XXIII

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El recuerdo de Aoba le hacía no poder dormir.

No quería pensar en eso; a veces, lo que le perturbaba no era saber que Aoba no estaba ahí, por lo menos en la misma casa, sino el hecho de que esto le estuviese afectando tanto.

El reloj níveo enmarcado en mármol rosáceo marcaba las once y algo; Sei sabía que de tomarse un somnífero en ese momento, seguro terminaría vomitando por su previa ingesta de alcohol. Sabía, también, que lo único que podía hacer en aquellos momentos de insomnio obligatorio era aprovechar su ahora llena videoteca.

No sabía cuántos videos Koujaku había grabado, pero los que le obsequió no conformaban ni siquiera la mitad. La sensación de saberse tan conocido le provocó escalofríos.

Caminar por los pasillos tan amplios de su hogar nunca había sido tan desolador; jamás había sentido la soledad como tal, mucho menos cuando su hermano y él se trasladaron a la residencia para hacer de ella su nuevo hogar. O tal vez, jamás había pensado en la posibilidad de estar completamente solo.
Todo se sentía distinto con la ausencia de su hermano; era una sensación mucho mas vacía, aún mucho más palpable que cualquier otro desasosiego antes experimentado. Era como estar sumergido en petróleo crudo, sin posibilidad de siquiera tocar el fondo o alcanzar la superficie; sólo suspendido en la densidad.

El camino hasta la biblioteca era relativamente largo, pero siempre se hacia aún peor cuando los cuadros ahí colgados le miraban con la insistencia habitual; se sentía como caminar en círculos hechos de juicios y ojos afilados como púas. Esos ojos habían visto demasiadas veces cómo Sei renunciaba a su naturaleza humana y se convertía en un verdugo y un devorador, el tirano que se teñía de un negro absorbente, falto de cualquier grado de fraternidad.

Llegar a la biblioteca y servirse un shot de alguno de los licores carísimos que guardaba en un pequeño estante de cristal pronto calmó su hastío. Pensó en revisar de nuevo su cuenta bancaria o las estadísticas de esta última semana, sólo para tratar de distraerse y no cometer de nuevo el pecado que ya casi era cíclico, pero supo que esto sólo representaría una yaga más. Sus ventas se veían aparentemente estables, pero los porcentajes cada vez bajaban un poco más... y la empresa Sugiwara seguía aumentando sus ganancias.

Se lamentó. El único dolor que era por lo menos comparable al espinazo de la soledad era el saberse un poco menos millonario.

Pasó sus dedos con calma por la superficie del escritorio, dejando asentada la botella sin tapar en caso de antojársele otra copa, y abrió el estante de madera de caoba que contenía su más grande tesoro; el tesoro ilícito que vino de parte de Koujaku dentro de una caja adornada con un moño, pero con una naturaleza por completo contraria a la de un obsequió amistoso. Terminó de beber el líquido en el vasito con una tranquilidad que rayaba en la lentitud, dejando que el disco se deslizara con suavidad por la apertura lateral de la pantalla, y se dejó caer en el sillón de terciopelo que estaba especialmente acomodado para ver lo que se estuviese reproduciendo en el televisor desde la más cómoda posición posible. Suspiró con la seguridad de la monotonía y el déjà vu; al hacerlo, parecía que toda la vida que le quedaba en su cuerpecillo larguirucho y delgado se drenase a chorros palpitantes.

El sonido de los jadeos antiguos y a veces graves retumbaba entre los libreros y chocaba contra todo objeto que de encontrase a su paso, pero Sei sentía como si estas vibraciones estuviesen decididas a atacarle directamente, con ordas de deseo.

Se rindió ante la ansía. Sacó de su pantalón afelpado su erección, vulgar e hinchada, perdiendo toda noción de su aparente humanidad al sentir el primer roce del lubricante deslizarse sobre su glande. Comenzó a jadear apenas su mano completó el primer recorrido desde la base hasta la punta, y soltó una exhalación casi dolorosamente plácida. Pudo haber, incluso, excluído el uso del lubricante, pues el líquido pre-seminal comenzó a salir de su uretra casi de inmediato, como pequeñas y cristalinas gotas.
Cerró los ojos mientras sus dientes atacaban su labio inferior, alzando las caderas. Al demonio el pecado. Al demonio el anhelo. Al demonio la esperanza.

Al demonio todo lo que él no odiaba.

Pero el sonido de la puerta de su biblioteca le sacó de su extasis por un instante. Sei se volvió a lamentar.
Sobretodo, lamentó el hecho de saber que, por su estado actual, disfrutaría lo que se avecinaba.

—Parece que tú nunca te aburres.

El sonido de su voz grave y varonil fue como un puñal en sus tímpanos. No necesitaba voltear a verle como para saber que, debajo de la tela carmesí que vestía, la erección de Koujaku ya estaría a reventar. Y es que era imposible que no lo estuviese; seguro estaba tan acostumbrado a conectar la imagen de su hogar con la sensación del líbido, que el sólo percibir el olor a caoba le causaría un orgasmo.

Sei no hizo nada más que continuar con sus roces. Aoba gemía, e incluso viéndolo en una pantalla y desde el mismo ángulo de siempre esa parecía ser la imagen misma del erotismo.

Casi a punto de terminar, sintiendo ya el orgasmo asomarse entre su mano derecha, se levantó del sillón. Caminó hacia Koujaku con paso suave, casi mecánico, y abrió de par en par la apertura superior de su kimono. Koujaku no cambió su expresión, tampoco, pero era más que evidente que ardía en deseo. Sei soltó una arcada en sus adentros; con sólo colocar su palma sobre la tela abultada de su entrepierna, un espasmo recorrió la considerable longitud del de mirada escarlata. No era más que un insecto con la asquerosa capacidad de eyacular.

Y, desgraciadamente, con la capacidad de aplastar al único insecto por el cual Sei no sentía asco.

—Por favor, terminemos pronto. Estoy cansado.

Apenas terminó de hablar, el mayor le alzó en el aire. El vacío de repente atacó su abdomen, y cuando menos se dio cuenta ya se encontraba con la cara sobre el terciopelo del anterior sillón.

Koujaku supo cómo aprovechar su desnudez. Tomó un poco de la lubricación que se encontraba escurriendo del pene del más chico y con ello introdujo dos de sus dedos a la perfección, arrebatándole algunos jadeos más.

Sei se odió. El orgasmo estaba demasiado próximo, y éste era sólo el comienzo de la noche que seguro se tornaría incluso más larga que todo el día de hoy. La voz de Aoba seguía atrapando sus oídos, y tragó saliva esperando ya que todo el largo de la excitación del más alto volviese a irrumpir con violencia en sus entrañas; no por placer o por lujuria, sino por el único y tan odiado deseo de sentir que el peso que representaba el asegurar la vida de su gemelo cayese solamente en su espalda, o en la sensación del semen escurrir de su cavidad por unas cuantas veces más.

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⏰ Última actualización: Jul 02, 2015 ⏰

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