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Koujaku le agradaba porque su cabello era del mismo color que el de Sei. El color negro profundo y el siempre rojo carmesí de sus ropas siempre le revocaba a la imagen de su hermano, la que siempre le agradó más: cubierto con un manto de nada más que de la sangre del de cabello azul. Le encantaba, porque siempre que Aoba sangraba por alguna razón, el rostro de su hermano se iluminaba de una forma tan pura e infantil que no podía evitar hacer más que sonreír.

No conocía de antes a Koujaku; lo único que reconocía de él era un adorno que llevaba en su cabello, a veces atado en una cola de caballo baja o alta. Aoba estaba seguro de que antes, en su niñez, había visto un adorno así, aunque por alguna razón no le causaba ni grima, ni dolor, ni ningún sentimiento aparente. Era solo un recuerdo en algún rincón de su cerebro, tenue y débil. Como varias cosas.

Hacía aproximadamente unas tres horas, Koujaku se había ido de nuevo de la casa. Habían comenzado algún proceso extraño que él llamaba «rehabilitación», pero que sólo consistía en hacerle repetir sonidos, sílabas y masajes en sus piernas y brazos. Aunque no se quejaba; se sentían muy bien.

Al principio, el de cabellos negros y largos había puesto en practica esa llamada rehabilitación a manos de los Alphas, recibiendo un gemido aterrado como respuesta. Sei le explicó entonces que su padre siempre hacía que se pusiesen una máscara, para que sus reacciones estuviesen controladas dentro y fuera del laboratorio, con una expresión en el rostro que asemejaba a la de un animal siendo sacrificado por su propio dueño.

Lo único que a Aoba no le agradaba de Koujaku, era que su hermano siempre parecía muy expresivo cuando él llegaba.

El sonido de la puerta le sacó de su distracción. Al voltear con prisa, vio el eterno destello azabache del cabello que crecía hasta los hombros pálidos de su gemelo. Esa siempre sería la imagen más bella que recordaría.

Trató de enderezarse. Con los masajes que había estado recibiendo por algunos meses le estaba siendo más fácil apoyarse en ambas rodillas sin ayuda de sus manos, y ocupó esta nueva capacidad para tratar de llegar más cerca de su igual.

Sei entró al cuarto, y al haber terminado de caminar hacia él lo primero que sintió fue una caricia en su cabeza azulada.

—Sei —dijo el más delgado. Se sentía orgulloso de ser ahora capaz de decir su nombre. Era la única palabra que podía pronunciar bien.

—¿Cómo te sientes?

Sei se arrodilló frente a él, siendo rodeado por su cintura con los brazos delgaduchos del por apenas unos minutos menor. Aoba trató de decir «bien», pero lo único que salió de su boca fue un balbuceo. Sei siguió acariciando su cabello; poco a poco, las canas que habían opacado su color turquesa se iban tiñendo de cielo otra vez.

La luz ultravioleta que iluminaba el cuarto le hacía parecer como si en algún lugar hubiese una ventana; la realidad era que sólo se trataba de una dotación de oxígeno e iluminación especializada. Aoba necesitaba más exposición a las vitaminas que la luz solar ofrecía, y por ello esos focos habían sido instalados, no exactamente por orden de Sei.

Aunque mientras más fuertes fueran sus piernas, mejor.

Aoba sólo pudo arquear su espalda al sentir cómo la mano derecha de su hermano se colaba entre sus ropas de lino.

Un gemido salió de su garganta. La erección de Sei casi se sintió estallar.

—Sei —repitió. En estos casos, Aoba nunca sabía qué sentir. Estaba aún muy desacostumbrado al placer.

Apenas sintió los dedos ya húmedos de su hermano invadir su cavidad no pudo evitar bajar la cabeza y respirar con dificultad. Sintió la rareza de su propio pene erecto con confusión, puesto que aún no se acostumbraba a esa sensación. Nunca había sentido eso, hasta hacía poco más de un año.

Sei se tomó su tiempo, pues se sentía mucho mejor cuando estaba más relajado, que cuando la metía de golpe y sin lubricación. En medio de la preparación, volteó al menor para tener su apertura a la altura de su rostro; había tenido que costearle una reconstrucción anal, puesto que su ano ya había quedado demasiado «arruinado» con el paso de todos los años anteriores llenos de abusos. Antes, lo único que se podía observar entre sus nalgas era un orificio oscurecido y pardo, a veces chorreante de defecaciones que ya no podía retener en sus adentros por estar demasiado flácido. No era una imagen desagradable, pero no apretaba y no causaba un placer tan fuerte como ahora, que estaba rosáceo y de nuevo ajustado. Casi parecía como si Aoba volviese a ser el niño de antes, cuando apenas tenía cuatro años y comenzaba su carrera de prostituta.

Su lengua se adentró entre sus glúteos. Aoba instintivamente jorobó su espalda, pero Sei le hizo encorvarla de nuevo para que sus caderas se alzasen más. La sensación húmeda y viscosa en su esfínter, por instinto, hicieron que su sistema digestivo se estimulara; aunque la sensación de su excremento atrapado cerca de su colon no era exactamente desagradable.

Aoba sujetó el antebrazo de su gemelo, inmerso en una sensación confusa que se expandía por sus paredes rectales. Sei, en respuesta, hizo que su lengua se moviese con más énfasis, y Aoba soltó gemidos más altos. El placer era envolvente; su pene, goteando de líquido preseminal, sintió que pudo haberse derretido. Sei sabía tantas cosas, que siempre dejaba a Aoba flotando en un charco de placer orgásmico.

Y es que era obvio; Sei había pasado toda su vida obligado a hacer cosas, cuando Aoba, en cambio, había sido obligado a mantenerse quieto mientras era castigado.

Los dedos de Sei se adentraron en su recto, al igual que su lengua. La combinación de esas dos cosas en su interior hizo a Aoba pegar el pecho al suelo cubierto de una alfombra afelpada. Casi parecía que moriría ahogado en aquella sensación.

Sollozó. No quería manchar a su hermano de lo que estaría por salir de su uretra.

—No te contengas —escuchó la voz tranquila de su gemelo, mientras seguía jugando con su dedos.

—Sei...

Aoba no quería hacerlo. Era muy vergonzoso. No quería que Sei le viese así.

Pero de verdad no podía contenerse.

Se apoyó en sus codos. Sei sólo seguía observándole, a veces juntando sus labios a la superficie áspera de las cicatrices en sus caderas o en sus glúteos. Aoba no podía evitar sentir un escalofrío cada vez que sentía esto; los besos tampoco habían sido algo de lo que él hubiese podido disfrutar, hasta hace poco.

Cerró los ojos con más fuerza. De sus labios escurrió un hilillo de saliva mientras su rostro se cubría con un rojo que se esparcía hasta sus orejas, resaltado aún más por su piel blanquísima, y ligeras gotas de placer salado se escurrieron por sus lagrimales.

Pronto, su erección fue calmada por el choque violento de un orgasmo que salió acompañado de un gemido más alto que los anteriores.

Para Aoba, estos finales siempre eran agotadores. El orgasmo era algo aún demasiado desconocido para él. A veces, incluso, algo demasiado humillante.

Pero la sensación predominante siempre era el sobrecogimiento que envolvía su pecho al sentir los labios de Sei posarse sobre su cuello, mejillas, espalda o nalgas. Eran besos que nunca lograría descifrar.

Sus ojos, al hacerle venir, tampoco logró descifrarlos jamás. Pero Aoba, aún algo consciente de sí mismo, decidió que era mejor no averiguarlo. Después de todo, el mejor momento del día siempre terminaba siendo ese; cuando Sei le amaba.

Hermanos (EN PAUSA POR CORRECCIONES)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora