XXV

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El sonido de las gotas de agua caer sobre el balde metálico hacía que su consciencia se torciese, o la poca que le quedaba. Había perdido toda su capacidad para ignorar, así como sus músculos la capacidad para obedecerle.

No podía mantener los ojos cerrados, porque sus pensamientos se iban directamente a la escena de todos los días, y tampoco podía mantenerlos abiertos, porque entonces la visión del cuarto, siempre de un azul cobalto estéril, le hacía impacientar aún más. Había probado, por primera vez en su vida, el sabor puro del desasosiego. Nunca jamás se había sentido tan desesperanzado.

La misma imagen se aparecía siempre en su mente, y así había sido por todo el año que llevaba ahí dentro... si seguía siendo apenas un año. Todos los días, todas las noches, sin descanso, siempre, siempre, siempre aparecía en su cabeza. No podía concentrarse en nada más, y ese pensamiento le atormentaba con fiereza. No podía dormir, porque en un microsegundo su cerebro volvía a traer a ese rostro de nuevo. No podía hacer nada. Si se movía, cuando apenas podía hacerlo, era simplemente para sentir un dolor punzante en sus músculos y las llagas que se habían formado en su piel, constantemente en contacto con el agua sucia del piso. Había sido todo un milagro que aún no le diese alguna infección cutánea mucho más grave que las que ya de por sí sufría.

Recordar el «antes» era una tortura. ¿Por qué no podía simplemente callar estos pensamientos? ¿Por qué tenía que sufrir este martirio?

Sólo quería arrancarse los sesos, para callar todas las voces en su cabeza. Eran voces susurrantes, sin tono, sin corazón, sin alma, sin misericordia por su pobre alma sumido en la miseria. Nunca antes, ni siquiera cuando estuvo a punto de morirse de vano dolor físico, se había sentido tan triste, tan atormentado por el invisible.

Sólo quería callar esos pensamientos. Sólo quería volver a dormir sin pesadillas y sin sobresaltos.

No creyó que alguna vez el aislamiento se sentiría tan espeluznantemente tangible como lo estaba sintiendo ahora.

Era incapaz de llorar. No sabía cómo. Sus ojos abiertos en todo su esplendor enfermo a veces lloraban de sequedad, para después pasar cerrados por dos días o tres. Fuese como fuese, casi nunca se daba cuenta de que ese tiempo había pasado. A veces parecía que habían pasado apenas unas dos horas, a veces sentía la vejez apuñalarle las costillas. Pero ni siquiera eso podía callar a su cerebro.

Por favor, que alguien lo detenga.

Sólo quiero volver a descansar.

Y pensar que tantas veces desperdició la maravillosa cualidad del sueño por la inútil necesidad de llorar o apegarse a un insomnio impuesto por su orgullo de mártir. No podía creer lo iluso que había sido. Mataría por sólo cinco minutos de descanso infantil, justo como el antiguo.

Mataría. Juró que mataría por ello.

Pero ya antes había jurado esto.

No podía callarlos. Le estaba carcomiendo. Eran gusanos, hormigas, pequeños grillos aferrados a su caótico designio, comiéndole los sesos con glotonería cruel. Sólo quería callarlos. No quería pensar más.

No tenía fuerza. Nada de fuerza.

El sonido del agua gotear en la superficie de metal le hacía perder los estribos. Los pocos que le quedaban. La imagen se repetía conforme pasaban los minutos, idéntica a todas, negra, pálida, brillante, desesperada. No podía sacarse esa escena de la cabeza, y seguía añorando con ansía. Sus músculos no querían ceder.

El silencio le apuñalaba. Su cuello se sentía frío y ardía, así como su espalda llena de fístulas supurantes. Sólo quería que sus músculos reaccionaran. Sólo quería callar sus pensamientos.

Sabía que no podría soportar más de un minuto más con este revoltijo de voces en su cabeza, pero venía cargando esta seguridad desde hacía todo el tiempo que llevaba ahí encerrado.

No querían ceder. No querían obedecerle. Sólo unos centímetros más. Sólo necesitaba esta oportunidad.

Por favor, que alguien los callara. Sólo quería descansar.

El sonido del metal era cada vez más agudo. No entendía como era que podía sonar tan claramente a travez de todo este mar de lamentos en su cabeza.

Por favor, deténganse ya.

Un impulso era todo lo que necesitaba. Era indescriptiblemente tortuoso tener la cabeza llena de silencio palpable y ruido atosigante a la vez. Sólo necesitaba un empujón de sus adentros.

No podía soportar más. No podía gritar, porque había perdido ya esa facultad desde que se la arrebataron con un escapelo. No podía pensar nada, y a la vez su cabeza desbordaba.

No podía más.

Moriría si seguía así. Se iba a morir de angustia; llevaba muriéndose todo este tiempo. No podía seguir más así. Sólo quería que su cabeza se callara.

Por favor, que no tardara mucho en estamparse.

Casi parecía que habían pasado diez mil años desde que su torso se despegó del suelo, con rapidéz. Durante todo el trayecto, Aoba tuvo que intentar rescatar un poco de la voluntad que le quedaba para que no se regresase al agua de repente. Sólo esperaba que no tardase en llegar.

Parecía otro milenio más. ¿Cuántos pensamientos podría llegar a tener en el que se suponía era el poco tiempo que se necesitaba para que su cabeza por fin chocase contra la pared?Sólo quería que se apurase, sólo quería callar todas esas voces, sólo quería que por fin las imágenes en su cabeza se drenaran junto con la linfa que debería de salir por algún lado de sus orificios.

Si saliese de sus oídos sería mucho mejor. Tal vez eso sería de ayuda.

Pero por estar pensando tanto, Aoba no se dio cuenta de cuándo fue el primer impacto, o el segundo, o el tercero. Fue una verdadera lástima, porque esperaba disfrutar al máximo estos placeres, que esperaba fuesen los últimos. La serosidad salía volando por los aires, y ya no supo si lo que veía era la misma pared o el espectro del carmesí en donde antes hubieron globos oculares. En realidad, ya no supo si estaba viendo.

Tal vez, pensó, la oscuridad no es negra sino de un tono rojizo.

Escuchar pasos apresurados subir las escaleras que sólo había visto una vez en su vida le asustó, pues le hizo contemplar la idea de que esta en realidad no fuese la última cosa que sentiría en su vida. Pero este miedo se deshizo cuando sintió por fin la fuerza dejar sus hombros y su cabeza estamparse una última vez, para después caer con violencia sobre el piso. Su sangre hizo que el agua fría que se colaba por una grieta en el cielo de mármol se entibiase, y casi pudo asegurar que así se sentía un embrión en el útero de su madre.

No ver nada le gustó; el dolor apaciguaba las voces. Era como si por fin le dijesen «adiós».

Él ya no podría despedirse, y eso era una lástima.

La única persona de la que hubiese querido despedirse alguna vez seguro ya se habría despedido con anticipación.

Hermanos (EN PAUSA POR CORRECCIONES)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora