XXIV

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En su despacho, por fin, se hallaba la evidencia que su esposa había robado de su videoteca hacía apenas una semana, justo al lado de un cenicero que contenía un cigarro a medio fumar. Eso era como una especie de tranquilizante; al menos, le hacía ganar un poco más de tiempo antes de que una apenas amenazada, pero siempre presente sentencia se cumpliese.

Koujaku estaba consciente de su estupidez. Haberse tomado tantas confianzas sólo porque su esposa era por mucho una desinteresada en todo lo que concerniera en su vida como pareja había sido un imperdonable descuido. Nunca se imaginó que ella tendría qué buscar el video de su anterior aniversario, por supuesto pedido de su padre, y que tomara por supuesta equivocación uno que tenía como título «V. # 304».

Su esposa seguro se habrá extrañado de ver tantos discos con ese tipo de título.

Lo demás fue historia, llena de abogados y gritos de reproche de una mujer recta y casi inmaculada que manchó sus ojos con la tan indeseada imagen del carmesí y de toda clase de linfas corporales, esparcidas caóticamente en el cuarto que tenían como fondo todos los demás videos de esa misma clase.

Aunque por lo menos esos videos ya no serían un problema, ni una excusa para entregarle a la policía (por supuesto, el número de cargos en su contra superaría con creces el simple hecho de poseer pornografía infantil). Podía imaginarse ya el escándalo que ocasionaría su mujer al darse cuenta de que aquellos discos habían desaparecido, pero ya no podría hacer nada por ello. Aquellos archivos estaban configurados para que no pudiesen copiarse a otra unidad ni una sola vez, por lo que esos discos eran la única evidencia válida de su culpabilidad.

Sin embargo, eso no dejaba de lado el hecho de que aún quedaban bastantes cabos sueltos.

Tanto Koujaku como su esposa estaban seguros de algo: si esos videos eran recientes, el muchacho de cabellos azules, casi siempre el protagonista de los mencionados filmes, sería la mejor de las evidencias para ponerle en el más hondo rincón del infierno, junto al otro monstruo de cabellos cortos y negros que se había atrevido a cometer el pecado mortal del incesto, incluso después de haber sido víctima de la perversión vulgar de su padre adoptivo. Japón había llegado a un punto social en que lo mejor que podías esperar como castigo para un crimen de esa índole era la muerte; últimamente, los japoneses eran demasiado sensibles en cuanto a un niño se trataba.

O un retrasado.

Aunque para Koujaku, esa tampoco era una preocupación más.

Había esperado su llegada por al menos dos días y realmente esperaba que se tomase un poco más de tiempo, pero pronto se percató del sonido de unos nudillos que tocaban la puerta de su despacho con calma. Una fugaz mueca se formó en su rostro, a la vez que se levantaba de su asiento y pronunciaba un «adelante» con el distinguido acento de un muchacho que nació en cuna de plata. Se acomodó el kimono rojo que ostentaba con la más descarada altivez de triunfo, y lo único y lo mejor que pudo observar cuando la puerta se abrió fue la siempre apacible expresión de un rubio confiado en el cumplimiento de su trabajo.

—Buenas tardes, Koujaku-san. Aoba está en el cuarto de antes por ahora.

El de ojos carmesí trató de disimular su alivio eufórico. Sonrió con amplitud.

—Entiendo. Los veré ahí en un momento.

El rubio contestó con serenidad, y pronto se dirigió de nuevo hasta el lugar de donde había venido. Koujaku casi soltó una risa, pero inmediatamente se sintió ridículo. Claro que iba a ganar. Con esto, todo lo que se proponía finalmente tendría luz verde, y su camino comercial estaría por completo libre en el mercado. Sei no se atrevería siquiera a mover un dedo en su contra, pues tenía en sus manos al perfecto soborno para mantenerle a raya, y podría por fin deshacerse de la tan indeseada convivencia con su mujer (que seguro tomaría bastante esfuerzo de su parte, pero este último incidente le restaría confiabilidad a sus palabras y por tanto sería más fácil quedarse con por lo menos el 80% de sus acciones).

Todo estaba saliendo como debería. Por fin, todo estaba saliendo bien.

Se puso en marcha, luego de terminar con el cigarro que casi se consumía por completo en el solitario cenicero encima de la superficie de cedro de su escritorio. Se dirigió hacia el dichoso cuarto, notando que la casa no cambiaba ni un poco con la ausencia de Kaoru. Ella siempre, desde el primer hasta el último día de vivir juntos, había sido como un mueble más en el hogar. Siempre quieta e invisible, sentada en un sillón o en otro, caminando por los pasillos con sus pies de fantasma. Aunque no podía negar que así, con la seguridad de su soledad, se sentía un sosiego distinto al que sentía con la seguridad de la lejanía de su habitación.

Después de cruzar otros pasillos, llegó por fin a donde se suponía estaría el de ojos dorados. Su mano deslizó la puerta corrediza con elegancia, observando primero a los dos muchachos que parecían gemelos parados al lado del más delgado de los tres, quien se encontraba sentado en una silla acolchonada. Estaba a medio vestir, usando nada más que un pantalón de tela abrigada y dejando al descubierto todas las cicatrices en su torso y brazos. Apenas cerró la puerta con el sonido pronunciado de la madera con madera, los ojos de un animal atrapado en el cuerpo copiado de un muchacho hermoso le miraron, implorantes de terror.

Koujaku sintió escalofríos disimulados. Jamás había recibido una mirada así.

—Sei.

Hermanos (EN PAUSA POR CORRECCIONES)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora