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Al final, todo le había sido arrebatado. Su corazón, su sueño, su tranquilidad. Y, cuando había estado a punto de rendirse, cuando había rozado su sien con el cañón de la pistola, Toji había estado ahí para salvarlo.

Cuando creían haber perdido todo, se habían encontrado.

Soltó un quejido, su pecho aún dolía, quemaba, mientras el hombre abría las sábanas de su cama y le ayudaba a meterse bajo ellas. La habitación estaba en penumbra, la luz de la lámpara de la mesita de noche se encendió, iluminando la estancia. El bonito armario de cerezo, la fotografía sobre la mesita de noche, donde unos ojos verdes se detuvieron no más de un instante.

—Te haré la cena. —Toji lo tapó con delicadeza, acariciando su rostro, aún preocupado. —Después podrás tomar el calmante, ¿vale?

Asintió, atrapando su mano y manteniéndola en su mejilla unos segundos más. Bonitos iris de selva lo miraron con cariño y unos suaves labios se posaron en su frente. Tomó aire, viéndolo salir de la habitación, escuchando que iba a la cocina.

Desinfló sus pulmones con lentitud, cansado. No habían tardado demasiado en decirle que estaba teniendo una crisis de ansiedad. Cuando había mencionado, en Urgencias del hospital, que tenía estrés postraumático, todo había cobrado sentido. Un nuevo bote de pastillas descansaba a su lado, calmantes para cuando aquello se repitiera. Cerró los ojos, había ocurrido en más ocasiones, pero no a tal nivel.

No al nivel de pensar que le estaba dando un infarto. Había creído que se iba a morir, que todo iba a terminar allí, que su corazón se detendría y que no volvería a sonreír. Por suerte, había logrado tranquilizarse mientras le hacían un electrocardiograma. Básicamente porque Toji se había negado a que estuviera solo —hasta había gritado a una enfermera—, y había estado sosteniendo su mano todo el rato.

Palpó bajo la almohada, buscando su pijama. Lo sacó y comenzó a quitarse la ropa, exhausto. No tenía demasiada hambre, tampoco sueño. Sabía que el calmante lo ayudaría a dormir y esperaba no tener pesadillas. Ojalá aquello arrancara a Suguru y su muerte de sus sueños, aunque sólo fuera por aquella noche.

Se sentó al borde de la cama, dejando la sudadera gris caer al suelo; desabrochó el botón de sus pantalones y bajó la cremallera, escuchando los pasos del otro por el pasillo. Alzó la mirada, Toji llevaba un plato humeante y una cuchara, también una servilleta.

Parpadeó un par de veces. Mierda, ¿cuánto tiempo había pasado desde que había dicho que le haría la cena? Se sintió mal, algo ansioso, y se tocó la frente, sorprendido.

—No hagas esfuerzos, cielo. —Dijo el mayor, dejando todo sobre la mesita de noche, junto a aquella goma de pelo negra.

El torso del albino era delgado, sus costillas se marcaban ligeramente y su abdomen casi era plano, resultado del hambre y de todos los días en los que no había podido cocinar para sí mismo, por haberse quedado en la cama, llorando. Nanami había tenido que ayudarlo en más de una ocasión y se había sentido tan inútil, viendo cómo ni siquiera podía alimentarse o cuidarse con propiedad.

Sus antebrazos estaban adornados por rozaduras rojizas que se había hecho a base de rascarse hasta hacerse daño, consumido en un flashback del pasado, semanas atrás.

Toji pensó que se echaría a llorar de un momento a otro, porque sus ojitos azules pedían un descanso del mundo. Lo ayudó a vestirse con su pijama verde pastel, añadiendo pequeñas caricias por su piel lechosa. Era suave y cálido, el vello blanquecino de sus piernas y axilas parecía hecho con pinceladas de escarcha matutina.

—Lo siento, soy patético. —Se disculpó el chico, frotándose la cara. Miró a otro lado, avergonzado por aquello. —Apenas puedo hacer nada por mí mismo...

Fallen || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora