XIV

94 5 0
                                    

Aoba no podía pensar bien, ahora menos que antes. No era que importa mucho, de todas formas. Incluso si pudiese expresar bien lo que pensaba, nadie se molestaría en prestarle atención. ¿O es que nadie le notaba porque no podía expresarse bien?

Pensándolo bien, tal vez sería peor si sí pudiesen notarle, y en cambio no hiciesen nada.

¿O es que ya no importaba lo que le hicieran?

Un duro golpe lo sacó de sus pensamientos por un instante. Su cara estampada contra el colchón manchado y oloroso sólo sirvió para hacerle soltar un sonido gutural, entrecortado. No pudo decir nada; no podía, como tal. La frustración llenó su pecho.

Las voces, cruelmente familiares, llenaron sus oídos. No lloró, porque también era incapaz de hacer eso. Era sólo un niño imbécil, inútil y casi etéreo, excepto para este tipo de situaciones.

¿Seguía siendo un niño?

—Asegúrense de que no se le caiga otro diente —alcanzó a escuchar—; mi papá me regañará si lo hacen.

«Papá». ¿Estaría bien usar esa palabra con él?

Pero no quería pensar en eso, porque tal vez las sensaciones se harían más fuertes. Puede que él divagase mucho o que no se pudiera mover bien, pero Aoba siempre se había sentido orgulloso de su capacidad para ignorar. Se consideraba el ignorador más talentoso del mundo.

Aunque claro, su imbecilidad le ayuda mucho para tener esta virtud.

Paró rápidamente sus pensamientos; no quería pensar en esas cosas. No le ayudaba en nada pensarlas ahora. Sobretodo ahora. Sabía que si dirigía sus pensamientos hacia ese lugar en donde la única sensación rescatable era un dolor ardiente pero entumido, comenzaría a sentir. Y no quería sentir nada. No ahora.

Pero le fue difícil ignorar cuando escuchó la voz de Sei, igual de tenue y con la misma repulsión que siempre tenía al hablar de él, casi palpable.

—No hagas eso. Es asqueroso.

Al parecer algo le había molestado, a Aoba no le gustó eso. No le gustaba que molestaran a Sei; le amaba.

Inconscientemente, hizo un sonido grotesco a sus oídos y a los de quienes estaban a su alrededor, observando. El que se encontraba castigándole no escuchó.

«No lo molesten», intentó decir. No dijo nada. Nada entendible, por lo menos. Risas retumbaron en sus oídos, mezcladas con la palabra «retrasado», la cual siempre atravesaba su pecho cual daga. Aunque la más afilada siempre fue la del único de cabello negro que se encontraba ahí.

Ligerísimas lágrimas se asomaron por sus ojos, y fueron a dar a la sábana arrugada sin ser notadas. Sólo no quería ser odiado por Sei; no importaba si todo el mundo le odiaba, si Sei no lo hacía. ¿Por qué Sei era tan malo?

Entonces, las sensaciones se hicieron claras. La desesperación inundó su pecho, y trató de alejar a quien se encontraba encima suyo con todas sus fuerzas. Esta persona, que en realidad no era persona, sujetó sus muñecas con fuerza por encima de su cabeza, mientras seguía empujando su erección artificial en sus adentros.

La mirada de Sei se sentía como si estuviese echa de jeringas llenas de ácido, sobre su espalda, cuello, hombros, piernas y, desgraciadamente, ano. Aoba siguió llorado, atacado por una lucidez sofocante. Por eso no le gustaba pensar en ello; él sabía que era preferible vivir en un engaño que saberse violado.

No pudo detener sus pensamientos esta vez. Se dio cuenta de en qué cuarto estaba, y cuál era la situación. Pero una vez más, su cuerpo no se movía; seguía atado, con cuerdas invisibles y transparentes que le apretaban el cuello y las extremidades. Cuerdas apretadas y asfixiantes, que le estaban ahogando mientras veía a los demás respirar con desinterés divertido.

El único que no parecía divertirse, sin embargo, era quien más dolor el causaba. ¿Cómo podía ser que le doliese tanto esa mirada, más aún allá que las estocadas y los moretones recientes?

Hace poco había perdido uno o dos dientes, ahora que lo recordaba. También le había dado una infección estomacal y tifoidea, por ingesta de heces y comida podrida (con larvas adicionales), sin dejar de lado los cortes llenos de pus que poco a poco comenzaban a secarse. El dolor punzante se hizo mucho más intenso que antes; estaba sintiéndolos sin ninguna otra distracción. Era una mala costumbre, claro. A veces, cuando se daba cuenta de las cosas, tendía a distraerse más de lo común y terminaba sintiendo las cosas más fuertemente. Era un estúpido por permitir que eso pasara, pero la verdad era que no podía evitarlo. Odiaba sentir dolor, lo detestaba, porque lo había sentido con creces. Se hartó de esa sensación; llevaba más de nueve años hartándose. ¿Acaso era posible para Sei aún no haberse hartado de este olor, estas imágenes, estos gruñidos animales que emanaban de su garganta cerrada por los sollozos? ¿Cómo era posible que Sei aún no se cansase de concentrar tanto odio en esos ojos dorados que tanto había amado, por tanto tiempo?

¿Tal vez debería sentirse feliz de que Sei aún no se hartase de él?

Sus adentros fueron llenados, así como sus orbes de la imagen de su hermano, ahora sentado en una silla acolchonada para observar cómo Aoba había sido domado de nuevo. No pudo evitar soltar un bufido de satisfacción; siempre había envidiado la forma en la que el de cabellos azules, cubiertos de semen y sudor y otros jugos corporales repugnantes, podía simplemente despegarse de la realidad. Lo detestaba.

Para Aoba, esa mirada fue la más tierna que sintió jamás.

Cómo le amaba.

Hermanos (EN PAUSA POR CORRECCIONES)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora