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Narra Raquel:

 Sabía que las mujeres se pueden poner de mal humor de repente, más que nada porque yo soy mujer. Conocía unas cuantas que se veían enfrascadas en pensamientos y situaciones imaginarias y con un solo «qué pasaría si…» se remontaban desde treinta mil años atrás hasta el futuro y se enfadaban por algo que asumían que ibas a hacer tres días después.
    
Pero no me parecía que eso fuera lo que estaba pasando con Raquel y de todas formas ella nunca había sido ese tipo de mujer. La había visto furiosa antes. Demonios, de hecho había visto todos los estados de enfado que tenía: molesta, iracunda, detestable y cercana a la violencia.
    
Pero nunca la había visto dolida. Se enterró en una montaña de documentos en el corto viaje hasta el aeropuerto. Se excusó para llamar a su padre y ver cómo estaba mientras esperábamos en la puerta. En el avión se durmió en cuanto llegamos a nuestros asientos, ignorando mis ingeniosas peticiones de que entráramos en el club de los que han follado a más de mil metros. Abrió los ojos el tiempo justo para rechazar la comida, aunque yo sabía que no había desayunado nada. Cuando se despertó por fin empezábamos a descender y se puso a mirar por la ventanilla en vez de mirarme a mí.
    
—¿Me vas a decir qué ocurre?
    
Tardó mucho en contestarme y mi corazón empezó a acelerarse. Intenté pensar en todos los momentos en que podía haberlo fastidiado todo. Sexo con Raquel en la cama. Más sexo con Raquel. Orgasmos para Raquel. Había tenido muchos orgasmos, para ser sinceras. No creía que fuera eso. Despertarnos, ducha, profesarle mi amor básicamente. El vestíbulo del hotel, Gugliotti, aeropuerto.
    
Me detuve. La conversación con Gugliotti me había hecho sentir muy falsa. No estaba segura de por qué había actuado como una imbecil posesiva, pero no podía negar que Raquel tenía ese efecto en mí. Había estado increíble en la reunión, lo sabía, pero no tenía ni la más mínima intención de dejar que ella bajara un escalón y acabara trabajando para un hombre como Gugliotti cuando acabara su máster. Él seguramente la trataría como a un trozo de carne y se pasaría el día mirándole el trasero.
    
—Oí lo que dijiste. —Lo dijo en voz tan baja que necesité un momento para registrar que había dicho algo y otro más para procesarlo. Se me cayó el alma a los pies.
    
—¿Lo que dije cuándo?—Ella sonrió y se volvió, por fin, para mirarme.
    
—A Gugliotti. —Joder, estaba llorando.
   
 —Sé que he sonado posesivoa. Lo siento.—
    
—Que has sonado posesiva… —murmuró volviéndose otra vez hacia la ventanilla—. Has sonado desdeñosa… ¡Me has hecho parecer infantil! Has actuado como si la reunión fuera un ejercicio de formación. Me he sentido ridícula por cómo te la describí ayer, pensando que era algo más.
    
Le puse la mano en el brazo y me reí un poco.
    
—Los hombres como Gugliotti tienen un ego muy grande. Necesita sentir que los ejecutivos los escuchan. Hiciste todo lo que hacía falta. Él solo quería que yo fuera la que le pasara el contrato «oficial».
    
—Pero eso es absurdo. Y tú lo has alentado, utilizándome a mí como peón.—
    
Parpadeé confusa. Yo había hecho exactamente lo que había dicho. Pero así se jugaba el juego, ¿no?
    
—Eres mi asistente.—Una breve carcajada escapó de sus labios y se volvió hacia mí otra vez.
    
—Claro. Porque tú te has preocupado todo este tiempo de cómo ha progresado mi carrera.
    
—Claro que lo he hecho.
   
 —¿Cómo puedes saber que necesito rodaje? Apenas te fijaste en mi trabajo antes de ayer.
    
—Eso es totalmente falso —dije y negué con la cabeza. Estaba empezando a irritarme—. Lo sé porque he estado observando «todo» lo que has hecho. No quiero ejercer presión sobre ti para que hagas más de lo que puedes hacer ahora, y por eso estoy manteniendo el control sobre la cuenta de Gugliotti. Pero lo hiciste muy bien y estoy muy orgullosa de ti.
    
Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el asiento.
    
—Me has llamado «niña».
    
—¿Ah, sí? —Busqué en mi memoria y me di cuenta de que tenía razón—. Supongo que no quería que te viera como la mujer de negocios explosiva que eres e intentara contratarte y tirársete.
   
 —Dios, Alicia. Eres tan imbécil… ¡Tal vez quiera contratarme porque puedo hacer bien el trabajo!—
    
—Discúlpame. Estoy actuando como una novia posesiva.
   
 —Eso de «novia posesiva» no es nuevo para mí. Es que has actuado como si me hubieras hecho un favor. Es lo condescendiente que has sido. Y no estoy segura de que ahora sea el mejor momento para entrar en la interacción típica de jefa y asistente.
   
—Te he dicho que creo que lo hiciste fantásticamente con él.
   
Ella se me quedó mirando mientras empezaba a ponerse roja.
   
 —No deberías haber dicho eso en primer lugar. Deberías haber dicho: «Bien. Vamos a volver al trabajo». Y ya está. Y con Gugliotti actuaste como si me tuvieras bajo tu ala. Antes de esto habrías fingido que apenas me conocías.
    
—¿De verdad tenemos que hablar de por qué era una hija de puta antes? Tú tampoco eras la persona más dulce del mundo. ¿Y por qué lo vamos a sacar a relucir ahora precisamente?
    
—No estoy hablando de que tú fueras una hija de puta antes. Estoy hablando de cómo eres ahora. Estás intentando compensarme. Por eso exactamente es por lo que no hay que tirarse al jefe. Eras una buena jefa antes: me dejabas hacer mi trabajo y tú hacías el tuyo. Ahora eres la mentora preocupada que me llama «niña» mientras habla con el hombre ante el que le he salvado el culo. Es increíble.
    
—Raquel…
    
—Puedo tratar contigo cuando eres una estupida tremenda, Alicia. Estoy acostumbrada, es lo que espero de ti. Así es cómo funcionan las cosas. Porque aparte de todos los resoplidos y portazos, sé que me respetas. Pero el modo en que te has comportado hoy… eso establece una línea que no había antes. —Negó con la cabeza y volvió a mirar por la ventana.
    
—Creo que estás exagerando.
    
—Tal vez —dijo agachándose para sacar el teléfono de su bolso—. Pero me he dejado los cuernos para llegar donde estoy ahora… ¿Y qué estoy haciendo arriesgándolo?
    
—Podemos hacer las dos cosas, Raquel. Durante unos pocos meses, podemos trabajar y estar juntos. Esto, lo que está pasando hoy, se llama miedo a pasar de nivel.
    
—No estoy segura —dijo parpadeando y mirando más allá de mí—. Estoy intentando hacer lo más inteligente, Alicia. Nunca antes había cuestionado mi valía, ni cuando creía que tú sí lo hacías. Y entonces, cuando creía que veías exactamente quién era, me has menospreciado así… —Levantó la vista con los ojos llenos de dolor—. Supongo que no quiero empezar a cuestionarme ahora, después de todo lo que he trabajado.
    
El avión aterrizó con una sacudida, pero eso no me sobresaltó tanto como lo que ella acababa de decir. Había tenido discusiones con los presidentes de algunos de los departamentos financieros más grandes del mundo. Me había metido en el bolsillo a ejecutivos que creían que podían machacarme. Podía pelear con esta mujer hasta que terminara el mundo y solo me sentiría más mujer con cada palabra. Pero justo en ese momento no fui capaz de encontrar nada que decirle.
    
Decir que no pude dormir esa noche sería poco. Apenas pude siquiera tumbarme. Todas las superficies planas parecían tener su forma y eso que ella nunca había estado en mi casa. El mero hecho de que hubiéramos hablado de ello y que hubiera planeado que ella viniera a mi casa la primera noche nada más volver, hacía que su fantasma pareciera estar allí permanentemente.
    
La llamé y no me cogió el teléfono. Cierto que eran las tres de la mañana, pero yo sabía que ella tampoco estaba durmiendo. Su silencio se vio empeorado por el hecho de que sabía cómo se sentía. Sabía que estaba tan metida en aquello como yo, pero ella pensaba que no debería.
   
No veía el momento de que llegara el día siguiente.
    
Entré a las seis, antes de que ella llegara. Nos traje café a los dos y actualicé mi agenda para ahorrarle un poco de tiempo que pudiera utilizar para ponerse al día después de haber estado fuera. Envié por fax el contrato a 
Gugliotti diciéndole que la versión que vio en San Diego era la versión final y que lo que Raquel le dijo era lo que valía. Le di dos días para devolverlos firmados.
    
Y después me puse a esperar. A las ocho mi padre entró en el despacho y Andres cerró la puerta detrás de él. Mi padre fruncía el ceño a menudo, pero muy pocas veces cuando me miraba a mí. Y Andres nunca parecía molesto. Pero ahora mismo los dos parecían tener ganas de asesinarme.
   
—¿Qué has hecho? —Mi padre dejó caer una hoja de papel sobre mi mesa. La sangre se me heló en las venas.
    
—¿Qué es eso?
    
—Es la carta de dimisión de Raquel. Me la ha mandado a través de Silene esta mañana.
   
Pasó un minuto entero antes de que pudiera hablar. En ese tiempo lo único que se oyó fue la voz de mi hermano diciendo:
    
—Alicia, imbécil, ¿qué ha pasado?
    
—La he fastidiado —dije finalmente apretándome las manos contra los ojos.
    
Mi padre se sentó con la cara seria. Estaba sentado en la misma silla en la que, menos de un mes antes, se había sentado Raquel con las piernas abiertas y se había tocado mientras yo intentaba mantener la compostura por teléfono.
   
 «Dios, ¿cómo he dejado que pase esto?»
    
—Dime qué ha ocurrido —mi padre habló en voz muy baja: un período de calma entre dos terremotos. Me aflojé la camisa porque me estaba agobiando por la presión que sentía en el pecho.
   
 «Raquel me ha dejado».
    
—Estamos juntas. O estábamos.
   
Andres gritó:
    
—¡Lo sabía!—
   
 A la vez que mi padre gritaba:
  
  —¿Que vosotras qué?
    
—No lo estábamos hasta San Diego —les aclaré rápidamente—. Antes de San Diego solo estábamos…
    
—¿Follando? —intentó ayudarme graciosamente Andres y recibió una mirada reprobatoria de mi padre.
    
—Sí. Solo estábamos… —Una punzada de dolor me atravesó el pecho. Su expresión cuando me incliné para besarla. Cómo se mordía el carnoso labio inferior. Su risa contra mi boca—. Y como ambos sabéis, yo soy una imbécil. Pero ella me plantaba cara de todas formas —les aseguré—. Y en San Diego se convirtió en algo más. Joder. —Estiré la mano para coger la carta, pero la aparté—. ¿De verdad ha dimitido?
    
Mi padre asintió con su expresión inescrutable. Ese había sido su superpoder durante toda mi vida: en los momentos en los que más sentía, mostraba lo mínimo.
    
—Por eso tenemos la política de no confraternización en la oficina, Ali —me dijo bajando la voz al llegar a mi diminutivo—. Creía que era más inteligente que todo esto.
    
—Lo sé. —Me froté la cara con las manos y después le hice un gesto a Andres para que se sentara y les conté todos los detalles de lo que había pasado con mi intoxicación alimentaria, la reunión con Gugliotti y cómo Raquel me había sustituido diligente y competentemente. Dejé claro que acabábamos de decidir que íbamos a estar juntas cuando me encontré con Ed en el hotel.
    
—Eres una maldita estúpida —dijo mi hermano cuando terminé y ¿cómo no iba a estar de acuerdo?
    
Después de una dura charla y de asegurarme de que teníamos que hablar largo y tendido de todas las formas en que lo había fastidiado todo, mi padre se fue a su despacho para llamar a Raquel y pedirle que volviera a trabajar para él lo que le quedaba de las prácticas del máster.
    
Él no solo estaba preocupado por el efecto sobre Sierra Media, aunque si ella decidía quedarse cuando acabara su máster podría fácilmente convertirse en uno de los miembros más importantes de nuestro equipo de marketing estratégico. También le irritaba que a ella le quedaban menos de tres meses para encontrar un nuevo puesto de asistente, aprender los entresijos del nuevo trabajo y hacerse cargo de otro proyecto para presentar ante la junta de la beca. Y dada su influencia en la facultad de empresariales, lo que ellos dijeran determinaría si Raquel obtenía una matrícula de honor y una carta de recomendación del consejero delegado de JT Miller.
    
Eso podía propiciar un buen principio para su carrera o destrozarla. Andrés y yo nos sentamos en un silencio sepulcral durante la siguiente hora; él me miraba fijamente y yo miraba por la ventana. Casi podía sentir cuántas ganas tenía de darme una paliza. Mi padre volvió a mi despacho, recogió la carta de dimisión y la dobló en tres partes. Todavía no había sido capaz de mirarla. La había escrito a ordenador y, por primera vez desde que la conocí, no había nada que deseara más que ver su caligrafía ridículamente mala en vez de esa carta impersonal en blanco y negro escrita en Times New Roman.
    
—Le he dicho que esta empresa la valora y que esta familia la quiere y que queremos que vuelva. —Mi padre hizo una pausa y me miró—. Me ha dicho que esas son razones todavía más poderosas para que ella quiera hacer esto sola.
    
Chicago se convirtió en un universo paralelo, uno en el que era como si Billy Sianis nunca hubiera echado la maldición de la cabra sobre los Chicago Cubs y como si Oprah nunca hubiera existido porque en él, Raquel ya no trabajaba para Sierra Media. Había dimitido. Había dejado uno de los proyectos más grandes de la historia de Sierra Media. Me había dejado a mí.
    
Cogí el archivo Papadakis de su mesa; el departamento legal había hecho el borrador del contrato mientras estábamos en San Diego y todo lo que le faltaba era una firma. Raquel se podría haber pasado los últimos dos meses de su máster perfeccionando su presentación para la junta de la beca. En vez de eso estaría empezando en otro sitio.
    
¿Cómo había podido soportar todo lo que le había hecho pasar antes y, sin embargo, irse por aquello? ¿Realmente era tan importante que yo la tratara como a una igual ante un hombre como Gugliotti que eso le había hecho sacrificar lo que había entre nosotras?
    
Con un gruñido tuve que reconocer que la razón que tenía para preguntar eso también era la razón por la que se había ido Raquel. Yo creía que podíamos mantener nuestra relación y nuestras carreras, pero eso era porque yo ya había demostrado lo que podía hacer. Ella era una asistente. Todo lo que necesitaba de mí era que le asegurara que su carrera no iba a sufrir por nuestra temeridad e hice justo lo contrario: confirmarle que así iba a ser.
    
Tengo que admitir que me sorprendió que en la oficina no se volvieran todos locos con lo que yo había hecho, pero parecía que solo mi padre y Andres lo sabían. Raquel había tenido lo nuestro en secreto siempre. Me pregunté si Silene sabría todo lo que había pasado, si estaría en contacto con Raquel.
    
Y pronto tuve mi respuesta. Unos pocos días después de que Chicago cambiara, Silene entró en mi despacho sin llamar.
    
—Esta situación es una estupidez total.— Levanté la vista para mirarla y dejé el archivo que había estado estudiando para mirarla fijamente lo bastante para hacerla revolverse un poco antes de hablar.
   
 —Quiero recordarle que «esta situación» no es asunto suyo.
    
—Soy su amiga, así que lo es.
    
—Como empleada de Sierra Media de Andres, no lo es.
    
Me miró durante un largo momento y después asintió.
    
—Lo sé. No se lo voy a decir a nadie, si eso es lo que insinúa.
   
—Claro que eso era lo que quería decir. Pero también me refiero a su comportamiento. No quiero que meta las narices en mi despacho sin molestarse en llamar.
    
Ella pareció arrepentida pero no se arredró ante mi mirada. Estaba empezando a ver por qué ella y Raquel eran tan amigas: ambas tenían una voluntad de hierro que rozaba en la imprudencia y eran ferozmente leales.
   
—Comprendido.
    
—¿Puedo preguntarle por qué está aquí? ¿Es que la ha visto?
    
—Sí.
    
Esperé. No quería presionarla para que rompiera su confianza, pero, Dios santo, estaba deseando sacudirla hasta que soltara todos los detalles.
    
—Le han ofrecido un trabajo en Studio Marketing.—Exhalé tensa. Una empresa decente, aunque pequeña. Un recién llegado con algunos buenos ejecutivos junior pero unos cuantos gilipollas de marca mayor dirigiéndola.
    
—¿Quién es su jefe?
    
—Un tío que se apellida Vicuña.—cerré los ojos para ocultar mi reacción. Alberto Vicuña estaba en la junta y era un ególatra con una afición por llevar mujeres floreros colgadas del brazo que solo rozaba la legalidad. Raquel tenía que saberlo, ¿en qué estaría pensando?
    
«Piensa, imbécil».
    
Ella estaría pensando que Vicuña tenía los recursos para darle un proyecto con suficiente sustancia en el que pudiera trabajar para hacer su presentación dentro de tres meses.
    
—¿En qué proyecto está trabajando?—Silene caminó hasta mi puerta y la cerró para que la información no llegara a oídos ajenos.
    
—Sander’s Pet Chow.—Me puse de pie y golpeé la mesa con las dos manos. La furia me estranguló y cerré los ojos para controlar mi genio antes de tomarla con la asistente de mi hermano.
    
—Pero es una cuenta diminuta.
    
—Ella no es más que una asistente, señorita Sierra. Claro que es una cuenta diminuta. Solo alguien que está enamorada de ella la dejaría trabajar en una cuenta de un millón de dólares y un contrato de marketing de diez años. —Sin mirarme se giró y salió del despacho.
    
Raquel no me contestó al móvil, ni al teléfono de su casa, ni a ningún email de los que le mandé a la cuenta personal que tenía en su archivo. Ni llamó, ni pasó por allí, ni dio ninguna indicación de que quisiera hablar conmigo. Pero cuando sientes que te han abierto en canal el pecho con un pico y no puedes dormir, haces cosas como mirar en su información confidencial la dirección del apartamento de tu asistente, vas hasta allí en el coche un sábado a las cinco de la mañana y esperas a que salga.
    
Y como no salió del apartamento en un día entero, convencí al guardia de seguridad de que era su prima y estaba preocupado por su salud. Él me acompañó arriba y se quedó detrás de mí cuando llamé a la puerta.
    
El corazón me latía tan fuerte que parecía que estuviera a punto de salírseme del pecho. Oí que alguien se movía dentro y caminaba hacia la puerta. Podía prácticamente sentir su cuerpo a centímetros del mío, separado por la madera. Una sombra apareció en la mirilla. Y después, silencio.
    
—Raquel.—No abrió la puerta, pero tampoco se apartó.
    
—Cariño, por favor, abre la puerta. Necesito hablar contigo.—Después de lo que me pareció una hora, dijo:
    
—No puedo, Alicia.
    
Apoyé la frente contra la puerta y también las palmas. Tener algún superpoder me habría venido bien en ese momento. Manos que escupían fuego, o la sublimación, o solo la capacidad de encontrar algo adecuado que decir. En ese momento eso me parecía imposible.
    
—Lo siento.—Silencio.
    
—Raquel… Dios. Lo entiendo, ¿vale? Repróchame que he vuelto a ser uba hija de mil puta o Dime que me den. Hazlo a tu manera… pero no te vayas.—
    Silencio. Todavía estaba ahí. Podía sentirla.
   
 —Te echo de menos. Joder que si te hecho de menos. Mucho.
    
—Alicia… ahora no, ¿vale? No puedo hacer esto.
    
«¿Estaba llorando?» Odiaba no saberlo.
    
—Oye, tía. —El guardia de seguridad sonaba como si ese fuera el último lugar en el que quisiera estar y se veía que estaba cabreado porque le había mentido—. Esto no es por lo que dijiste que querías subir. Parece estar bien. Vamos.
    
Me fui a casa y me bebí una buena cantidad de whisky. Durante dos semanas estuve jugando al billar en un bar sórdido e ignoré a mi familia. Llamé a la empresa para decir que estaba enferma y solo salí de la cama para coger de vez en cuando un cuenco de cereales, rellenar el vaso o ir al baño, donde siempre que veía mi reflejo me mostraba el dedo en un gesto grosero. Estaba deprimida, y como nunca antes había experimentado nada como eso, no tenía ni idea de cómo salir de ello.
    
Mi madre vino con algo de comida y la dejó en la puerta. Mi padre me dejaba mensajes de voz con las cosas que pasaban en el trabajo. Tatiana me trajo más whisky.
    
Por fin vino Andres, con el único juego de llaves de repuesto de mi casa que había, me tiró agua helada encima y después me pasó un recipiente de comida china. Me comí la comida mientras él me amenazaba con pegar fotos de Ra1uel por toda la casa si no me recuperaba de una vez y volvía al trabajo.
    
Durante las siguientes semanas Silene supuso que estaba perdiendo la cabeza poco a poco y empezó a pasar para darme informes una vez a la semana. Se mantenía estrictamente profesional, diciéndome cómo le iba a Raquel en su nuevo trabajo con Vicuña. Su proyecto iba bien. Los de Vicuña la adoraban. Había hecho una presentación de la campaña a los ejecutivos y le habían dado el visto bueno. Nada de todo aquello me sorprendió. Raquel era mucho mejor que todos los que trabajaban allí.
    
Ocasionalmente Silene dejaba caer algo más. «Ha vuelto al gimnasio», «Tiene mejor aspecto» o «Se ha cortado el pelo un poco más corto, y le queda muy bien» o «Salimos todas el sábado. Creo que se lo pasó bien, pero se fue pronto».
    
«¿Será porque tenía una cita?», me pregunté. Y después descarté esa idea. No me la podía imaginar viendo a otra persona. Sabía cómo había sido lo nuestro y estaba bastante seguro de que Raquel tampoco estaba viendo a nadie más.
    
Esos «informes» nunca eran suficientes. ¿Por qué no podía Silend sacar su teléfono y hacerle unas cuantas fotos? Estaba deseando encontrarme con Raquel en una tienda o por la calle. Incluso fui a La Perla un par de veces. Pero no la vi en dos meses.
    
Un mes vuela cuando te estás enamorando de la mujer con la que antes tenías sexo. Dos son una eternidad cuando la mujer que quieres te deja.
    
Así que cuando se acercaba la fecha de su presentación y oí en boca de Silene que Raquel estaba preparada y que manejaba a Alberto con disciplina de hierro, pero que también parecía «un poco más pequeña y menos ella», por fin reuní el valor que necesitaba.
    
Me senté en mi mesa, abrí PowerPoint y saqué el plan de Papadakis. A mi lado en la mesa, el teléfono sonó. Pensé en no contestar, porque quería centrarme en aquello y solo aquello.
    
Pero era un número local desconocido y una parte importante de mi cerebro quiso pensar que podría ser Raquel.
    
—Alicia Sierra.—La risa de una mujer se oyó al otro lado de la línea.
    
—Mira, guapa, eres una hija de puta gilipollas.

Mi Secretaria 🔞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora