XIV

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Sei salió del cuarto, apestoso a vulgaridad. Este tenía una maravillosa cualidad inaudible, con la cuál le era por extremo fácil salirse con la suya. Sonrió con una mueca difuminada, disponiéndose a dirigirse a su habitación para tener una tan merecida siesta. El espectáculo de antes le había dejado asqueado y agotado, pero extrañamente satisfecho. Podía decirlo por el creciente bulto que se había formado entre sus piernas.

Supuso que tal vez dormir podría esperar.

Pero lo comprobó una vez que abrió su puerta; la peor imagen del día apareció ante sus ojos, deshaciéndole toda la excitación de antes. Un bastón tallado en la punta, un lentillo y un traje sastre con estampado escocés le hizo fruncir el ceño con la fiereza de una criatura domada por el temor, aún refunfuñante pero apegada a un orgullo manchado de docilidad. El adulto que se paraba delante de él jaló sus comisuras hacia los lados.

—No pareces muy feliz, Sei. ¿Algo no salió como lo esperabas?

Este frunció la boca.

—Todo salió perfecto.

No se atrevió a desafiarle. Le había prometido dejar de usar objetos que pudiesen hacerse sangrar durante sus juegos sexuales.

El señor no perdió más tiempo. Se sentó en la cama con una erección discreta, mientras daba palmaditas a su lado como invitación. Sei trató de no cambiar su expresión, pero fue inútil. Toda su frustración y apercibimiento salieron con un jadeo.

Caminó hacia la cama. Se sentó, esperando sentir sus manos frías y sudorosas tomar su cinturón, pero no hubo apuro.

—Sei —dijo, como si tratase de reprenderle— ¿qué te he dicho sobre molestar a tu hermano?

Sei tragó saliva. No creía que pudiese llegar a mencionar a su hermano en esa situación.

—¿A qué se refiere?

—No trates de mentirme. Hueles a que lo volviste a molestar.

Respiró con más dificultad. ¿De verdad su ropa se había impregnado con ese desagradable olor?

—Sólo jugamos —mintió. El otro rió; era la misma excusa que ponía desde que comenzó a saborearle. Habían pasado unos nueve u ocho años, tal vez.

—Otra vez lo mismo —rió. Esta vez, Sei sí pudo sentir su mano, pero esta se posó en su espalda baja. Toue tenía una forma muy peculiar de castigarle.

Poco a poco, deslizó sus dedos dentro del cinturón del muchacho. Su piel blanquísima se erizó al roce, mientras arqueaba la espalda con asco. No quería ser tocado.

Sus dedos exploraron la separación entre sus nalgas, aún sin adentrar el toque. Sei supo que Toue deseaba que su cuerpo reaccionara, y temía que lo lograse. Sabía que no podía controlar ese tipo de reacciones.

Era demasiado odio como para ser retenido en el cuerpo delgado de un joven de catorce años.

Su mano libre le empujó contra los almohadones que adornaban su habitación. Estando acostado, volteó su rostro para evitar ver el del mayor, y en cambio pudo observar el periódico manchado de orines que estaba destinado a ser la cama de su gemelo. Casi pudo imaginárselo de nuevo ahí, acurrucado en una esquina, lleno de orina y de miseria.

Su cuerpo comenzó a reaccionar, entonces, y Sei odió a su hermano un poco más.

Una mano grande y algo tosca exploró sus caderas, que comenzaban a ser desvestidas. Cuando menos se dio cuenta, su pantalón se hallaba volando por los aires y su ropa interior colgaba de su tobillo derecho. Su pene, ahora erecto, parecía suplicar por alguien en específico.

A Sei le molestó esto. ¿Qué acaso no odiaba a su hermano?

No podía esperar a que todo esto terminara. Tenía que castigarle de nuevo.

Sintió un dedo, maduro y rígido, entrar por en medio de sus nalgas. Estaban cubiertos con unas gotas de lubricante, que se mantenía en su habitación como orden del mismo Toue, y Sei soltó un gemido que le hizo odiarse. Se sintió asqueroso, incluso más que su hermano.

Aoba no dejaba de asomarse entre sus pensamientos.

Casi sintió que pudo haber gemido su nombre, por igual, y se sintió aún más sucio que antes.

Unas pocas lágrimas lucharon por salir, mientras el de los orbes cárabe las empujaba de vuelta a sus lagrimales con toda su fuerza.

Toue sonrió con amplitud. Le gustaba ese caldo de sensaciones que Sei experimentaba en esos momentos, aunque no podía imaginarse que el que salía en su mente no era él sino el que ostentaba el título de su gemelo.

—¿Te gusta?

Su voz salió manchada de una lascividad repugnante. Sei sintió que podría vomitar.

Asintió.

Y su estómago crujió, con asco y ansiedad, mientras sus ojos se cerraban con fuerza. Los pensamientos tomaron control de su cabeza, y las únicas palabras que danzaban entre sus paredes eran «Aoba» y «Toue».

Se sintió miserable. Lloró. Y entonces sus caderas fueron atraídas por un par de manos, para adentrar en él el libido tieso del castaño.

Sei soltó otro gemido. Deseó con todas sus fuerzas que esto pudiese matarlo.

—¿Por qué molestas tanto a tu hermano?

La voz del hombre de negocios salió apacible, no así sus empujones. Era violento, pero Sei se esforzó por no hacer más sonidos. Era su peculiar forma de exclamar rebeldía.

—Porque lo odio.

Hermanos (EN PAUSA POR CORRECCIONES)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora