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Satoru Gojō era médico.

No. Había sido. Lo había sido en algún momento de su vida.

Se agarraba ansiosamente a sus propios vaqueros azules, clavando las uñas en sus muslos. Un ramillete de amapolas descansaba en su regazo y su estómago estaba revuelto. Los pétalos rojos podrían crear un bonito contraste con su sudadera gris.

Pero, sólo veía sangre en ellas. Sus dedos temblaron durante un instante y su visión se nubló. Tras las gafas, el cielo tormentoso de sus ojos no enfocaba la carretera que tenía delante.

Tragaba saliva, con aquel gran nudo aprisionando su garganta. Las lágrimas martillearon su corazón roto, derramandose con rapidez. Se tocó la cabeza, jadeando. Sudaba, se quedaba quieto, intentando poder controlarse, hacerlo por una vez. Para no parecer un loco, y esas cosas.

—Gojō.

Una mano se asentó en su brazo y pegó un respingo. Inevitable. Parpadeó un par de veces, su mente se reconectó con el mundo lentamente; el aire que entraba por la ventanilla abierta, el perfume que se había echado y que el otro le había prestado. Suspiró, pidiendo disculpas en voz baja.

Tardó en volver a sentir sus propias manos. Sus extremidades. Se quitó las gafas, entrecerrando los ojos, molesto por tanta luz. Hacía días que no salía de casa.

—No ha sido nada. —Dijo, apresurándose a cortar las palabras del hombre. —No he visto nada. Sólo... Ha sido un segundo, nada más.

A su lado, Nanami giraba el volante con elegancia, vestido con su uniforme. Había asumido que nunca lo vería con ropa de calle, pues sabía que se quedaría trabajando en el ejército; también sabía que nunca podría a sonreír de la misma forma sin recordar a Haibara.

Tal vez había visto a Toji en su vivencia. Cuando el cañón de la pistola había rozado su sien y se había dejado caer de rodillas al suelo, años atrás. La nube de polvo que había levantado su desesperación, el gatillo que nunca se había atrevido a apretar.

Aquel fue el momento en que lo conoció. La columna de humo, el olor a quemado no demasiado lejos. Y, entre las ruinas de una desastrosa cabaña, su cuerpo tirado emanaba sangre; sus ojos de verde selva se apagaban y una mano se retiraba de una herida de bala. Las llamas devorando su cuerpo.

No había dudado en llevarlo al campamento, en operarle de la bala y cuidar sus quemaduras, evitando que acabaran por destrozarle la piel. Su rostro relajado, sumido en la inconsciencia de la anestesia

¿Qué era lo primero que le había dicho al despertar?

«Ni se te ocurra tocarme»

Tierno. En cierto modo. Sonrió de forma casi inconsciente, dejó de agarrarse y se recostó contra la ventanilla, después de subirla. Recordaba sus gestos, la forma que tenía de llevarse el tacto a la parte baja de su espalda, donde siempre guardaba un cuchillo; cuando chasqueaba la lengua y miraba hacia otro lado, lleno de gracioso rubor.

Había dormido durante semanas con la chapa guardada en su puño. Nunca se la había quitado. Leía su nombre cada mañana, sus apellidos, su número de identificación. Todo. Y lo veía en sueños, soñaba con las noches en el bosque, a la merced de los elementos; con su voz ronca y somnolienta llamándole bebé.

Cuando, por fin, habían podido verse tras dos años de separación... ¿Qué era lo que había dicho? Cuando asesinó a sangre fría a los francotiradores enemigos, cuando tomó su cuerpo herido y lo puso a salvo.

Su nombre. Había dicho su nombre acompañado de un te quiero, lágrimas cristalizando sus iris salvajes. Besos desesperados.

Y, a su lado, mientras dormía, siempre había estado la fotografía de Suguru.

Fallen || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora