XIV

56 4 0
                                    

A Aoba le gustaban mucho los pájaros. Tenían algo que le hacía sentir feliz. Como nunca encontró algún motivo en específico para esta fijación, él mismo se inventó que era porque se sentía halagado cada vez que uno o dos se paraban en sus hombros, para limpiarse las alas o simplemente para descansar. Tal vez, pensaba, era porque Aoba era confundido con algún árbol o planta, siempre inmóvil, caído y sin consciencia.

Tenía consciencia, de hecho, y últimamente tenía qué recordárselo a sí mismo para no caer por completo en el abismo de su retraso.

Intuyó que había llegado la primavera. Las flores en el patio —que en realidad era como un pequeñísimo jardín en el último piso— habían comenzado a crecer con más vitalidad y las plantas comenzaron a dar frutos rojos, amarillos, azules y demás. El sol se colaba por un ventanal de cristal blindado en el techo, el cual servía para ahorrar luz durante el día. A Aoba le encantaba ese lugar.

Las ventanillas abiertas permitían a los pajarillos colarse a su gusto por el cuarto, a pesar de que estas era angostas y tenían barrotes de metal. Una inhalación con olor a gardenias le llenó de paz, aún impregnada con una melancolía transparente. «Todo sería perfecto si tan sólo Sei pudiera estar aquí»

Aunque seguramente estaría con «papá» para esa hora del día, que era una hora especial para la «recreación» de los niños del lugar. Últimamente, ahora que lo pensaba, había llegado un nuevo lote de ellos (de unos cuarenta, por lo menos). No le gustaba que llegaran tantos de sopetón; sabía que cada vez que si llegaba un lote grande era porque se aproximaban experimentos que necesitarían de muchos ejemplares y que, por consecuencia, dejarían muchas bajas.

Volvió a respirar con la consciencia de hacerlo. ¿Acaso los padres de esos chicos y chicas no se preocupaban por ellos? Eso le pareció tan triste.

Aunque «papá» no era tan bueno con él y su hermano, tampoco; sobretodo con Sei. Sei sufría mucho cuando se encerraban los dos solos en su cuarto o en la oficina del mayor, y Aoba era egoísta al no compartir su dolor.

No podía esperar a volver a verlo. Le haría muy feliz si pudiese alegrarle.

Lo bueno era que antes Sei había sido amable y le había pedido a «Alfa» y «Alfa 2» que le bañaran. Ahora Aoba ya no apestaba como antes, ni se veía tan roto como antes. Incluso Sei podía llegar a ser bueno.

Hizo un sonido que no pareció una risita, cuando vio un pajarillo color azul volar cerca de él. Le siguió con la mirada, cosa que le era más fácil que mover toda su cabeza, y cuando este aterrizó en las hojas de una maceta cercana vio que ahí se encontraba parado otro niño. Aoba no hizo nada, no así el chiquillo, quien le miró con recelo.

—¿Quién eres tú? —su voz impregnada de una clara hostilidad no hizo a Aoba reaccionar. Trató de decir algo, pero no pudo. Sólo pudo abrir su boca.

El chico de enfrente se molestó.

—¿Te estás burlando de mí? ¿Qué haces aquí? Yo encontré este lugar primero.

El de cabellos azules se confundió. Este era su lugar favorito desde hacía algunos años, y nunca antes había visto a ese chiquillo por ahí. El único rubio al que conocía era a Virus, y este se había ido del edificio hacía más de dos años.

Ahora que lo pensaba, Virus y su amigo Trip nunca lo trataron mal. Ellos tampoco se movían, pero era por gusto y no por incapacidad, como él.

Una mano más pequeña pero claramente más fuerte que la suya le tomó del cuello de su camisa, en vista de la distracción del de ojos dorados. En su mirada infantil se podía observar una altivez segura y feroz.

—¡Fuera de aquí! ¡Este es mi escondite!

Tal y como era su intención, Aoba por fin reaccionó. En un reflejo, se hizo para atrás y cayó de espaldas sobre la tierra negra y fértil de la maceta en donde se encontraba antes sentado. No soltó ninguna palabra, no hizo ningún movimiento por intentar salvarse del impacto, y lo único que salió de su garganta fue un gruñido animal y saliva. El rubio se esperaba una reacción mucho más fuerte que esa, y le miró extrañado.

—¿Eres imbécil?

Aoba asintió, con un hilillo de babas escurriendo por su barbilla y un raspón rosado en su codo. El más joven soltó un bufido sincero.

—Puedo notarlo. Como sea, este es mi escondite, y no puedes venir.

Su voz sonaba entre autoritaria y casi condescendiente, y se cuestionó a sí mismo si debería ayudar al imbécil a pararse o no. Sus pensamientos fueron interrumpidos, sin embargo, por el sonido de la manija de la puerta.

Una figura con el mismo rostro de Aoba pero de cabellos color azabache entró al cuarto. Dirigió su mirada, a velocidad fugaz, hacia el codo sangrante de Aoba y después al chiquillo de cabellos dorados.

Una chispa de enojo se encendió en su pecho.

—¿Eres uno de los nuevos? ¿Cuál es tu nombre?

El más pequeño cerró sus puños.

—Noiz —mintió—; llevo un mes aquí.

A la par de las palabras de Noiz, Sei caminó hacia su hermano. Le jaló la cabellera para ayudarle a enderezarse, y percibió que el olor de su cabello recién lavado olía igual al suyo. Esto le asqueó.

—Noiz —le llamó—, has hecho que mi hermano se cayera a la tierra, ¿verdad?

Lo volteó a ver, sus ojos despidiendo una amenaza segura y letal. Noiz no flaqueó.

—¿Y qué?

Sei volvió a tirar del cabello de su gemelo hasta que este se hubiese parado, quien no se quejó aunque sus ojos se llenaron de lágrimas adoloridas por los nervios de su cabello. Observándolo, Noiz se dio cuenta de que era mucho más imbécil que la mayoría, y esto le sorprendió un poco. Era la primera vez que veía algo así.

—Mañana no podrás sentir nada más que dolor.

Y Sei salió, dejándole saber su destino. Estaba enojado por haberse enojado gracias a su hermano, así que no se lo perdonaría hasta después de un buen castigo.

Noiz, en cambio, sonrió triunfante. ¿Qué era el dolor, de todas formas?

Hermanos (EN PAUSA POR CORRECCIONES)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora