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Estaban ocurriendo demasiadas cosas y Toji no entendía una mierda de cada una de ellas.

Pares de ojos se posaban en ellos en forma de miradas indiscretas, el señor de los artículos en venta recogió sus cosas y prácticamente se arrojó corriendo a la otra punta de la calle; madres tapaban la vista a sus hijos mutilados por metralla, sólo como precaución, advirtiendo lo peor.

Y Naoya sonreía como un jodido psicópata con sus dientes blanqueados y perfectos, la brisa revolvía su pelo rubio, mientras el filo de un cuchillo se posaba en su cuello.

—Si vuelves a tocarlo, te abriré la puta garganta. —Amenazó, sin quitarle la atención, pero su hermano parecía enfrascado en el albino. Apretó el metal contra su carótida, impaciente. —¿¡Me oyes!?

—Joder, Toji. —Por fin, el hombre le daba la atención que merecía. Tomó la empuñadura, intentando alejar el arma de su piel sin éxito. —Así que te gusta rodearte de putas y enfermos, ¿verdad? —Tiró hacia atrás del cuchillo, pero no cedía. El muy idiota se había vuelto más fuerte que cuando eran unos críos. —Y veo que prácticamente te has recuperado. Qué suerte, pensaba tramitar el papeleo hoy para tirarte en el frente a morir.

Puso una mueca, sin evitar gruñir como un animal enfurecido. El futuro no importaba en aquel instante, sólo su ángel. Utahime se había acercado a su hermano mayor, con la cabeza gacha y sumisa, poniéndose detrás de él como si no existiera otra persona en aquella basura de mundo.

Sabía que había sido un error de ella. Sabía que había escapado unos minutos del prostíbulo para buscarle y había atraído a Naoya por error. Mierda, sabía que probablemente se habría encandilado de él, a juzgar por la forma en que solía hablarle. La miró con pena, antes de fijarse en Satoru.

Apartó el cuchillo al instante, sus quemaduras ardían por el polvo que flotaban en el aire, y se agachó a su lado. Su ángel estaba arrodillado en el suelo, con los mechones desordenados cayendo sobre el universo de sus iris y las pestañas de cisne manchadas de perlas. Los cristales se deslizaban por su rostro, salían de debajo de sus gafas negras y caían a la arena sin sonido alguno.

Musitaba algo que no alcanzó a entender, pero la piel rojiza de su rostro y la forma en que jadeaba, como si hubiera corrido veinte kilómetros seguidos, alteró todos sus sentidos. Veía cómo su frente sudaba y las perlas que se deslizaban por sus sienes y empapaban su camisa verde.

—Patético. —Escupió el mayor, arrugando la nariz con una risa sarcástica. Le echó un vistazo a la chica, que miraba hacia otro lado. —Cielo, hoy es tu noche de estreno, ¿no deberías estar preparándote?

Mientras tanto, Toji rodeaba los hombros del albino, ayudándole a levantarse. Su cuerpo parecía haber aumentado de peso unos cincuenta kilos y supo que se estaba dejando caer hacia abajo. Ni siquiera lo miraba, sus ojos de cielo estaban cristalizados en la nada cuando las gafas cayeron al suelo.

—Joder, Satoru... —Se quejó, agarrándole de las axilas y tirando de él hacia arriba sin cuidado alguno. Pequeños hipidos escapaban de su boca de fresa y pudo fijarse en que tenía los labios ensangrentados, como si se los hubiera estado mordiendo.

—Mañana por la mañana. —Avisó Naoya, tomando a Utahime por la cintura y acercándola hacia sí con falsa caballerosidad. —Irán a buscarte en un jeep con más hijos de puta como tú para reasignar. Nos vemos, hermanito.

Era tan jodidamente desviado, un psicópata en potencia que siempre había disfrutado haciéndole sufrir. Cuando jugaban juntos, de niños, clavándole las piezas de los juguetes con los que construían casas en las manos para dejarle marcas; cuando le había culpado de patear al viejo perro que tenían. Incluso cuando Megumi había nacido, no le dejó sostenerlo en brazos, a sabiendas de que probablemente lo arrojaría al suelo por accidente.

Fallen || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora