joven sencilla caminaba encerrada en sus pensamientos mientras se repetía estas reglas en la cabeza como un cántico que la sostenía en la realidad.

— En un mundo así, nacer como mujer es una desgracia. No somos más que el objeto de un noble. Cada joya, vestido o habilidad que se posee es una forma de demostrar la grandeza de aquel que es poseedor del harem. Algo así es realmente triste. Es por eso que yo odio a la familia real, mi pasado es aquello que marca ese sentimiento. Cada que recuerdo todo lo que hice por ese hombre solo para que al final...mejor no recordarlo.

Siempre que pensaba en la forma en que era administrado todo en aquel lugar susurraba para sí misma sus pensamientos, era una estrategia para calmarse y poder seguir adelante.

De repente escuchó el ruido de caballos acercándose, por lo rápido que el sonido llegaba a ella haciéndose más fuerte, era obvio que venían de prisa. Vio doblar por la esquina del inicio de la calle los caballos despampanantes, con los guardias sobre ellos y detrás el coche de algún noble.

Entonces lo notó, por el rabillo del ojo un movimiento captó su atención. A un niño se le había caído una manzana acabada de comprar en uno de los puestos de venta de fruta a pocos pasos de ella. Esta rodó hasta el centro de la calle y el niño fue tras ella.

Rápidamente miró hacia los caballos cada vez más cerca. No iban a detenerse, probablemente ni lo habían visto debido a que tenían sus soberanas cabezas en cualquier otro lado menos en el camino.

Su cuerpo se movió por instinto, no supo en qué instante había tomado la decisión, pero lo próximo que vio fue un caballo blanco pararse en sus dos patas traseras mientras su jinete lo controlaba lo mejor que podía. Los demás se detenían también a su alrededor, el carruaje paró a menos de un metro de ella, que sostenía en sus brazos al niño protegiéndolo con su cuerpo.

— ¡ESTÁS LOCA MUCHACHA!— gritó el jinete que casi la aplastaba con su caballo— ¿tienes idea de quién es este carruaje?— aquello hizo que su sangre hirviera dentro.

—No, no lo sé y no me importa. Hasta la nobleza debería saber dónde detenerse.

La respuesta llegó alta y clara a oídos de todos. Especialmente a los de aquel que se hallaba dentro del carruaje, quien se había inquietado cuando sintió el frenar repentino y por tanto había asomado la cabeza por la ventana mientras corría la cortina para poder ver todo.

Encadenada al DesiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora