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Narra Raquel:

El director Cheng y los otros miembros de la junta de la beca entraron y me saludaron amigablemente antes de tomar asiento. Comprobé mis notas y la conexión entre el portátil y el sistema del proyector, y esperé que los últimos rezagados entraran en la sala. El hielo repiqueteó en los vasos cuando se sirvieron agua. Los colegas hablaron entre ellos en voz baja y alguna risa ocasional rompió el silencio.
    
«Colegas».
    
Nunca me había sentido tan aislada. El señor Alberto ni siquiera se había molestado en presentarse allí para apoyarme. Qué sorpresa.
    
La sala era muy parecida a otra sala de reuniones que había a diecisiete manzanas de ahí. Había estado de pie delante del edificio Sierra Media un poco antes aquella misma mañana, dándoles las gracias en silencio a todos los que había dentro por convertirme en quién era. Y después había venido caminando, contando las manzanas e intentando ignorar el dolor de mi pecho, sabiendo que Alicia no iba a estar en la sala hoy conmigo, jugueteando con sus manos y con sus ojos atravesando mi calma exterior.
    
Echaba de menos mi proyecto. Echaba de menos a mis compañeros. Echaba de menos los estándares despiadados y exigentes de Alicia. Pero sobre todo echaba de menos a la mujer en que se había convertido para mí. Odiaba haber sentido la necesidad de elegir una Alicia sobre la otra y no acabar con ninguna de las dos.
    
Una asistente llamó y asomó la cabeza por la puerta para llamar mi atención. Le dijo al señor Vicuña:
    
—Tengo unos formularios que Raquel tiene que firmar antes de empezar. Volvemos enseguida.
    
Sin hacerle ninguna pregunta la seguí afuera, con las manos temblando junto a los costados y deseando poder deshacerme de mis nervios. «Puedes hacerlo, Raquel». Veinte miserables diapositivas detallando una campaña de marketing mediocre de cinco cifras para una empresa local de comida para animales. Pan comido.
    
Solo tenía que acabar con eso y después podría irme de Chicago y empezar de nuevo en algún lugar a cientos de kilómetros de allí. Por primera vez desde que me había mudado allí, Chicago me resultaba completamente ajeno.
    
Pero aun así, todavía estaba esperando que mi marcha empezara a parecerme la decisión correcta.
    
En vez de quedarnos en la mesa de la asistente, cruzamos un pasillo hasta otra sala de reuniones. Ella abrió la puerta y me hizo un gesto para que entrara antes que ella. Pero cuando entré, en vez de seguirme, ella cerró la puerta dejándome allí a solas.
    
O no tan a solas.
    
Me dejó con Alicia.
    
Sentí como si mi estómago se hubiera evaporado y mi pecho se hubiera hundido en el hueco que había dejado. Estaba de pie junto a la pared de cristal que había en el lado más alejado de la habitación, con un traje azul marino y una camisa morada que le regalé por Navidad y llevaba en la mano un grueso archivo. Tenía los ojos oscuros e inescrutables.
    
—Hola. —Le falló la voz en esas dos únicas sílabas.
    
Yo tragué saliva, mirando hacia la pared y luchando para contener mis emociones. Estar lejos de Alicia había sido un infierno. Más veces al día de las que podía contar fantaseaba con volver a Sierra Media, o con verlo entrar en el cubículo en el que trabajaba ahora en plan Oficial y caballero, o con que apareciera en mi puerta con una bolsa de La Perla colgando de uno de sus largos y provocativos dedos.
    
Pero no esperaba verla allí, y después de tanto tiempo, incluso esa palabra vacilante casi pudo conmigo. Echaba de menos su voz, su sonrisa, sus labios, sus manos. Echaba de menos la forma en que me miraba, la forma en que esperó por mí, la forma en que yo podía decir que había empezado a quererme.
    
Alicia estaba allí. Y tenía un aspecto horrible.
    
Había perdido peso y aunque iba perfectamente vestida, la ropa caía de una manera extraña de su alto cuerpo. Parecía que no había dormido en varias semanas. Conocía esa sensación. Tenía ojeras y no aparecía por ninguna parte su sonrisita burlona tan característica. En su lugar, su boca dibujaba una línea recta. El fuego que yo siempre había asumido que era propio de su expresión estaba completamente extinguido.
    
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
    
Levantó una mano y se la pasó por el pelo, deshaciendo completamente el patético estilismo que había intentado hacerse. El corazón se me retorció ante ese desaliño tan familiar.
    
—Estoy aquí para decirte que has sido una imbécil por dejar SierraMedia.
    
Me quedé boquiabierta al oír su tono y una oleada familiar de adrenalina me recorrió las venas.
    
—He sido una imbécil por muchas cosas. Gracias por venir. Una reunión muy divertida. —Me volví para salir de ahí.
    
—Espera —dijo en voz baja y exigente.
    
Los viejos instintos se pusieron a trabajar, me detuve y me volví hacia ella. Se había acercado varios pasos.
    
—Las dos hemos sido unas idiotas, Raquel.
    
—En eso estamos de acuerdo. Tenías razón al decir que has trabajado mucho como mi mentora. He aprendido mi idiotez del mayor idiota que existe. Todo lo bueno lo he aprendido de tu padre.
    
Esa crítica pareció haber alcanzado su destino y ella hizo una mueca de dolor y dio un paso atrás. Había sentido un millón de emociones en los últimos meses: mucha ira, algo de arrepentimiento, una culpa frecuente y un zumbido continuo de orgullo lleno de justa indignación, pero sabía que lo que acababa de decir no era justo, y de inmediato me arrepentí. Ella me había empujado, no siempre de forma intencionada, pero aunque solo fuera por eso le debía algo.
    
Pero mientras estaba allí de pie en aquella habitación cavernosa con ella, con el silencio naciendo y creciendo como una plaga entre las dos, me di cuenta de que había estado totalmente equivocada todo ese tiempo: fue ella quien me dio la oportunidad de trabajar en los proyectos más importantes. Ella me llevo consigo a todas las reuniones. Ella me hizo escribir los informes críticos, hacer las llamadas difíciles, gestionar la entrega de los documentos de las cuentas más sensibles. Ella había sido mi mentora y eso le importaba mucho.
    
Tragué saliva.
    
—No quería decir eso.
    
—Lo sé. Lo veo en tu cara. —Se pasó la mano por la boca—. Pero es parcialmente cierto. No me merezco reconocimiento por lo buena que eres. Supongo que como soy una ególatra necesitaba una parte de él. Pero fue también porque me resultas realmente inspiradora.
    
El nudo que había empezado a formarse en mi garganta pareció extenderse hacia abajo y hacia fuera y no me dejaba respirar a la vez que me presionaba el estómago. Estiré el brazo en busca de la silla más cercana.
    
—¿Por qué has venido, Alicia? —pregunté de nuevo.
    
—Porque si lo estropeas ahora, yo me voy a ocupar personalmente de que no vuelvas a trabajar para ninguno de los integrantes de la lista de los 500 de la revista Fortune nunca más.
   
 No me lo esperaba y mi enfado resurgió renovado y ardiente.
    
—No voy a estropear nada, gilipollas.— Estoy preparada.
    
—No es eso lo que quería decir. Tengo las diapositivas de Papadakis aquí y también los dossieres. —Me enseñó un lápiz USB y una carpeta—. Y si no te luces con esta presentación ante la junta voy a acabar contigo.
    
No había sonrisa arrogante ni juego de palabras intencionado. Pero detrás de lo que decía, pareció resonar algo más.
    
«Nosotras. Esto somos nosotras».
    
—Tengas lo que tengas ahí, no es mío —dije señalando el lápiz—. Yo no he preparado las diapositivas de Papadakis. Me fui antes de poder hacerlas.

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⏰ Última actualización: May 22, 2021 ⏰

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