XVI

56 2 0
                                    

Ese sería el primer cumpleaños que pasaba junto a su hermano desde que Toue le había proclamado como heredero de la compañía. Su «padre» siempre hacía que lo celebraran de alguna forma: fiestas, comidas, regalos, todo tipo de cosas infantiles que siempre terminaban con el de cabellos negros debajo de la mesa. Pero nunca antes había estado obligado a ver la cara de su hermano mientras todo esto pasaba.

La decoración del cuarto en el que estaban era una vista lastimera. Globos, confeti, regalos y demás se esparcían armoniosamente por la sala, haciendo que todo se tiñera de distintos colores chillantes y pueriles. Durante todos sus cumpleaños pasados bajo el cuidado de su tutor, desde el primero hasta el último, la decoración fue la misma. Era un modelo cuya exactitud mejoraba con años de repetición tras repetición. Aunque al final, estos festejos terminaban siempre con la misma escena.

Sei jamás entendió por qué le había escogido a él para llevar ese título (no contando el hecho de que, seguramente, a Toue no le atraía para nada la idea de follarse a un animal como su gemelo). Pensó que uno de los motivos posibles era que ellos dos habían sido el primer experimento que no había salido por completo defectuoso. Había visto prototipos que hasta nacían sin piel, con cuatro piernas, o incluso siameses unidos por las partes más inverosímiles.

¿Sería esa la razón por la que el muchacho despertaba tanto el apetito sexual de su tutor?

Pero aún no le parecía muy clara la razón por la cual decidió adoptarlo, si pudo haber abusado de él con toda la libertad que quisiese sin ponerle bajo su cuidado legal. Tal vez por que tenía un sentido del humor muy retorcido, o tal vez porque era un cerdo con fantasías incestuosas. Fuera cual fuera la razón, incluso desde que ambos hermanos eran considerados como poco menos que un experimento inicial, le había odiado con todas sus fuerzas.

Aoba siempre fue, en cambio, sólo un conejillo de indias sin voluntad, oculto en las sombras de los laboratorios y las alas del edificio prohibidas para los demás niños. Ni siquiera todos los científicos —mas aquellos quienes se encargaban de estudiar su cuerpo y otros dos infantes que desaparecieron hacía algunos años— sabían de él. Él jamás fue considerado como un humano, por nadie, ni siquiera por su mielgo. Es más; podría decirse que quien menos lo consideró como algo meramente parecido a una persona fue Sei.

... Sei siempre se tenía que convencer a sí mismo de que quien más odiaba a su hermano era él.

... Sei no podía deshacer su ceño fruncido. La visión de su hermano manchando sus manos, el traje y el mantel de la mesa con sus horribles modales para comer le hacía querer vomitar. Verlo comer siempre fue como una tortura... pero nunca podía entender por qué le causaba arcadas sin grima.

No ocultó su inconformidad. No entendía por qué, después de tantos años en los que la conmemoración de su natalicio seguía una tradición estrictamente estéril, sin cambios ni en la rutina ni en la manera de festejarlo, de repente a su padre se le había ocurrido traer a ese animal a la mesa. Era desagradable y fastidioso.

—¿Por qué tan malhumorado, Sei?

Toue no se molestó en ocultar su burla. Sei se enojó, pero lo único que hizo fue apretar sus cubiertos entre sus dedos y evitar mirarle, con temor a dejarse llevar por la ira y azotar sus puños contra el plato. Las ansias de descargar toda su frustración en un castigo le carcomían el estómago, acentuadas por el sonido de la cuchara golpear el plato del de cabellos azules con énfasis torpe.

—No estoy malhumorado, papá.

No dijo más, no por otra cosa que no fuese dejar en claro que se sentía irritado. Hacía uno o dos años había logrado apaciguar su miedo punzante, o por lo menos controlarlo.

Hermanos (EN PAUSA POR CORRECCIONES)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora