08

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El soldado parecía temblar, sosteniendo un juego de llaves entre sus manos callosas. Los guiaba a través del pasillo de la segunda planta, lleno de tablas de madera astilladas, intentos de decoración con cuadros que parecían pintados de acuarelas sucias.

—Este poblado fue tomado hace cinco meses. —Decía, rascándose la nuca con nervios, intentando no adelantar en pasos al mayor. —La población se resistió, pero los rebeldes han sido exterminados. Ahora lo usamos para reintroducir a soldados y oficiales que han perdido a sus unidades en emboscadas y reasignarlos de vuelta, si es que no necesitan cuidados médicos.

Satoru apretó los labios, reflexionando sobre aquello último. Necesitaba reincorporarse, buscar a los supervivientes de su grupo, comprobar si alguien había sobrevivido a la explosión y lo que habría ocurrido después. Apretó los puños al imaginar cómo habría quedado su campamento, los enfermos a los que tanto se había esforzado en operar y curar; en Haibara y el estetoscopio que siempre colgaba de su cuello, en Nanami y en sus serias expresiones.

Se quedó quieto, a punto de chocar contra la espalda de Toji cuando se detuvieron frente a una puerta desgastada.

—¿Qué es lo último que se supo de mí? —Preguntó el hombre, alzando una ceja con curiosidad. Teniente, pensó el albino, un grado directamente inferior a Nanami.

—Se le perdió la pista a su unidad hace cerca de dos meses, señor. —Informó el soldado, titilando con nerviosismo, como si estuviera intimidado por su presencia. Sacó una de las llaves del llavero. —Después se encontraron los cuerpos muertos de sus compañeros a un par de kilómetros de donde usted estaba y...

—Genial, ahora vete. —Toji le arrebató la llave e hizo un leve gesto con la mano, agitándola en el aire.

Tragó saliva cuando el soldado pareció titubear y se apegó a Fushiguro con incertidumbre, sin saber exactamente por qué el chico le estaba mirando de cierta forma extraña.

—¿Una sola habitación, señor?

Bajó la vista cuando un brazo rodeó sus hombros. Por un instante pensó que le estaba mostrando la banda con la cruz roja, pero Toji lo atrajo hacia sí con camaradería y un tono de sobreprotección salió de él en forma de un bufido animal. No se revolvió, no hizo ni dijo nada, tal y como le había pedido antes de entrar en aquella especia de hostal de mala muerte.

—Sí, ¿algún puto problema?

El soldado negó, pálido y a punto de desfallecer por el tono de su voz. Esperaron a que desapareciera del pasillo, con sus pasos inquietos y el rechinar de las tablas de madera, para poder abrir la puerta y entrar en aquella intimidad.

Una gloriosa intimidad. Ambos entraron en la habitación y Satoru no pudo evitar alzar las cejas ante la cama grande que había en el centro, un baúl en una esquina y un armario de puertas casi destrozadas por agujeros de bala y lo que parecían ser arañazos.

Las paredes estaban pintadas de un suave beige que le recordaba a la crema de vainilla y una ventana con cortinas deshilachadas daba al exterior. Dio un par de pasos, parpadeando para ver si aquello era real, porque era lo mejor que le había ocurrido desde que había llegado a aquel país.

No dudó en sentarse al borde del colchón, contento, notando lo cómodo que era en comparación a su saco de dormir y a las ramas y troncos de los árboles del bosque. ¿Estaba soñando? ¿Era aquello el Edén? Una cama, una jodida cama. Sus pies flotaron de felicidad, se quitó las botas manchadas de barro y tierra, y se dejó caer hacia atrás, con los brazos y piernas extendidos.

—Oye, no manches el edredón. —Gruñó Toji, agarrando uno de sus tobillos y tirando de él hasta casi arrojarlo al suelo. —Ve a ducharte, han instalado duchas como las de los cuarteles. No es que esté especialmente bien, pero seguro que tiene agua caliente.

Fallen || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora