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Estaba perdido en algún recuerdo lejano, probablemente en los primeros pasos de su hijo, o en la vez que le había regalado aquel bonito peluche de un perro blanco. Sus tiernos ojitos llenos de ilusión, aquella mirada llena de pequeñas chispas de amor. Lo adoraba.

De repente, algo rozó su pelo.

Se incorporó de golpe, notando el latente dolor de su abdomen. Las lágrimas acudieron a sus iris, si es que no estaban ya ahí, y observó con rabia al chico que lo había arrancado de su Arcadia personal. El uniforme, la banda con la cruz y aquella nube blanca.

—¿Y ahora qué quieres? —Se colocó de nuevo los mechones del flequillo, negro como la misma oscuridad. Satoru le ofreció un vaso con una sustancia blanca que parecía ser leche.

—Hacer que te pongas bien, pero no pareces muy conforme con ello. —Se burló, sentándose a su lado. Le mostró un paquete de galletas de avena. —Son las doce de la mañana y aún no has comido nada.

Hacía un par de horas que había despertado y ya se arrepentía de no haber muerto. Agarró el cristal con brusquedad y se lo llevó a la boca, sin dejar de mirarle. No movía el brazo izquierdo —en aquel momento, agradecía ser diestro— porque dolía, el roce de la sábana seguía siendo incómodo. Los efectos del ungüento habían aliviado el ardor, pero siempre volvía, cada vez más intenso.

El albino examinó su cuerpo, mientras mordía una galleta que le había robado indiscretamente. Tocó su hombro izquierdo, donde el rojo persistía y Fushiguro dio un respingo, incómodo por su estúpida curiosidad.

—¿Es que no tienes a otro al que molestar? —Gruñó, masticando. En parte, le agradaba tener una compañía que no fuera hostil o que no le quisiera meter un balazo en la cabeza.

—Hay bastantes médicos, así que puedo permitirme cuidar a quien yo elija. —El muy maldito se encogió de hombros. —Lo aceptes o no, esto requiere de mucha atención. —Señaló las quemaduras, probablemente de segundo grado. Pareció acordarse de algo en concreto. —Vuelvo en un segundo.

Observó cómo salía por la cortina y la cerraba tras de sí. Refunfuñó por lo bajo, acabando de beber la leche, y se limpió las comisuras de los labios con el dorso de su mano. Dejó el vaso a su lado, sobre una mesa baja donde había medicamentos y arrojó también ahí el envoltorio de las galletas.

Le echó un vistazo a su uniforme, cohibido. La sangre se había secado y podía ver los bordes negros de hasta dónde habían consumido las llamas. Tragó saliva, intentando sentarse sobre el borde del colchón. Puso una mueca de dolor y trató de ignorarlo, alzando la rodilla derecha y moviéndose con dificultad. Su costado ardía, tan sólo apoyarse sobre la mano izquierda le provocaba náuseas.

—Joder. —Susurró, logrando sentarse. Respiró rápidamente, observando sus muslos desnudos, su ropa interior. Las piernas le pesaban. Se inclinó y alargó un brazo para tomar la chaqueta de su uniforme, que descansaba sobre la silla plegable. —Vamos...

—Oh, pero mira que eres terco. —Gojō entró de nuevo, con ropa en la mano. —No querrás ponerte eso, que está manchado, ¿verdad?

Gruñó, alcanzando a rozar la chaqueta con los dedos, sus intenciones resbalaron. Su ángel lo sujetó con cuidado antes de que cayera al suelo y le ayudó a ponerse como había estado con anterioridad, recostado contra el cabecero de la camilla. Un quejido murió en sus labios resecos y se quitó las lágrimas de dolor.

El médico regresó a su lado habitual y le tendió un par de prendas con amabilidad. Los típicos pantalones militares de mierda, con miles de bolsillos y el estampado que tanto odiaba, y una sencilla camiseta de tirantes negra. Se dejó hacer, en silencio, frustrado. Sólo había querido sacar de la chaqueta el único recuerdo de su hijo que tenía en aquel lugar. Quería tener entre sus manos la fotografía, dormir abrazado a ella, imaginando que, por fin, estaba en casa. Necesitaba volver.

Fallen || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora