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Tenía la cabeza hecha un puto desastre. Los pensamientos le pesaban, como si su mente estuviera atada a una bola de plomo que amenazaba con ahogarlo en el fondo del mar.

La luz le molestaba, sus ojos parpadeaban a pesar de que les estaba pidiendo no hacerlo. Cortinas blancas rodeando una estúpida camilla, sábanas del mismo color rozando su cuerpo de forma molesta. Un quejido se escapó de sus labios agrietados, trataba de discernir si aquello era el Cielo o el Infierno, pero sentía a la perfección la aguja que estaba clavada en su brazo derecho.

Tenía la garganta seca y su cuerpo ardía. Una bolsa le administraba, a través de la inyección, líquidos o quién sabía qué mierda. Trató de incorporarse en vano, mareado, frustrado. Vivo.

Pudo alcanzar a ver una patética silla a su lado, con su uniforme manchado de rojo escarlata, el casco medio quemado. Sus recuerdos volaron de nuevo al fuego, a la sensación de las llamas devorándole, la sangre escapando de sus entrañas abiertas con descaro. Quiso arrancarse la aguja del brazo, pero un estallido de dolor provocó que las lágrimas se agolparan en sus iris, impidiéndole ver con claridad.

—¡Joder! —Un lamento murió en el aire, un suspiro corto.

Se miró a sí mismo, estaba completo. Podía ver ambas piernas bajo la sábana, su brazo derecho por fuera, la puta inyección de mierda. Movió de nuevo el izquierdo, sacándolo de debajo de la sábana, incorporándose con relativo acierto. Se sentó con dificultad, ignorando el ardor que recorría sus nervios.

Su piel. Lo que debería de ser su piel era de un desagradable color rojo apagado. Podía ver los bordes que delimitaban qué zonas habían sido consumidas por el fuego y qué zonas sólo habían quedado afectadas de manera superficial. Sollozó en silencio, pues verlo, verse, le causaba más dolor que el que podía soportar. Como si el hecho de ser consciente de ello pudiera provocar que su mente se consumiera también.

La quemadura bajaba desde su hombro, por su brazo y mano izquierdo, dejando libre algunos dedos. Se deslizaba con su rojo mortal a través de su costado desnudo, llegando casi al elástico de su ropa interior. Su puta ropa interior.

Decidió arrancarse la vía intravenosa con los dientes, dejándola caer al suelo, que no era más que hierba. Estaba en un campamento, en un hospital militar improvisado. Más allá de las cortinas blancas habría más heridos, podía escuchar sus lamentos en voz baja, sus quejidos, gente hablando. Tenía que salir de allí. A fin de cuentas, no era más que un traidor.

De repente, la cortina se abrió.

Tragó saliva con dificultad, chocando con aquel universo pintado en sus ojos, el uniforme con la banda de la cruz roja, el pelo blanco. El chico sonrió amablemente.

—Me alegra que hayas despertado. —Se le acercó, dejando un cuaderno sobre los pies de la camilla, sacando las manos de sus bolsillos. —¿Por qué te has quitado la vía?

Toji lo miró con hostilidad, analizando su uniforme. Camisa de color liso, verde militar sin estampado, una banda blanca en uno de sus brazos. Aliado. Sin embargo, se pegó al cabecero de la camilla cuando notó que quería tocarle la frente. Tenía que tener pinta de un animal asustado.

—Ni se te ocurra tocarme. —Avisó, mostrando los dientes con dolor, el ardor de su piel parecía aumentar con tan sólo rozar contra el propio aire. Aún le pesaba la mente. —Suelta eso, o te mataré.

Eso se refería a la aguja que el otro recogía y quería volver a poner en su vena. Su ángel ladeaba la cabeza, confuso. Una leve sonrisa pintó su rostro con gracia y sus mejillas se volvieron rosadas.

—En ese estado tan lamentable, no conseguirás nada más que empeorar. —Negó un par de veces, sujetándolo con fuerza, aprovechando un momento de confusión para hundir la vía en su brazo. Lo tomó del pelo cuando trató de incorporarse y lo mantuvo sentado para mirarle. Tenía más fuerza de lo que aparentaba. —Las quemaduras han mejorado.

Fallen || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora