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Parecía que se estaba ahogando con el propio aire, hiperventilando, con el rostro empapado en lágrimas de dolor.

El fuego estallaba con cada doloroso milímetro que el bisturí se deslizaba por dentro de su piel. Había podido sentirlo, sentir la fría hoja atravesándole, llegando a su interior y rajando la zona con timidez.

Mordía con fuerza una tela, gimiendo, deshaciéndose en sollozos que inundaban la estancia. Aquella clínica de dudosa higiene y profesionalidad podría matarle, al igual que aquel par de enfermeros que no parecían haber operado a nadie.

Incluso había tenido que señalarles dónde estaba el apéndice. Y, oh, mierda, ¿así era como se sentía morir en vida? Su espalda arqueándose y manos presionando su pecho contra la camilla para que no se moviera. Pero, no podía evitarlo, no podía evitar temblar, gritar con fuerza cada vez que la cuchilla cortaba más, en una incisión horizontal tan profunda que dejaba a la vista sus entrañas.

Su sangre estaba caliente, su frente ardía y tenía que hacer un esfuerzo por no asomarse y mirar. Sudaba tanto que las sábanas se habían humedecido y el paño mojado de su frente cayó al suelo con un sonido seco.

—Joder... —Sollozó, limpiandose en vano, las lágrimas continuaban bajando por su cara, cayendo de su barbilla a su cuello y deslizandose hasta sus clavículas. El trapo que mordía también se deslizó a un lado.

Hacía frío, tenía un frío aterrador y necesitaba abrazarse a la manta más cálida de todas, una que fuera esponjosa y de colores pastel; volver a la casa que nunca fue una casa para él, acurrucarse en la cama y no volver a despertar jamás.

Y pudo oírlo. El sonido de las botas militares, aquellos pasos furiosos que podría reconocer a kilómetros de distancia, la puerta abriéndose con brusquedad y casi dejando un hueco en la pared por el golpe.

—¡¡Escuchad, panda de vírgenes de mierda!! —Toji irrumpió con ira en la sala, gruñendo y agarrando al enfermero del bisturí por el cuello de la camisa. —Como no solucionéis el problema, me encargaré de meteros una bala entre las piernas, ¿¡me oís!?

El hombre se acercó al albino, todo lágrimas y piel pálida. Satoru era tan blanco que su piel siempre estaba algo rosada por sus notables emociones, sin embargo, no había color alguno en sus mejillas, sólo dolor.

Y sonrió, Satoru sonrió al verle y alzó la mano para acariciar su rostro. Deslizaba los dedos por su cara malherida, con un hematoma en la sien y un corte en la mejilla, había un raspón en su barbilla.

—Toji... —Alcanzó a decir, tosiendo por la sequedad de su garganta. —¿Por qué parece que te han dado una paliza?

El susodicho frunció el ceño, acariciando el dorso de su mano. Sus enormes ojos verdes se fijaron sin disimulo alguno en la tela azulada que cubría su torso desnudo, a excepción de la zona donde estaban operándole, donde había un hueco recortado.

Porque le habían dado una jodida paliza, precisamente. Suspiró, irritado por el hecho de que estuviera a punto de morir y, aún con todo, se preocupara por él. Era tan jodidamente idiota y tan puro.

—Me caí por las escaleras. —Mintió deliberadamente, no pensaba juntar a Naoya y al albino, ni siquiera en voz alta. —¿De verdad faltan tantos suministros?

Se había enterado por el soldado de la recepción del hostal que la anestesia y varios medicamentos se habían acabado por reiterados robos durante el mes que corría. Le echó una mirada de advertencia a uno de los enfermeros y pudo adivinar cómo, al instante, sus dedos temblaban.

El chico asentía y él sólo podía limpiarle las lágrimas y sostener su mano, dejando que clavara las uñas en su piel. Veía cómo su rostro se contraía en expresiones de sufrimiento, sus cejas blancas se fruncían y su pecho se alteraba.

Fallen || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora